El último camarote era compartido por Lenipobra y Lamm. Lenipobra era el miembro más joven de la Compañía; un muchacho larguirucho y algo tartamudo con una asombrosa melena pelirroja. Tenía un tatuaje en la lengua del que estaba muy orgulloso, y aprovechaba cualquier ocasión para exhibirlo. El tatuaje representaba a una mujer humana y era tan tosco como grosero. Lenipobra era lo más parecido a un médico con que contaba la Turbulencia en cielo despejado, y rara vez se le veía sin un pequeño libro-pantalla que contenía uno de los textos sobre medicina panhumana más puestos al día. Lenipobra se lo enseñó con orgullo a Horza, incluyendo algunas de las páginas móviles, una de las cuales mostraba con gran abundancia de vividos colores las técnicas básicas para tratar quemaduras. Lenipobra parecía considerar que todo aquello era muy divertido. Horza hizo una anotación mental diciéndose que debía hacer todo lo posible para salir ileso del Templo de la Luz. Lenipobra tenía los brazos muy largos y flacos, y pasaba una cuarta parte de cada día estándar desplazándose sobre las manos y los pies, aunque Horza no logró descubrir si esto era algo natural en su especie o una mera afectación.
Lamm era más bien bajo, pero parecía sólido y tenía montones de músculos. Poseía dos pares de cejas y unos pequeños cuernos injertados que asomaban entre su no muy abundante pero negrísima cabellera sobre un rostro que, normalmente, intentaba mostrase una expresión lo más agresiva y amenazadora posible. Lamm hablaba más bien poco entre operación y operación, y cuando hablaba solía ser sobre batallas en las que había estado, gente a la que había matado, armas que había usado y ese tipo de cosas. Lamm se consideraba el segundo de a bordo, pese a que la política de Kraiklyn era tratar a todo el mundo igual. De vez en cuando Lamm les recordaba que no debían darle problemas. Iba bien armado y era mortífero, y su traje llevaba incorporado un artefacto nuclear que, según afirmaba, prefería detonar al ser capturado. La deducción que parecía esperar sacaran de esas afirmaciones era que si se cabreaba lo suficiente podía ser capaz de hacer estallar su fabulosa bomba nuclear en un mero acto de irritación.
—¿Por qué diablos me estás mirando de esa forma? —preguntó la voz de Lamm entre una tempestad de estática mientras Horza estaba sentado en la lanzadera temblando y agitándose dentro de aquel traje que le quedaba demasiado grande.
Horza se dio cuenta de que había estado mirando a Lamm, quien estaba sentado justo enfrente de él. Apretó el botón del micro de su cuello.
—Estaba pensando en otra cosa —dijo.
—No quiero que me mires.
—Todos tenemos que mirar a algún sitio, ¿no? —bromeó Horza, intentando calmar al hombre del traje negro y el casco con visor gris.
El traje negro hizo un gesto con la mano que no empuñaba el rifle láser.
—Bueno, pues no me jodas, ¿eh? Se acabó el mirarme.
Horza dejó que su mano se apartara del cuello. Meneó la cabeza dentro del casco de su traje. Le quedaba tan grande que el casco ni se movió. Clavó los ojos en la sección del fuselaje que había sobre la cabeza de Lamm.
