Una parte de su mente intentó reconciliarle con la idea de su muerte. Iba a morir en la oscuridad de aquella celda, rodeado por su pestilencia y su calor, con el sudor corriendo por su frente y sobre sus tensos párpados mientras el trance seguía y seguía… Pero había algo más, algo que se negaba a desaparecer, algo inútil y que sólo servía para molestarle, como un insecto invisible zumbando en el silencio de una habitación. Era una frase irrelevante y carente de sentido, una frase tan vieja que ya no recordaba dónde la había oído o leído, y la frase daba vueltas y más vueltas dentro de su cabeza como una canica girando dentro de un recipiente:
«Los Jinmoti de Bozlen Dos matan a los asesinos rituales hereditarios de los familiares más próximos al nuevo Rey Anual ahogándolos en las lágrimas del Empatauro Continental durante su Estación de la Tristeza.»
Poco después de que comenzara su ordalía el trance aún no había llegado a ser tan profundo, y hubo un momento en el que se preguntó qué sucedería si vomitaba. Ocurrió cuando las cocinas del palacio —unos quince o dieciséis pisos por encima de su cabeza, si sus cálculos eran correctos—, enviaron sus desperdicios por la sinuosa red de cañerías y conductos que terminaban en el recinto de la alcantarilla. El torrente de líquido gorgoteante había dejado libre un poco de comida podrida que debía de llevar allí desde la última vez en que algún pobre desgraciado se ahogó entre la basura y los excrementos, y fue entonces cuando tuvo la sensación de que podía acabar vomitando. Comprender que eso no alteraría en nada el momento de su muerte casi le resultó consolador.
Después sucumbió a ese estado de nerviosa frivolidad que aflige en algunas ocasiones a los que se encuentran atrapados por una amenaza letal y no pueden hacer nada salvo esperar, y se preguntó si el llorar aceleraría su muerte. En teoría sí, aunque en términos prácticos la cantidad de líquido representada por las lágrimas era totalmente irrelevante; pero ése fue el momento en que la frase empezó a dar vueltas por su cabeza.
«Los Jinmoti de Bozlen Dos matan a los asesinos rituales hereditarios…»
El líquido que podía oler, sentir y oír con una claridad excesiva —y que probablemente también habría podido ver con esos ojos suyos que distaban tanto de ser corrientes, suponiendo que los hubiera tenido abiertos—, se agitó y entró en contacto con la base de su nariz. Sintió como se introducía por sus fosas nasales, llenándolas con una pestilencia que le revolvió el estómago. Pero meneó la cabeza, intentó conseguir que su cráneo quedara todavía más pegado a las piedras y aquella sopa repugnante se alejó. Expulsó el aire por la nariz y sintió que podía volver a respirar.
Ya no faltaba mucho. Volvió a examinar sus muñecas, pero era inútil. Necesitaría otra hora o más, y sólo disponía de minutos, suponiendo que tuviera suerte.
Y, de todas formas, el trance ya había empezado a disiparse. Estaba volviendo a lo que era la conciencia casi total, como si su cerebro quisiera saborear plenamente el momento de su muerte y su propia extinción. Intentó pensar en algo profundo o ver cómo su vida pasaba velozmente ante sus ojos, o recordar repentinamente algún viejo amor, una profecía o premonición olvidada desde hacía mucho tiempo; pero no había nada, sólo una frase hueca y desprovista de significado, y las sensaciones lógicas de alguien que se está ahogando en la basura y los excrementos de otras personas.
«Viejos bastardos», pensó. Uno de sus pocos rasgos de originalidad o humor había sido el planear una forma elegante e irónica de morir. Oh, sí, qué adecuado debía parecerles mientras arrastraban sus cuerpos decrépitos hasta las letrinas de la sala de banquetes para, literalmente, defecar sobre todos sus enemigos y matarles con ese acto.
La presión del aire estaba aumentando y un distante rugido líquido le indicó que se aproximaba otra oleada procedente de las alturas. «Viejos bastardos… Bueno, espero que al menos hayas mantenido tu promesa, Balveda.»
