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Horza carraspeó para aclararse la garganta y se inclinó hacia adelante sin mirar a Kraiklyn.

—De todas formas está muerta —dijo alzando los ojos.

—¿Hmmm? —exclamó Kraiklyn con expresión ausente lanzándole una mirada al Cambiante.

—La mujer de la Cultura —dijo Horza—. Está muerta.

—Oh, sí. —Kraiklyn asintió y carraspeó—. Bueno, ¿qué quieres hacer? Espero que nos acompañes en lo del templo. Creo que nos debes ese favor a cambio del viaje, ¿no?

—Oh, sí, no te preocupes por eso —dijo Horza.

—Estupendo. Después de eso…, ya veremos. Si te adaptas podrás quedarte; si no, te dejaremos donde quieras…, dentro de unos límites razonables, como suele decirse. Esta operación no debería darnos ninguna clase de problemas: entrada fácil, salida fácil. —Kraiklyn movió la mano en una lenta curva hacia abajo, como si ésta fuera el modelo de la Turbulencia en cielo despejado que colgaba sobre la cabeza de Horza—. Después iremos a Vavatch. —Aspiró otra bocanada de vapores del esnifrasco—. Supongo que no sabes jugar al Daño, ¿hmmm?

Dejó el esnifrasco sobre el estante y Horza contempló aquellos ojos de animal de presa a través de las hilachas de niebla que brotaban del recipiente. Meneó la cabeza.

—No es uno de mis vicios. La verdad es que nunca he tenido ocasión de aprender cómo se juega.

—Ya, claro, me lo imagino. Es el único juego que merece la pena. —Kraiklyn asintió con la cabeza—. Aparte de esto… —Sonrió y miró a su alrededor. Estaba claro que se refería a la nave, la tripulación y lo que hacían—. Bueno —dijo Kraiklyn sonriendo e irguiéndose en el sofá—, creo que ya te he dado la bienvenida a bordo, pero de todas formas… Bienvenido a bordo. —Se inclinó hacia adelante y le dio una palmadita en el hombro—. Siempre que recuerdes quién es el jefe, ¿eh?

Le obsequió con una gran sonrisa.

—La nave es tuya —dijo Horza.

Apuró el contenido del esnifrasco, y lo puso en un estante junto a un holocubo que mostraba a Kraiklyn vestido con su traje negro empuñando el mismo rifle láser que colgaba de la pared.

—Creo que nos llevaremos estupendamente, Horza. Tienes que entrenarte un poco y familiarizarte con los demás, y luego le daremos una buena paliza a esos monjes. ¿Qué dices?

El Hombre volvió a guiñarle el ojo.

—Puedes apostar a que sí —replicó Horza.

Se puso en pie y sonrió.

Kraiklyn le abrió la puerta para que saliera del camarote.

«Y mi próximo truco será… —pensó Horza tan pronto como estuvo fuera del camarote y se encontró caminando por el pasillo rumbo a la cocina—, adoptar la personalidad de… ¡el capitán Kraiklyn!»

* * *

Durante los días siguientes Horza llegó a conocer bastante bien al resto de la tripulación. Habló con los que querían hablar, y observó o se dedicó a aguzar el oído para enterarse de algunas cosas sobre los que no tenían ganas de charla. Yalson seguía siendo su única amiga, pero se llevaba bastante bien con Wubslin, su compañero de camarote, aunque el corpulento ingeniero era un tipo callado y cuando no estaba comiendo o trabajando solía pasarse casi todo el tiempo dormido. Los Bratsilakin parecían haber decidido que Horza probablemente no estaba contra ellos, pero daban la impresión de reservarse su opinión sobre si estaba a favor hasta que llegaran a Marjoin y al Templo de la Luz.

La fanática religiosa que compartía el camarote con Yalson se llamaba Dorolow. Era más bien regordeta, de tez clara y cabellos rubios, y sus enormes orejas se curvaban hacia abajo hasta rozarle las mejillas. Hablaba con una voz muy aguda parecida a un graznido que, según ella, apenas si era audible, y le lloraban mucho los ojos. Sus movimientos eran tan nerviosos como los de un pájaro asustado.

