Colocó el anillo de Horza sobre los controles del ascensor y vio abrirse la puerta. Tiró de la unidad y de la camilla con el hombre hasta meterlos en el compartimento. Unaha-Closp murmuró algo ininteligible; el hombre estaba tan silencioso e inmóvil como una estatua caída.
Su intención había sido desconectar los sistemas de vigilancia automática de la nave y volver enseguida a por la Mente, pero la gélida inmovilidad del hombre la asustó. Fue a coger el equipo médico de emergencia y conectó la calefacción, pero cuando volvió a inclinarse sobre la camilla el Cambiante ya estaba muerto. Su rostro seguía tan frío e inexpresivo como antes.
APÉNDICES
La guerra entre Idir y La Cultura
(Los tres pasajes siguientes han sido extractados de Breve historia de la guerra idirana —versión en lengua inglesa/calendario cristiano, texto original 2110 AD, sin alterar—, editada por Parharengyisa Listach Ja'Andesich Petrain dam Kotosklo. La obra forma parte de un Paquete de Extro-Información Terrestre independiente no encargado por la Cultura, pero aprobado por la sección de Contacto.)
La Cultura supo desde el principio que aquel conflicto iba a ser una guerra de religión en el sentido más amplio del término. La Cultura fue a la guerra para proteger y conservar su paz espiritual, y no por ninguna otra razón. Pero esa paz era la cualidad más apreciada por la Cultura; y teniendo en cuenta que la Cultura alardeaba de no profesar el más mínimo apego a los bienes materiales, es muy posible que fuese el único tesoro por el que estaba dispuesta a luchar.
La Cultura se encontraba más allá de las consideraciones prácticas que se guiaban por criterios de riqueza o de posesiones territoriales, tanto en la teoría como en la práctica. La misma idea del dinero —que la Cultura consideraba una forma de racionamiento tosca, poco eficiente y excesivamente complicada—, resultaba irrelevante dentro de aquella sociedad, pues la capacidad de los medios de producción ubicuos y capaces de casi todo que poseía excedía cualquier demanda racional (y, en algunos casos, puede que incluso irracional) que pudiera surgir de la considerable imaginación de sus ciudadanos. Todas esas exigencias eran satisfechas desde dentro de la misma Cultura…, con una excepción. Había cantidades más que suficientes de espacio habitable, y la demanda era satisfecha básicamente mediante Orbitales fabricados a partir de sustancias baratas. La materia prima existía en cantidades virtualmente inagotables tanto entre los sistemas estelares como dentro de éstos; y las disponibilidades de energía eran aún mayores gracias a la fusión, la aniquilación, la misma Rejilla o las estrellas (ya fuese tomada de forma indirecta, como radiación absorbida en el espacio, o directamente mediante absorción del núcleo estelar). Gracias a ello, la Cultura no sentía el más mínimo deseo de colonizar, explotar o esclavizar.
El único deseo que la Cultura no podía satisfacer por sí misma era uno común tanto entre los descendientes de su población humana original como entre las máquinas a las que había dado origen (sin importar los intermediarios que hubieran mediado en dicho proceso): la necesidad de no sentirse inútiles. La única justificación que la Cultura podía ofrecer para la existencia relativamente hedonista y libre de preocupaciones de que gozaban quienes vivían dentro de ella se hallaba en su dedicación a la filantropía y las buenas obras; algo que se expresaba mediante el evangelismo secular de la Sección de Contacto, la cual no se limitaba a descubrir, catalogar, investigar y analizar a otras civilizaciones menos avanzadas, sino que llegaba a interferir de forma abierta o subrepticia en el proceso histórico de esas culturas siempre que las circunstancias parecían proporcionarle alguna justificación para ello.
Con su típica mezcla de orgullo y modestia, Contacto —y, por lo tanto, la Cultura—, podía demostrar estadísticamente que esa utilización cautelosa y benevolente de la «tecnología de la compasión» (por utilizar una frase muy en boga durante aquella época) daba buenos resultados; en el sentido de que las técnicas de las que había acabado dotándose para influir sobre el desarrollo de una civilización mejoraban de forma significativa la calidad de vida de sus miembros sin que el contacto de dicha sociedad con una cultura mucho más avanzada produjera resultados perjudiciales.
