Tiró del brazo del ingeniero. Wubslin giró rápidamente sobre sí mismo y golpeó a Horza con la mano que tenía libre. Horza cayó al suelo de la sala de control, más asombrado que herido. Wubslin volvió a concentrar su atención en los controles.
—Lo siento, Horza, pero puedo llevarlo a esa desviación y quitarlo de en medio. Sal del tren. Déjame en paz.
Horza cogió su rifle láser, se puso en pie y vio que el ingeniero seguía manipulando los controles. Se dio la vuelta y echó a correr. Mientras corría el tren osciló como si flexionara sus músculos metálicos tensándolos al máximo.
Yalson siguió a la mujer de la Cultura. Horza le había hecho señas de que corriera, así que le obedeció.
—¡Balveda! —gritó—. ¡Salidas de emergencia; abajo, en el último nivel del vagón!
La agente de la Cultura no la oyó. Seguía corriendo hacia el siguiente vagón y las rampas de acceso. Yalson lanzó una maldición y echó a correr detrás de ella.
Unaha-Closp salió despedido del suelo como si fuera un proyectil y se lanzó vagón adelante en busca de la escotilla de emergencia más próxima.
¡Esa vibración! ¡Es un tren! ¡Otro tren que se aproxima, y muy deprisa! ¿Qué han hecho esos imbéciles? ¡Tengo que salir de aquí ahora mismo!
Balveda patinó alrededor de una esquina, alargó una mano y se agarró al extremo de un mamparo. Corrió hacia la puerta abierta que llevaba a la rampa de acceso central. Podía oír los pasos de Yalson detrás de ella.
Salió a la rampa para encontrarse en el centro de una galerna infernal, como si toda la atmósfera se hubiera convertido en un huracán donde no podía distinguirse ninguna ráfaga de viento aislada. Una fracción de segundo después el aire que la rodeaba se llenó de chispas y destellos luminosos. La luz estaba por todos lados, y los soportes perdieron su firmeza para convertirse en masas de metal derretido. Balveda se arrojó al suelo de la rampa, deslizándose y rodando a lo largo de su superficie. Los soportes que tenía delante, allí donde la rampa giraba e iba bajando hacia el suelo de la estación, ardían con las llamaradas del láser. Balveda se medio incorporó. Sus manos y sus pies resbalaron sobre la rampa intentando encontrar algún asidero, y se encontró nuevamente dentro del tren, un momento antes de que la línea de fuego se moviera hacia un lado de la rampa, las vigas y las barandillas protectoras que había al extremo de ésta. Yalson tropezó con Balveda y estuvo a punto de caer. La mujer de la Cultura alzó la mano y la cogió por el brazo.
—¡Alguien nos está disparando!
Yalson fue hacia el borde y empezó a devolver el fuego.
El tren volvió a moverse.
El tramo de vía recta que separaba la estación seis de la siete medía unos tres kilómetros de longitud. El tiempo transcurrido entre el punto donde las luces de la locomotora habrían sido visibles desde el último vagón del tren inmóvil en la estación siete y el instante en que el tren emergió de la oscuridad del túnel para entrar en la estación no llegó al minuto.
Muerto, con el cuerpo del que seguía formando parte oscilando y balanceándose pero tan firmemente atrapado entre el asiento y la consola que las sacudidas no bastaban para hacerle caer al suelo, el frío ojo de Quayanorl, cerrado para siempre, tenía delante una curva de vidrio blindado más allá de la cual había un espacio negro como la noche en el que colgaban dos líneas gemelas de una cegadora luz casi sólida, y enfrente de ellas había un halo de claridad que aumentaba rápidamente de tamaño, un anillo de luminiscencia provisto de un grisáceo núcleo metálico.