El más viejo de la Compañía era Aviger, un hombrecillo curtido por los años y la vida al aire libre de piel morena y escasa cabellera. Aviger era capaz de ejecutar prodigios de flexibilidad con sus brazos y sus piernas, cosas como ponerse las manos detrás de la espalda y pasarlas por encima de su cabeza sin separar los dedos. Compartía un camarote con un hombre llamado Jandraligeli, un mondliciano alto y delgado de mediana edad que lucía las cicatrices rituales en la frente típicas de su mundo natal con orgullo y contemplaba con una mirada de inmutable desprecio a todos los que le rodeaban. El mondliciano ignoraba concienzudamente a Horza, pero Yalson le dijo que siempre hacía lo mismo con cada recluta nuevo. Jandraligeli pasaba mucho rato ocupándose de su traje, un modelo viejo pero bien cuidado, y haciendo que su rifle láser estuviera limpio y reluciente.

Gow y kee-Alsoforus eran las dos mujeres que apenas si se relacionaban con nadie y se suponía que cuando estaban solas dentro de su camarote «hacían cosas», lo cual parecía irritar considerablemente a los varones menos tolerantes de la Compañía…, es decir, a la mayoría de ellos. Las dos mujeres eran bastante jóvenes y apenas si hablaban el marain. Horza pensaba que quizá eso era lo que las mantenía tan aisladas, pero acabó descubriendo que las dos eran bastante tímidas. Eran de talla media y peso medio, y tenían la piel grisácea y rasgos muy pronunciados, con ojos que parecían lagos negros. Horza pensaba que quizá fuera una suerte que no mirasen nunca a la cara de los demás; con semejantes ojos una mirada suya podía resultar una experiencia de lo más inquietante.

Mipp era un hombretón gordo y sombrío con la piel negra como el azabache. Podía pilotar la nave manualmente cuando Kraiklyn no estaba a bordo y la Compañía necesitaba apoyo aéreo, o podía sentarse ante los controles de la lanzadera. Se suponía que también era bueno con el cañón de plasma o el rifle de proyectiles rápidos, pero tenía cierta propensión a las rabietas y solía acabar en un peligroso estado de embriaguez provocada por toda una variedad de líquidos ponzoñosos que obtenía de la autococina. Horza le oyó vomitar en una o dos ocasiones. Mipp compartía un camarote con otro borracho llamado Neisin que era bastante más sociable y se pasaba la vida cantando. Neisin tenía algo terrible que olvidar —o se había convencido a sí mismo de ello—, y aunque bebía de una forma más abundante y regular que Mipp, algunas de sus peores borracheras terminaban sumiéndole en el silencio y en terribles ataques de llanto. Neisin era bajito y flaco, y Horza se preguntaba dónde debía de guardar toda la bebida que consumía, y cómo era posible que aquella cabeza compacta de cráneo rasurado pudiera contener tal cantidad de lágrimas. Quizá hubiera sufrido alguna especie de corto circuito entre su garganta y sus conductos lagrimales…

Tzbalik Odraye era el genio informático de la nave. En teoría, entre él y Mipp podían anular la pauta de órdenes y fidelidades que Kraiklyn había programado en el ordenador no consciente de la Turbulencia en cielo despejado y largarse con la nave, por lo que nunca se les permitía estar juntos a bordo cuando Kraiklyn no se hallaba presente. De hecho, Odraye no estaba muy versado en ordenadores, cosa que Horza descubrió mediante un interrogatorio bastante serio al que se las arregló para dar la apariencia de una conversación casual. Aun así, Horza supuso que aquel hombre alto y ligeramente jorobado de rostro larguirucho y tez amarillenta sabía lo suficiente para vérselas con cualquier posible avería sufrida por el cerebro de la nave, el cual parecía haber sido diseñado más con vistas a la durabilidad que a las finezas filosóficas. Tzbalik Odraye compartía un camarote con Rava Gamdol, quien a juzgar por el vello y el color de la piel parecía nativo del mismo planeta que Yalson, aunque lo negaba. Yalson siempre se mostraba bastante vaga sobre el tema, y ninguno de los dos apreciaba mucho al otro. Rava también era un recluso; había cerrado el minúsculo espacio que había alrededor de su litera con paneles y tenía instaladas allí dentro unas cuantas luces y un ventilador. A veces se pasaba días enteros en su minicubículo, entrando en él con un recipiente lleno de agua y emergiendo con el mismo recipiente lleno de orina. Tzbalik Odraye hacía cuanto podía por ignorar a su compañero de camarote, y siempre negaba vigorosamente que se dedicase a soplar el humo de la pestilente hierba citreffesiana que fumaba por los agujeros de ventilación que aireaban el diminuto cubículo de Rava.