Выбрать главу

—Animal… —graznó Unaha-Closp.

Su voz se había convertido en un murmullo gutural.

Xoxarle alargó los brazos, agarró a la unidad por la parte delantera, la sostuvo sin ningún esfuerzo con las dos manos sobre su cabeza, la colocó sobre la cabeza de Horza —el hombre alzó la mirada, pero sus pupilas no parecían capaces de ver nada con claridad—, y la dejó caer hacia el cráneo de Horza.

Horza se apartó a un lado con una expresión casi de hastío, y Xoxarle sintió cómo la máquina gimoteante entraba en contacto con la cabeza y el hombro de Horza. El Cambiante cayó sobre el suelo del túnel.

Seguía vivo. Una mano se movió levemente en un intento de proteger su cabeza ensangrentada. Xoxarle giró sobre sí mismo y volvió a alzar la impotente unidad sobre la cabeza del hombre.

—Y así… —dijo en voz baja mientras tensaba los brazos disponiéndose a bajar la máquina.

—¡Xoxarle!

Alzó la mirada por entre sus brazos extendidos mientras la unidad se debatía débilmente en sus manos, y el hombre caído a sus pies movió una mano lentamente sobre su cabellera cubierta de sangre. Xoxarle sonrió.

Perosteck Balveda estaba de pie a la entrada del túnel, inmóvil sobre la terraza que daba a la caverna. Estaba inclinada y su rostro parecía fláccido y cansado. Su brazo derecho colgaba junto a su flanco en una postura muy poco natural, con la mano suspendida a la altura del muslo vuelta hacia fuera. Los dedos de su otra mano parecían rodear un objeto diminuto con el que apuntaba al idirano. Xoxarle tuvo que observarlo con mucha atención para darse cuenta de lo que era. Se parecía a un arma, un arma hecha básicamente de aire; un arma de líneas y cables delgadísimos en la que apenas había nada sólido, más parecida a un esbozo hecho con lápiz que hubiera sido desprendido de la página y rellenado con la cantidad justa de materia para que una mano pudiera sostenerla. Xoxarle dejó escapar una carcajada y su brazo descendió arrastrando consigo a la unidad.

Balveda disparó el arma. Aquel cañón que parecía hecho de telarañas se iluminó durante un segundo como una joya diminuta que captura los rayos del sol y emitió el más leve de los sonidos imaginables, una especie de tosecilla seca.

Unaha-Closp apenas se había movido medio metro en el aire hacia la cabeza de Horza cuando el torso de Xoxarle se volvió tan luminoso como una estrella. La parte inferior del torso reventó y cien explosiones minúsculas la fragmentaron a la altura de las caderas. La onda expansiva hizo que el pecho, la cabeza y los brazos del idirano salieran despedidos hacia atrás y hacia arriba, primero para chocar con el techo del túnel y después para caer al suelo. Los brazos se aflojaron y las manos se abrieron. Las placas de queratina que cubrían la parte central de su cuerpo se partieron y el vientre dejó escapar un chorro de entrañas que se desparramó sobre el suelo manchado de agua del túnel, y toda la parte superior del cuerpo quedó esparcida sobre los charquitos formados por la lluvia artificial. Lo que quedaba del tronco, las enormes caderas y las tres piernas tan gruesas como el cuerpo de un ser humano, permaneció en pie durante unos segundos mientras Unaha-Closp subía en silencio hacia el techo y Horza seguía inmóvil bajo el agua que caía de los rociadores. Su sangre y la del idirano hizo que los charcos se fueran volviendo de un color entre púrpura y rojo.

El torso de Xoxarle se quedó inmóvil allí donde había caído, dos metros más allá de donde estaban las tres piernas que aún seguían en posición vertical. Las rodillas se fueron doblando lentamente, como si cedieran de mala gana al tirón de la gravedad, y las caderas acabaron aposentándose sobre los pies del idirano. El agua empezó a caer sobre el cuenco sanguinolento formado por la pelvis de Xoxarle, seccionada limpiamente por el disparo del arma.

—Bala, bala, bala —farfulló Unaha-Closp, pegado al techo y goteando agua—. Bala, balabalabalabala…, ja, ja.

El cañón del arma de Balveda seguía apuntando al cuerpo destrozado de Xoxarle. La mujer de la Cultura caminó lentamente por el túnel atravesando los charcos de color rojo oscuro.

