La mujer se resistía. Era fuerte, pero no podía romper la presa de un idirano, por muy debilitado que se encontrara éste. Xoxarle avanzó cojeando por el pasillo que llevaba a la gran caverna.
Balveda gritó e intentó liberarse. Después usó sus piernas para patear al idirano en los muslos y las rodillas. Pero la presa era demasiado fuerte, y se encontraba muy arriba en la espalda de Xoxarle. Tenía los brazos pegados a los flancos, y sus piernas sólo podían golpear la placa de queratina que emergía de la cadera del idirano. Detrás de ella las redes usadas por los constructores del Sistema de Mando se balanceaban suavemente impulsadas por las corrientes de aire que barrían el dormitorio a cada nueva explosión que se producía en la zona de la plataforma y entre los restos de los trenes.
Oyó disparos en algún punto detrás de ellos, y una puerta situada al otro extremo de la gran estancia se abrió de golpe. El idirano también oyó el ruido. Su cabeza se volvió hacia la dirección de la que había llegado un momento antes de que cruzaran el umbral de la salida del dormitorio. Segundos después se encontraron en un corto tramo de pasillo y emergieron a la terraza que corría alrededor de la inmensa caverna de la zona de mantenimiento y reparaciones.
A un lado de la caverna había un amasijo de vagones destrozados y restos de maquinaria envueltos en llamas. El tren que Wubslin había empezado a poner en movimiento se había incrustado en la parte trasera del tren detenido en el gran nicho que colgaba sobre el techo de la caverna. Fragmentos de los dos trenes se habían esparcido por todas partes como si fueran juguetes, cayendo al suelo de la caverna, amontonándose junto a las paredes o incrustándose en el techo. La espuma seguía cayendo lentamente y chisporroteaba sobre los restos recalentados de la catástrofe. Las chispas volaban por los aires y las llamas emergían de entre los vagones aplastados.
Los pies de Xoxarle resbalaron sobre el suelo de la terraza y durante un segundo Balveda creyó que los dos acabarían saliendo despedidos al vacío, pasando sobre las barandillas para acabar estrellándose contra la confusión de maquinaria y restos de trenes que cubrían el frío y duro suelo de la estación. Pero el idirano logró recobrar el equilibrio a tiempo, giró sobre sí mismo y avanzó por la ancha pasarela que llevaba hasta el viaducto metálico suspendido a través de la caverna y que terminaba al otro extremo de la terraza en la boca de otro túnel…, el túnel que llevaba a los tubos de tránsito.
Podía oír la ruidosa respiración del idirano. Sus oídos captaban el chisporroteo de las llamas, el silbido de la espuma y el jadeo cada vez más entrecortado que escapaba por entre los labios de Xoxarle. El idirano sostenía su cuerpo sin ninguna dificultad aparente, como si no pesara nada. La frustración que sentía era tan intensa que se echó a llorar y retorció el cuerpo con todas sus fuerzas en un intento de romper su presa o, por lo menos, de liberarse un brazo.
Llegaron al viaducto metálico y el idirano volvió a resbalar, pero logró agarrarse a tiempo y recobró el equilibrio. Empezó a avanzar por aquella angosta pasarela. Su paso cojeante y sus continuas vacilaciones hacían que vibrase, y toda la estructura no tardó en resonar como un tambor metálico. Balveda siguió debatiéndose con tanta rabia que sintió un agudo dolor en la espalda, pero la presa de Xoxarle continuó siendo tan firme como antes.
El idirano se detuvo de golpe y la colocó ante su inmenso rostro en forma de silla de montar. La sostuvo en vilo por los dos hombros durante un momento y después la cogió por el codo derecho con una mano mientras la agarraba por el hombro derecho con la otra.
Xoxarle adelantó una rodilla colocando el muslo de esa pierna en posición paralela al suelo de la caverna, treinta metros más abajo. Balveda, sujeta por el codo y el hombro, con el terrible dolor de su espalda y la mente sumida en la confusión, sintió todo el peso de su cuerpo sostenido por ese brazo y comprendió repentinamente lo que iba a hacer.