Cuando se encontró con una sociedad de inspiración religiosa decidida a extender su influencia sobre todas las civilizaciones tecnológicamente inferiores que se cruzaran en su camino sin tomar en consideración el precio inicial de la conquista o las consecuencias subsiguientes de la ocupación, Contacto podía retirarse y admitir la derrota —con lo que no sólo desmentía su propia razón de existir sino también la única justificación gracias a la que los mimados habitantes de la Cultura, siempre tan autoconscientes de lo afortunados que eran, podían disfrutar de sus vidas con la conciencia limpia—, o podía pelear. Después de haberse preparado y formado a sí mismo (y a la opinión popular) durante décadas, siguiendo un credo estrictamente basado en el primer recurso, Contacto, tal y como hace prácticamente cualquier organismo cuya existencia se ve amenazada, acabó recurriendo de forma inevitable al segundo.
Pese a toda la perspectiva profundamente materialista y utilitaria de la Cultura, el hecho de que Idir no tuviera intención de conquistar ninguna parte física de la Cultura carecía de relevancia. La Cultura se hallaba amenazada de una forma indirecta pero, aun así, tan definitiva como letal.., no con la conquista, la pérdida de vidas, maquinaria, recursos materiales o territorios, sino con algo todavía más importante: la pérdida de su propósito y su paz espiritual; la destrucción de su espíritu; la rendición y el abandono de lo que formaba su alma.
Pese a todas las apariencias que apuntaban a lo contrario, era la Cultura y no Idir quien estaba obligada a luchar, y el apremio inescapable de esa desesperación acabó dándole una fortaleza que —incluso si se pudiera haber albergado alguna duda en cuanto al resultado eventual— no podía tolerar ningún compromiso.
Los idiranos ya se hallaban en guerra, pues habían emprendido la conquista de todas las especies a las que consideraban inferiores y las subyugaban para incorporarlas a un imperio primariamente religioso que, casualmente, también era un imperio comercial. Su especie tuvo muy claro desde el principio que su jihad para «calmar, integrar e instruir» a esas especies y colocarlas bajo la atención directa del ojo de su Dios tenía que continuar y expandirse, pues de lo contrario carecería de significado. Un alto o una moratoria —cosa que podía tener una lógica muy considerable dentro de una expansión continuada, tanto en términos militares como comerciales y administrativos—, negaría dicha hegemonización militante en tanto que concepto religioso. El celo se impuso al pragmatismo y lo eliminó; como ocurría en la Cultura, lo importante era el principio.
El alto mando idirano consideraba la guerra desde mucho antes de que fuese declarada como una continuación de las hostilidades permanentes exigidas por la colonización teológica y disciplinaria, y enfrentarse a las capacidades tecnológicas relativamente equivalentes a las de su especie que poseía la Cultura sólo exigió una escalada del conflicto armado limitada, tanto en el aspecto cualitativo como en el cuantitativo.
La especie idirana como un todo dio por sentado que la Cultura se retiraría después de haber hecho aquel gesto simbólico, pero algunos de los políticos idiranos que tomaban las decisiones previeron que en el caso de que la Cultura demostrara estar tan decidida como en el «peor posible» de todos los escenarios extrapolados, se podía alcanzar un acuerdo políticamente juicioso que permitiría salvar la cara a ambos bandos y encerraría ventajas para los dos. Dicho acuerdo requeriría un pacto o tratado en el que los idiranos accederían a limitar o reducir la velocidad de su expansión durante un cierto período de tiempo, permitiendo con ello que la Cultura se atribuyera un éxito no demasiado considerable. Aparte de ello, el pacto o tratado les proporcionaría A) una excusa religiosamente justificable para la consolidación, gracias a la cual la maquinaria militar idirana podría recuperar el aliento, y que dejaría sin argumentos a los idiranos que se oponían a la expansión de su especie basándose en la velocidad y crueldad con que se estaba llevando a cabo, y B) ofrecería otra razón más para aumentar los gastos militares con el fin de garantizar que en la próxima confrontación con la Cultura —o con cualquier otro oponente—, sería posible obtener una victoria rápida y destruir al enemigo gracias a la decisiva superioridad militar alcanzada. Sólo las partes más fervientes y fanáticas de la sociedad idirana estuvieron a favor de o llegaron a contemplar la posibilidad de una guerra de exterminio total, y aun así se limitaron a aconsejar la continuación de las hostilidades contra la Cultura después de y pese a las vacilaciones y disensiones que debilitarían a la Cultura, y al intento de pedir una paz honrosa con Idir que —ellos también— creían acabaría siendo inevitable.