Se detuvo junto a los pies de Horza y contempló desapasionadamente la cabeza y la parte superior del torso de Xoxarle que yacían inmóviles sobre el suelo del túnel. La sangre y los órganos internos del gigante seguían brotando de su pecho. Alzó el arma y disparó contra la enorme cabeza del guerrero, arrancándola de los hombros y esparciendo fragmentos de queratina en un radio de veinte metros. La detonación hizo que se tambaleara, los ecos resonaron en sus oídos y, finalmente, Balveda encorvó los hombros y todo su cuerpo pareció relajarse. Alzó los ojos hacia la unidad que flotaba pegada al techo.

—Aquí estoy, ni arriba ni abajo, cayendo hacia el techo, bala, bala, ja, ja… —dijo Unaha-Closp y osciló lentamente de un lado para otro, como si no supiera adonde ir—. Vaya, vaya. Mira, estoy acabado, estoy sencillamente… ¿Cómo me llamo? ¿Qué hora es? Bala, bala, hey, oh hey. Agua, montones de. Casi toda abajo, ¿no? Ja, ja y etcétera.

—Unidad —dijo Balveda intentando impedir que el Cambiante volviera a caer en un charco de agua—. Ayúdame. —Puso su mano buena sobre uno de los brazos de Horza y usó el otro hombro para alejarle del agua. El gesto le arrancó una mueca de dolor—. Unaha-Closp, maldito seas… Ayúdame.

—Bla, bala, bal. Hey, oh hey. Aquí estoy, estoy aquí y aquí estoy. ¿Como es que no estás aquí conmigo? Techo, arriba, dentro y fuera. Ja, ja, bala, bala —farfulló Unaha-Closp sin apartarse ni un centímetro del techo del túnel.

Balveda logró apoyar la espalda de Horza contra la roca. La falsa lluvia empezó a caer sobre las heridas de su rostro, limpiando la sangre que había fluido de su nariz y su boca. Horza abrió primero un ojo y luego el otro.

—Horza —dijo Balveda.

Se inclinó hacia adelante hasta que su cabeza quedó bajo el chorro de agua y ocultó la luz que tenían encima. El rostro del Cambiante estaba muy blanco salvo por los hilillos de sangre que caían de su boca y sus fosas nasales. Una marea roja brotaba de su nuca y un lado de su cabeza.

—Horza… —repitió Balveda.

—Has ganado —dijo Horza con voz pastosa, hablando tan bajo que sus palabras casi resultaron inaudibles.

Cerró los ojos. Balveda no sabía qué responder. Cerró los ojos y meneó la cabeza.

—Bala, bala…, el tren que está llegando a la plataforma número uno…

—La unidad —murmuró Horza alzando los ojos e intentando ver más allá de la cabeza de Balveda. Balveda asintió. Vio como sus ojos giraban en las cuencas, dando la impresión de que el Cambiante intentaba ver lo que estaba por encima de su frente—. Xoxarle… —murmuró—. ¿Qué ha ocurrido?

—Le disparé —dijo Balveda.

—Bala, bala, tiren sus brazos, entren y salgan, una vez más y siempre igual… Eh, ¿hay alguien ahí dentro?

—¿Con qué?

La voz de Horza apenas era audible. Balveda tuvo que inclinarse un poco más para comprender sus palabras. Sacó el arma minúscula que se había guardado en el bolsillo.

—Con esto —dijo. Abrió la boca y le enseñó el agujero de la parte de atrás de su mandíbula que había contenido un diente—. Un memoriforme. El arma era parte de mí; tiene todo el aspecto de un auténtico diente.

Intentó sonreír. Horza se encontraba tan mal que seguramente ni podía ver el arma.

El Cambiante cerró los ojos.

—Muy astuta —dijo con un hilo de voz.

La sangre seguía fluyendo de su cabeza, mezclándose con la oleada de líquido púrpura que brotaba de los restos de Xoxarle.

—Te llevaré a la nave, Horza —dijo Balveda—. Te lo prometo. Te llevaré a la nave… Te pondrás bien, estoy segura de que te pondrás bien… Te curarás.

—¿De veras? —preguntó Horza sin abrir los ojos—. Gracias, Balveda.

—Gracias, bala, bala, bala. Steckoper, Tsah-Hor, Ajá-Hum-Clops…