Y gritó.
Xoxarle colocó la parte superior del brazo de la mujer sobre su muslo y la partió igual que si fuese una ramita seca. El grito de Balveda se quebró como un carámbano que se rompe.
La cogió por la muñeca de su brazo sano e hizo girar su cuerpo sobre la pasarela, colocándola debajo de él y obligándola a cerrar los dedos alrededor de un delgado soporte metálico. Después la soltó. Todas aquellas maniobras requirieron tan solo uno o dos segundos. Balveda empezó a balancearse como un péndulo bajo el viaducto metálico. Xoxarle se alejó cojeando. Cada paso hacía temblar la estructura y el soporte transmitía la vibración a la mano de Balveda, haciendo que su presa se aflojara un poco más.
Balveda estaba suspendida en el vacío. El brazo fracturado que no podía usar para nada colgaba junto a su flanco. Su mano aferraba la lisa y fría superficie manchada de espuma del soporte. Sintió que la cabeza le daba vueltas. Olas de dolor que intentó eliminar sin conseguirlo recorrieron su cuerpo. Las luces de la caverna se apagaron y volvieron a encenderse. Otra explosión hizo temblar los restos de los vagones. Xoxarle llegó al final de la pasarela, corrió cojeando por la terraza hasta llegar al otro extremo de la gran caverna y se metió en el túnel. Su mano empezó a perder la sensibilidad. Sintió como sus dedos resbalaban sobre el metal. Todo su brazo estaba enfriándose, como si quisiera convertirse en un pedazo de hielo.
Perosteck Balveda se retorció en el aire, echó la cabeza hacia atrás y aulló.
La unidad se detuvo. Ahora los ruidos venían de más atrás. Había tomado por la dirección equivocada. Seguía estando algo aturdido. Así que después de todo Xoxarle no había vuelto sobre sus pasos… «¡Soy un estúpido! ¡Tendrían que retirarme la categoría de conciencia libre!»
Giró sobre sí mismo en el túnel que se alejaba de la sala de control y los dormitorios y redujo la velocidad hasta detenerse. Después aceleró al máximo y volvió por donde había venido. Podía oír disparos de láser.
Horza estaba en la sala de control. El lugar se encontraba limpio de agua y espuma, aunque una consola mostraba un gran agujero del que salía humo. Vaciló durante unos segundos, oyó otro grito —el sonido de una voz humana, una mujer—, y echó a correr hacia la puerta que llevaba a los dormitorios.
Balveda intentó balancear su cuerpo hasta colocar una pierna sobre la pasarela, pero los músculos de la parte inferior de su espalda habían sufrido daños excesivos y no lo consiguió. Las fibras musculares se desgarraron y el dolor inundó todo su ser. Seguía suspendida en el vacío.
Había perdido toda la sensibilidad de la mano. La espuma se fue posando sobre su rostro irritándole los ojos. Una serie de explosiones destrozó todavía más el amasijo de vagones e hizo temblar la atmósfera a su alrededor. Su cuerpo bailoteó en el aire. Podía sentir su lento resbalar. Sus dedos se deslizaron uno o dos milímetros sobre la superficie del soporte, y su cuerpo bajó esa misma distancia hacia el suelo de la caverna. Intentó agarrarse con más fuerza, pero sus dedos se habían vuelto totalmente insensibles.
Oyó ruidos en la terraza. Intentó mirar a su alrededor y vio a Horza corriendo a lo largo de la terraza con el arma preparada. Iba hacia la pasarela. El Cambiante resbaló sobre la espuma y tuvo que agarrarse con la mano libre para no perder el equilibrio.
—Horza… —intentó gritar, pero lo único que salió de su boca fue una especie de graznido. Horza pasó corriendo por la pasarela mirando hacia adelante. Sus pasos hicieron temblar su mano; sus dedos estaban volviendo a resbalar—. Horza… —repitió, tan alto como pudo.