Xoxarle lanzó una maldición. El blanco se había movido muy deprisa y había fallado. Pero estaban atrapados en el tren. Les tenía cogidos. El viejo humano que había debajo de su rodilla gimió e intentó moverse. Xoxarle aumentó la presión que ejercía sobre él y se preparó para volver a disparar. El aire salía del túnel con un aullido ensordecedor, chocaba contra la parte trasera del tren y se esparcía a su alrededor.
Unos cuantos disparos hechos al azar iluminaron el fondo de la estación, a mucha distancia de él. Xoxarle sonrió. Un instante después el tren se puso en movimiento.
—¡Salid de aquí! —gritó Horza en cuanto llegó a la puerta donde estaban las dos mujeres, una disparando y la otra agazapada arriesgándose a echar algún que otro vistazo al exterior.
El rugido del aire torbellineaba por todo el vagón haciéndolo temblar.
—¡Debe ser Xoxarle! —gritó Yalson para hacerse oír por encima del estruendo de la tempestad.
Asomó la cabeza por el hueco de la puerta y disparó. Una nueva oleada de impactos recorrió la rampa de acceso y se estrelló contra los alrededores de la puerta. Un diluvio de fragmentos recalentados entró por el hueco y Balveda retrocedió hacia el interior del vagón. El tren pareció bambolearse y empezó a avanzar con mucha lentitud.
—¿Qué…? —gritó Yalson volviéndose hacia Horza.
El Cambiante se reunió con ella en el hueco de la puerta, se encogió de hombros y se asomó para disparar contra la plataforma.
—¡Wubslin! —gritó.
Mandó un diluvio de fuego hacia el fondo de la estación. El tren seguía avanzando muy despacio. Un metro de la rampa de acceso ya había quedado oculto por el fuselaje del tren. Algo centelleó en la oscuridad del túnel, donde el viento aullaba levantando torbellinos de polvo y un ruido que hacía pensar en un trueno interminable se aproximaba a toda velocidad.
Horza meneó la cabeza. Movió la mano indicándole a Balveda que fuese hacia la rampa. El hueco de la puerta ya sólo permitía acceder a la mitad de ésta. Volvió a disparar. Yalson asomó la cabeza y le imitó. Balveda dio un paso hacia adelante.
En ese instante una escotilla situada en el centro del tren salió despedida y un inmenso tapón circular del fuselaje de ese mismo vagón se desprendió con un considerable estruendo. La gruesa sección de pared chocó con el suelo de la estación. Una pequeña silueta oscura emergió de la escotilla y un punto de luz plateada asomó por el gran agujero circular y fue aumentando rápidamente de tamaño hasta convertirse un ovoide reluciente. Todo pareció ocurrir al mismo tiempo. El trozo de tren chocó con la plataforma, Unaha-Closp pasó zumbando sobre sus cabezas y Balveda echó a correr por la rampa.
—¡Ahí está! —gritó Yalson.
La Mente había salido del tren, estaba dando la vuelta y se disponía a ponerse en movimiento. Los parpadeos del láser procedentes del otro extremo de la estación cesaron durante una fracción de segundo y al reanudarse ya habían cambiado de dirección. Los nuevos impactos hicieron que la superficie plateada del elipsoide se cubriera de explosiones luminosas. La Mente pareció quedar suspendida en el aire temblando bajo el chorro de haces emitidos por el láser; después se lanzó de lado hacia la platafoma y su pulida superficie empezó a ondular y opacarse mientras rodaba a través del torbellino de aire, cayendo hacia la pared lateral de la estación como una aeronave averiada. Balveda estaba bajando a la carrera por la rampa y ya casi había llegado al último nivel.
—¡Sal de aquí! —gritó Horza empujando a Yalson.
El tren ya estaba lejos de las rampas. Los motores gruñían, pero su sonido se perdía en el rabioso ulular del huracán que asolaba la estación. Yalson se golpeó la muñeca con la palma de la mano para activar su unidad antigravitatoria y saltó por el hueco de la puerta sin dejar de disparar.