Horza se asomó al exterior y disparó por entre los soportes de la rampa de acceso. Se agarró al tren con una mano, sintiéndolo temblar igual que un animal asustado. Algunos de sus disparos dieron en los soportes de la rampa de acceso y crearon chorros de escombros que el huracán se encargó de esparcir. El Cambiante tuvo que retroceder hacia el interior del vagón.
La Mente chocó con la pared de la estación y rodó sobre sí misma, para acabar alojándose en el ángulo existente entre el suelo y la curva de la pared. Un estremecimiento recorrió su piel plateada y ésta empezó a volverse mate.
Unaha-Closp giró por el aire esquivando los disparos del láser. Balveda llegó al final de la rampa y echó a correr por el suelo de la estación. El abanico de disparos procedente del túnel para peatones pareció vacilar durante un segundo entre ella y la silueta de Yalson, acabó alzándose y se concentró en la mujer que flotaba por los aires. Yalson devolvió el fuego, pero los haces del láser acabaron encontrándola e hicieron brillar su traje.
Horza saltó del vagón que avanzaba lentamente, chocó con el suelo de roca en un impacto que le dejó sin aliento y dio varias vueltas de campana impulsado por el chorro de aire que brotaba del túnel. Apenas pudo ponerse en pie corrió hacia adelante y disparó a través del huracán hacia el otro extremo de la estación. Yalson seguía volando, moviéndose por entre el torrente de aire y los chispazos creados por el láser.
La parte trasera del tren estaba alejándose de la estación a la velocidad de un hombre que camina. Chorros de luz caían sobre ella. El ruido del tren que se aproximaba —tan potente que ahogaba cualquier otro sonido, hasta el de las explosiones y disparos, con lo que todo daba la impresión de estar ocurriendo en un silencio asombrado, envuelto en ese grito definitivo e imposible de superar—, se hizo aún más increíblemente intenso.
Yalson estaba cayendo. Su traje se había averiado.
Sus piernas empezaron a moverse antes de que entrara en contacto con el suelo, y cuando lo hizo ya estaba corriendo hacia el refugio más próximo. Corrió hacia la Mente, aquel ovoide de plata deslustrada que yacía junto a la pared.
Y cambió de parecer.
Giró sobre sí misma un segundo antes de que le fuera posible lanzarse detrás de la Mente y corrió a su alrededor, dirigiéndose hacia los umbrales y nichos de la pared.
Los disparos del láser de Xoxarle volvieron a darle en cuanto empezó a darse la vuelta, y ahora la coraza de su traje ya no podía absorber más energía. El blindaje cedió y los haces del láser se deslizaron como relámpagos sobre el cuerpo de la mujer, arrojándola por los aires y haciéndola extender espasmódicamente los brazos y las piernas, sacudiéndola como a una muñeca atrapada en el puño de un niño irritado y cubriendo su pecho y su abdomen con una nube carmesí.
El tren hizo impacto.
Entró en la estación como un rayo trayendo consigo una marea de ruido; emergió del túnel rugiendo como un trueno hecho de metal solidificado, y dio la impresión de atravesar el espacio que había entre la boca del túnel y el tren que se movía lentamente ante él en el mismo instante de su aparición. Xoxarle era el que estaba más cerca de todos y captó un fugaz atisbo del reluciente y afilado morro del tren antes de que esa inmensa curva en forma de pala se estrellase contra la parte trasera del otro tren.
Jamás habría creído que pudiera haber otro sonido más potente que el creado por el tren cuando avanzaba dentro del túnel, pero el ruido de su impacto logró que incluso aquella cacofonía pareciese insignificante. Era como una estrella de sonido, una nova cegadora donde antes sólo había existido un tenue resplandor.
El tren hizo impacto a ciento noventa kilómetros por hora. El tren de Wubslin apenas se había desplazado la longitud de un vagón, y la velocidad con que se movía aún era inferior a la de un hombre al paso.
El tren que salió del túnel chocó con el último vagón, levantándolo de las vías y prensándolo en una fracción de segundo. El vagón quedó empotrado en el techo del túnel y sus capas de metal y plástico quedaron comprimidas en una apretada bola de restos. El morro y el primer vagón se abrieron paso por debajo de los escombros destrozando ruedas, rompiendo raíles y haciendo estallar la piel metálica del segundo tren, que se esparció por toda la estación como si fuese la metralla surgida de una granada gigantesca.
