Hey, oh hey, hey, oh, hey, jo, jo por todo, sigue pensando. Pedimos que disculpen cualquier molestia que podamos haberles causado… ¿Qué es el, dónde está el, cómo se encuentra el quién donde cuándo por qué cómo, y etcétera?
—No te preocupes —dijo Balveda.
Alargó la mano y sus dedos acariciaron el rostro del hombre. El agua se deslizaba por la nuca de la mujer de la Cultura y caía sobre la cara del Cambiante. Horza volvió a abrir los ojos y sus pupilas fueron de Balveda al tronco del idirano. Después subieron hasta la unidad que flotaba pegada al techo y, finalmente, contemplaron las paredes y los charcos de agua que le rodeaban. Murmuró algo sin mirar a la mujer.
—¿Qué? —preguntó Balveda acercándose un poco más a él.
Horza volvió a cerrar los ojos.
—Bala —dijo Unaha-Closp desde el techo del túnel—. Bala, bala, bala. Ja, ja. Bala, bala, bala.
—Qué estúpido —dijo Horza con toda claridad, aunque su voz estaba haciéndose cada vez más débil a medida que perdía el conocimiento y sus ojos seguían estando cerrados—. Qué… maldito… estúpido… —Inclinó la cabeza ligeramente hacia un lado; el gesto no pareció resultarle doloroso. El agua que caía del techo creaba salpicaduras de sangre roja y púrpura que manchaban su cabeza y su rostro para desaparecer unos segundos después bajo el impacto de un nuevo chorro—. Los Jinmoti de… —murmuró.
—¿Qué? —volvió a preguntar Balveda, inclinándose hasta que su rostro casi rozó el del Cambiante.
—Danatre skehellis —anunció Unaha-Closp desde el techo—, ro vleh gra'ampt na zhire; sko tre genebellis ro binitshire, na'sko voross ampt-fenir-an har. Bala.
Los párpados del Cambiante se abrieron de golpe y su rostro adoptó una expresión del más absoluto horror concebible, una expresión de terror y miedo tan impotente que Balveda sintió un escalofrío, y el vello de su nuca se erizó pese a los chorros de agua que intentaban pegarlo a la piel. Horza alzó las manos y sus dedos convertidos en garras se cerraron sobre la chaqueta de Balveda en una presa terrible.
—¡Mi nombre! —gimió, y la angustia que había en su voz era todavía más terrible que la expresión de su rostro—. ¿Cómo me llamo?
—Bala, bala, bala —murmuró Unaha-Closp desde el techo.
Balveda tragó saliva y sintió el cosquilleo de las lágrimas que se agolpaban detrás de sus párpados. Acarició una de aquellas manos blancas como el hueso que aferraban su chaqueta.
—Horza —dijo con voz amable—. Te llamas Bora Horza Gobuchul.
—Bala, bala, bala, bala —dijo Unaha-Closp con voz adormilada—. Bala, bala, bala.
Los dedos del hombre aflojaron su presa y el terror fue desapareciendo de su rostro. Sus músculos se relajaron. Los ojos volvieron a cerrarse y los labios se curvaron en lo que casi era una sonrisa.
—Bala, bala.
—Ah, sí… —murmuró Horza.
—Bala.
—…claro.
—La.
14. Pensad en Flebas
Balveda estaba contemplando la llanura nevada que se extendía a su alrededor. Era de noche. La luna del Mundo de Schar brillaba en la negrura del cielo tachonado de estrellas. El viento se había calmado y hacía mucho frío. La Turbulencia en cielo despejado era visible al otro extremo de la llanura blanca iluminada por la luna, una masa metálica medio escondida bajo la nieve.
La mujer inmóvil ante la entrada que daba a los túneles contempló la noche y se estremeció.