«Los Jinmoti de Bozlen Dos matan a los asesinos rituales hereditarios…», pensó una parte de su cerebro mientras las cañerías del techo borboteaban y un chorro de basura y excrementos caía sobre la masa de líquido caliente que casi llenaba la celda. La ola pasó por encima de su rostro y retrocedió dejándole la nariz libre durante un segundo, con lo que le proporcionó el tiempo suficiente para llenarse los pulmones de aire. Después el líquido fue subiendo lentamente de nivel hasta volver a rozarle la base de la nariz, y se quedó allí.
Contuvo el aliento.
Cuando le colgaron al principio sintió dolor. Sus manos atadas y recubiertas por tensas bolsas de cuero quedaban justo encima de su cabeza. Estaban sujetas por gruesos aros de hierro incrustados en las paredes de la celda que soportaban todo su peso. Le habían atado los pies, dejándolos colgar en el interior de un tubo de hierro también unido a la pared, lo que le impedía descargar su peso sobre los pies o las rodillas y, al mismo tiempo, hacía que sólo pudiera mover las piernas un palmo en cualquier dirección. El tubo terminaba justo por encima de sus rodillas; encima de él sólo había un viejo taparrabos manchado que cubría la mugrienta desnudez de su cuerpo senil.
Eliminó el dolor procedente de sus muñecas y sus hombros antes de que los cuatro corpulentos centinelas —dos de ellos subidos en escaleras—, hubieran terminado de colocarle en aquella posición. Aun así, podía sentir una especie de cosquilleo en su nuca, la indicación de que debería estar sufriendo algún dolor. El lento ascenso del líquido pestilente que caía en su celda-alcantarilla había hecho flotar su cuerpo, y la sensación fue disminuyendo gradualmente hasta desaparecer.
Empezó a sumirse en el trance apenas se hubieron marchado los centinelas, aun sabiendo que probablemente no le serviría de nada. Su soledad no duró mucho. La puerta de la celda volvió a abrirse cuando sólo habían transcurrido unos minutos, la luz del pasillo hizo retroceder la oscuridad y un centinela dejó caer una pasarela metálica sobre las húmedas losas que formaban el suelo de la celda. Detuvo el trance del Cambio y giró la cabeza tensando el cuello para ver a su visitante.
La marchita y encorvada silueta de Amahain Frolk, ministro de seguridad de la Gerontocracia de Solpen, entró en la celda empuñando un báculo que emitía una fría claridad azulada. El anciano le sonrió, asintió con expresión aprobadora y se volvió hacia el pasillo. Alzó una mano flaca y pálida y le hizo señas de que entrase a alguien que estaba fuera de la celda. El prisionero supuso que debía de ser Balveda, agente de la Cultura y, en efecto, era ella. Los pies de la mujer se movieron con agilidad sobre la pasarela metálica, su cabeza giró lentamente para contemplar lo que la rodeaba y sus ojos acabaron posándose en la silueta suspendida de la pared. El prisionero sonrió y movió la cabeza en un intento de saludarla, sintiendo como sus orejas rozaban la desnudez de sus brazos.
—¡Balveda! Tenía la corazonada de que volveríamos a encontrarnos… ¿Has venido para ver al anfitrión de la fiesta?
Se obligó a sonreír. Oficialmente, aquél era su banquete; era el anfitrión. Otra de las pequeñas bromas de la Gerontocracia… Esperaba que su voz no contuviera ninguna huella de miedo.
Perosteck Balveda, agente de la Cultura, le sacaba toda una cabeza de ventaja al anciano que estaba en pie junto a ella, y seguía siendo asombrosamente bella incluso bajo la pálida claridad azulada del báculo. El prisionero vio como meneaba lentamente su hermoso y delicado cráneo. Su corta cabellera negra cubría su cabeza igual que una sombra.
—No —dijo—. No quería verte ni despedirme de ti.