El tren siguió avanzando por encima y por debajo del segundo tren, desviándose hacia un lado y descarrilando a medida que los segmentos destrozados de los dos trenes salían despedidos hacia la pared que corría junto a las vías. La fuerza del impacto hizo que la masa principal de los dos trenes se dirigiera hacia la zona central de la estación, creando un amasijo de metal desgarrado y piedra machacada, mientras los vagones se doblaban sobre sí mismos, comprimiéndose y desintegrándose al mismo tiempo.
Y el tren seguía emergiendo del túnel. Los vagones dejaban atrás la boca de éste moviéndose con la velocidad del rayo, para precipitarse hacia el caos de restos en pleno proceso de desintegración que había ante ellos, subiendo por los aires, chocando y patinando. Las llamas parpadearon entre los fragmentos; surtidores de chispas se alzaron hacia el techo de la estación; el cristal se convirtió en añicos y salió despedido de las ventanas; cintas de metal golpearon espasmódicamente las paredes.
Xoxarle retrocedió hacia el interior del túnel, alejándose del sonido de aquella destrucción.
Wubslin sintió el impacto. La fuerza del choque arrojó su cuerpo contra el respaldo del asiento. Sabía que había fracasado. El tren, su tren, iba demasiado despacio. Una mano inmensa surgida de la nada se estrelló contra su espalda. Sintió un chasquido en los oídos y la sala de control, el vagón y el tren entero oscilaron a su alrededor y, de repente, cuando la confusión y el ruido aún no habían cesado, vio que la parte trasera del tren estacionado en la zona de mantenimiento y reparaciones venía hacia él. Sintió cómo su tren dejaba atrás la curva que podría haberle permitido escapar a la colisión. La aceleración seguía y seguía. Estaba atrapado en su asiento, impotente y paralizado. El último vagón del otro tren fue hacia él como un rayo. Wubslin cerró los ojos medio segundo antes de quedar aplastado como un insecto dentro de los escombros.
Horza estaba hecho una bola en una puertecita de la pared de la estación. No tenía ni la más mínima idea de cómo había llegado hasta allí. No intentó ver lo que ocurría. No podía verlo. Siguió gimiendo en su rincón mientras la devastación aullaba en sus oídos, le rociaba la espalda de restos metálicos y hacía temblar las paredes y el techo.
Balveda también había logrado encontrar un sitio donde refugiarse, un pequeño nicho en la pared, donde se había escondido con la espalda hacia el punto de impacto y el rostro oculto en las manos.
Unaha-Closp se había refugiado en el techo de la estación aprovechando la protección que le ofrecía la cúpula de una cámara. La unidad observó el desarrollo de la catástrofe que se estaba produciendo debajo de ella. Vio como el último vagón salía del túnel, vio como el tren recién llegado se abría paso a través del tren dentro del que estaban hacía sólo unos segundos, empujándolo hacia adelante hasta convertirlo en una masa irreconocible de metal destrozado. Los vagones abandonaron las vías y resbalaron sobre el suelo de la estación impulsados por la cada vez más lenta oleada de destrucción. Arrancaron las rampas de acceso de la roca e hicieron añicos las luces del techo; los restos metálicos salieron disparados hacia lo alto y la unidad tuvo que esquivarlos. Vio como el cuerpo de Yalson era alcanzado por los vagones que patinaban y daban vueltas sobre sí mismos, moviéndose por la superficie de roca fundida envueltos en una nube de chispas. Los vagones siguieron moviéndose, pasaron junto a la Mente casi rozándola y se llevaron consigo el cuerpo destrozado de la mujer, enterrándolo bajo las rampas de acceso y estrellándolo contra la pared. La masa de metal, vidrio y plástico chocó como un inmenso martillo contra la roca negra que rodeaba la boca del túnel y un collar de restos fue hinchándose lentamente sobre ella hasta que la colisión hubo gastado su último átomo de fuerza, comprimiendo el metal y la piedra como si quisiera convertirlos en una sola cosa.