Iban a atacar el Templo de la Luz. Kraiklyn estaba sentado ante los controles de la lanzadera dirigiéndola en un vuelo rasante sobre los bosques de Marjoin. Aún contaban con la protección de la noche, e iban hacia la línea del amanecer que empezaba a asomar sobre la compacta y humeante masa de verdor. El plan era que la Turbulencia en cielo despejado volvería a acercarse al planeta con el sol muy bajo detrás de ella, utilizando sus proyectores contra cualquier clase de equipo electrónico que pudiera haber en el templo mientras hacía tanto ruido y creaba tantos destellos como le fuera posible con sus láseres secundarios y unas cuantas bombas de fragmentación. La diversión absorbería cualquier capacidad defensiva de que pudiesen disponer los monjes, y la lanzadera se dirigiría en línea recta hacia el templo para desembarcar a la tripulación o, si había alguna reacción hostil, se posaría en el bosque al lado nocturno del templo y descargaría su pequeño contingente de soldados con traje espacial allí. Los miembros de la Compañía se dispersarían y, si les era posible, utilizarían sus antigravitatorios para volar hasta el templo o —como en el caso de Horza—, tendrían que arrastrarse, reptar, caminar o correr lo más rápido posible hasta llegar al grupo de torres achaparradas y edificios de poca altura con paredes curvas que formaban el Templo de la Luz.
Horza apenas si podía creer que fuesen a atacar sin haber efectuado ninguna clase de reconocimiento preliminar; pero cuando interrogó a Kraiklyn sobre ese punto durante la reunión previa al desembarco celebrada en el hangar éste insistió en que un reconocimiento podía acabar con el elemento sorpresa. Poseía mapas muy precisos del lugar y tenía un buen plan de batalla. Si todos se atenían al plan nada iría mal. Los monjes no eran unos completos imbéciles, y el planeta había sido Contactado, por lo que no cabía duda de que estaban enterados de la guerra que hacía estragos a su alrededor. Por lo tanto, y por si se daba el caso de que la secta hubiera contratado los servicios de algún equipo de observación, lo más prudente era no intentar ningún reconocimiento que pudiera delatar su presencia. Y, de todas formas, los templos nunca cambiaban demasiado, ¿verdad?
Horza y algunos de los demás no se dejaron impresionar mucho por aquella lectura de la situación, pero no podían hacer nada al respecto. Y aquí estaban ahora, sudando, nerviosos y siendo agitados como los ingredientes de un cóctel dentro de aquella lanzadera destartalada, avanzando por una atmósfera potencialmente hostil a velocidades hipersónicas. Horza lanzó un suspiro y volvió a comprobar su rifle.
El rifle era tan viejo y poco digno de confianza como la antigualla que llevaba por armadura; cuando lo usó a bordo de la nave con proyectiles de fogueo el mecanismo se atascó dos veces. Su propulsor magnético parecía funcionar razonablemente bien, pero a juzgar por la dispersión tendiendo a errática de los proyectiles el arma apenas si se podía apuntar con precisión. Los proyectiles eran bastante grandes —por lo menos tenían el calibre de un siete milímetros, y tres veces su longitud—, y el arma podía contener un máximo de cuarenta y ocho y dispararlos a una velocidad que no excedía los ocho por segundo. Por increíble que pareciera, aquellos proyectiles inmensos ni tan siquiera estaban rellenos de explosivos: no eran más que masas sólidas de metal. Y, para colmo, la mira no funcionaba; cada vez que se conectaba la pantallita quedaba invadida por una neblina rojiza. Horza suspiró.
—Nos encontramos a unos trescientos metros por encima de los árboles —dijo la voz de Kraiklyn desde la cubierta de vuelo de la lanzadera—, y vamos a una vez y media la velocidad del sonido. La Turbulencia en cielo despejado acaba de empezar a moverse. Otros dos minutos… Puedo ver el alba. Buena suerte a todos.
La voz chisporroteó en el casco de Horza y acabó extinguiéndose. Algunas de las figuras intercambiaron miradas. Horza volvió la cabeza hacia Yalson, quien estaba sentada al otro lado de la lanzadera a unos tres metros de distancia, pero tenía el visor en modalidad espejo. No había forma de saber si estaba mirándole o no. Sintió deseos de decirle algo, pero no quería molestarla usando el circuito abierto por si se daba el caso de que estuviera concentrándose y preparándose para lo que les esperaba. Dorolow estaba sentado junto a Yalson, con su mano enguantada trazando el signo del Círculo de Llamas encima del visor de su casco.