El Cambiante seguía sin recobrar el conocimiento. Horza yacía sobre una camilla hecha con láminas de plástico que había encontrado entre los restos de los trenes. La unidad se encargaba de sostenerla, balbuceando incesantemente. Balveda le había vendado la cabeza. No podía hacer nada más por él. Los equipos médicos y todo lo que trajeron consigo se había perdido en la destrucción provocada por el choque de los trenes, y ahora debían estar enterrados bajo los escombros cubiertos de espuma que llenaban la estación siete. La Mente podía flotar. Balveda la encontró suspendida en el aire sobre la plataforma de la estación. La Mente comprendía sus preguntas, pero no podía hablar, emitir ninguna clase de señal o moverse por sus propios medios. Balveda le dijo que mantuviera anulado su peso y fue empujándola y tirando de ella hasta llevarla al tubo de tránsito más cercano, seguida por Unaha-Closp que sostenía la camilla.
Una vez dentro de la pequeña cápsula el viaje de regreso duró sólo media hora. Balveda no se detuvo para recoger los cadáveres.
Rodeó su brazo fracturado con unas cuantas tiras de tela y lo entablilló, se sumió en un breve sueño-trance que sólo duró una fracción del viaje y llevó su carga por los túneles de servicio hasta llegar a la zona de habitáculos y la oscura entrada del túnel, donde los Cambiantes muertos seguían yaciendo como en un muestrario de los distintos aspectos que podía cobrar un cadáver congelado. Después descansó unos instantes en la oscuridad sentada sobre el suelo del túnel entre los montoncitos de nieve traída hasta allí por el viento antes de dirigirse hacia la nave.
Sentía un dolor sordo en la espalda, la cabeza le latía lentamente y su brazo estaba entumecido. Llevaba puesto el anillo que había cogido del dedo de Horza, y tenía la esperanza de que su traje —y, quizá, los sistemas eléctricos de la unidad—, sirvieran para que la nave les identificara como amigos.
Si no les identificaba como tales… Bueno, entonces morirían.
Se volvió hacia Horza.
El rostro del hombre que yacía sobre la camilla estaba tan blanco e inexpresivo como la nieve. Los rasgos seguían allí —ojos, nariz, cejas, boca—, pero daban la impresión de no estar unidos por ningún tipo de relación. Parecían objetos independientes, y eso hacía que el rostro cobrara una apariencia de anonimato desprovista de todo carácter, animación o profundidad. Era como si todas las personas, todas las suplantaciones y papeles que el Cambiante había representado a lo largo de su vida hubieran aprovechado el coma para escapar de su interior, como si cada uno de ellos se hubiera llevado consigo una pequeña parte de su yo real, dejándole vacío. El Cambiante parecía una pizarra en blanco.
Unaha-Closp balbuceó algo en un idioma que Balveda no logró reconocer, pero siguió sujetando la camilla. Su voz hizo que el túnel se llenara de ecos y acabó desvaneciéndose en el silencio. La Mente seguía inmóvil suspendida en el aire, un ovoide hecho de plata deslustrada. Balveda podía verse reflejada en algunos puntos de aquella superficie parecida a un espejo iridiscente. La tenue luz del exterior, el hombre y la unidad también eran visibles en la estructura elipsoidal.
Se puso en pie y fue empujando la camilla con una mano hacia la nieve iluminada por la luna, hundiéndose en aquella masa blanca hasta los muslos. Cada movimiento de la mujer hacía bailar su silenciosa sombra azul acero, y la sombra parecía querer liberarse del cuerpo que la proyectaba para huir hacia la luna y las oscuras y distantes montañas, donde un telón de nubes tormentosas colgaba del cielo como si fuese una noche aún más negra. La mujer de la Cultura iba dejando un rastro de pisadas muy profundas que nacían en la boca del túnel. El esfuerzo de seguir avanzando y el dolor de sus lesiones hicieron que empezara a llorar, pero su llanto apenas podía oírse.
Durante el trayecto alzó un par de veces la cabeza hacia la oscura silueta de la nave con una mezcla de miedo y esperanza en el rostro. Estaba aguardando el destello luminoso y el impacto del láser indicadores de que los sistemas automáticos de la nave habían decidido que era una enemiga; de que la unidad y el traje de Horza se encontraban en tan mal estado que se habían vuelto irreconocibles para la nave; de que todo había terminado y que estaba condenada a morir aquí, a cien metros de la seguridad y de la única forma de abandonar el planeta, sólo porque un conjunto de circuitos automáticos tan fieles como incapaces de pensar le impedían subir a bordo de la nave.