La túnica del monje era tan oscura como el musgo, y Horza no le vio hasta que aquel rostro de piel pálida se volvió hacia él acompañado por el arma.
Horza saltó hacia la pared que tenía a la izquierda y, al mismo tiempo, disparó su rifle desde la cadera. El arma del monje se alzó de golpe y dejó escapar un chorro de proyectiles que se estrellaron contra el techo mientras el monje se derrumbaba. Los disparos crearon miles de ecos en el oscuro vacío que había más allá del pequeño balcón. Horza se acuclilló junto a la pared apuntando el arma hacia la oscuridad con el monje caído a sólo unos dos metros de él. Alzó la cabeza, vio lo que quedaba de la cabeza del monje entre la penumbra y aflojó un poco la tensión de sus músculos. El monje estaba muerto. Horza se apartó de la pared y se arrodilló junto a la balaustrada del balcón. Ahora podía ver una gran sala iluminada por la tenue claridad de unos cuantos globos que asomaban de su techo. El balcón se encontraba en el centro de una de las paredes más largas y, por lo que podía ver, había una especie de altar o estrado a un extremo de la sala. La luz era tan tenue que no podía estar seguro, pero creyó ver siluetas que se movían por el suelo de la sala. Se preguntó si serían miembros de la Compañía e intentó recordar si había visto más puertas o pasillos mientras iba hacia el balcón; se suponía que debía estar allí abajo, en el suelo de esa gran sala… Maldijo su comunicador inservible, y acabó decidiendo que debería correr el riesgo de comunicarse a gritos con las siluetas de la sala.
Se inclinó hacia adelante. Los disparos del monje habían hecho caer algunos fragmentos de cristal del techo, y la rodillera de su traje los pulverizó. Antes de que pudiera abrir la boca para gritar oyó ruidos procedentes de abajo: una voz estridente que hablaba un lenguaje hecho de chasquidos y graznidos. Horza se quedó muy quieto y no dijo nada. Suponía que podía ser la voz de Dorolow, pero ¿qué razón había para que usara un idioma distinto al marain? La voz volvió a decir algo. Horza creyó oír otra voz distinta, pero un instante después hubo una breve erupción de láseres y fuego de proyectiles procedentes del extremo de la sala opuesto a aquel en que se encontraba el altar. Horza se agachó, y el silencio que siguió al tiroteo le permitió oír un crujido a su espalda.
Giró en redondo tensando el dedo sobre el gatillo, pero no había nadie contra quien disparar. Un objeto redondo que tendría el tamaño de un puño infantil se balanceó sobre la balaustrada y acabó cayendo encima del musgo a un metro de distancia. Horza le dio una patada y se lanzó sobre el cadáver del monje.
La granada estalló en el aire justo debajo del balcón.
Horza se levantó de un salto mientras los ecos seguían rebotando en el altar. Se lanzó hacia el umbral que había al otro extremo del balcón, alargó una mano y se agarró a la esquina mientras seguía moviéndose, haciendo que su cuerpo girara sobre sí mismo y dejándose caer de rodillas. Alargó el brazo y apartó los fláccidos dedos del cadáver para apoderarse de su arma justo cuando el balcón empezaba a desprenderse de la pared con un tintineo de cristales rotos. Horza se metió por el pasillo que había a su espalda. El balcón se desplomó en el vacío entre una nube de fragmentos que brillaban con un leve resplandor mate y se estrelló contra el suelo con un estruendo ensordecedor, llevándose consigo la oscura silueta del monje muerto acompañada por un último aleteo de su túnica.
Horza vio unas cuantas siluetas que se dispersaban en la oscuridad a sus pies y disparó hacia abajo con el arma que acababa de conseguir. Después se dio la vuelta y contempló el pasillo en el que se encontraba, preguntándose si habría alguna salida que llevara a la gran sala o, al menos, alguna forma de volver al exterior del templo. Echó un vistazo al arma que le había quitado al monje; parecía bastante mejor que la suya. Se agazapó y echó a correr alejándose del umbral mientras volvía la cabeza para vigilar la sala con su viejo rifle encima del hombro. El pasillo sumido en la penumbra se curvaba hacia la derecha. Horza fue irguiendo el cuerpo gradualmente a medida que se alejaba del umbral, y dejó de preocuparse por las granadas. Y justo entonces la sala se convirtió en un manicomio.
Lo primero que supo fue que estaba proyectando una sombra ante él y que su silueta bailaba y parpadeaba sobre la curvatura del pasillo. Después una cacofonía de ruidos y un tartamudeo de ondas expansivas le hizo tambalearse y agredió sus oídos. Bajó rápidamente el visor de su casco y volvió a agazaparse mientras se giraba hacia la sala y los destellos luminosos. Aun con el casco cerrado creyó oír gritos acompañados por disparos y explosiones. Volvió sobre sus pasos a la carrera y se agazapó allí donde había estado antes, pegándose al suelo para observar la sala.
En cuanto comprendió lo que estaba ocurriendo bajó la cabeza lo más deprisa posible y usó sus codos para retroceder. Quería correr, pero se quedó donde estaba, sacó el rifle del monje muerto por la esquina del umbral y disparó en la dirección donde creía estaba el altar, hasta que el arma se quedó sin proyectiles, manteniendo su casco lo más lejos posible del umbral con el visor bajado. Cuando el arma dejó de disparar la arrojó lo más lejos posible y usó su rifle hasta que se encasquilló. Después se arrastró un trecho por el suelo y corrió pasillo abajo alejándose del umbral que daba a la sala. Tenía la seguridad de que el resto de la Compañía estaría haciendo lo mismo que él…, los que pudieran, al menos.
Lo que había visto tendría que haber sido increíble, pero aunque lo contempló durante muy poco tiempo —apenas el suficiente para que sus retinas captaran una sola imagen casi inmóvil—, sabía muy bien qué estaba viendo y qué estaba ocurriendo. Mientras corría intentó dar con alguna razón que justificara qué diablos hacía un sistema antiláser en el Templo de la Luz. Cuando llegó a la intersección en forma de T del pasillo se detuvo.
Golpeó la esquina con la culata de su rifle; el metal se estrelló contra el musgo y Horza estuvo seguro de que se habría doblado, pero sintió que algo más cedía también. Usó la débil luminosidad de las células linterna incrustadas a cada lado del visor para contemplar lo que había debajo del musgo.
—Oh, Dios… —jadeó en voz baja.
Golpeó otra zona de la pared con el rifle y volvió a examinar su hallazgo. Recordaba el destello de lo que había creído era cristal bajo el musgo de las escaleras, cuando se golpeó el brazo, y aquellos fragmentos que se habían pulverizado bajo su rodilla en el balcón. Se apoyó en la blandura de la pared, sintiendo deseos de vomitar.
Nadie se había tomado la extraordinaria molestia de instalar un sistema antiláser que abarcara todo el templo, o ni tan siquiera una gran sala. Habría sido horriblemente caro y, de todas formas, un planeta nivel tres no necesitaba semejantes aparatos. No; lo más probable era que todo el interior del templo (recordaba la piedra caliza a la que había estado unida la puerta de entrada) hubiera sido construido con bloques de cristal, y eso era lo que había enterrado bajo todas aquellas cantidades de musgo. El impacto de un láser vaporizaba el musgo en una fracción de segundo dejando que las superficies interiores del cristal situado debajo reflejaran el resto de la emisión lumínica y cualquier disparo subsiguiente que diera en ese mismo punto. Volvió a contemplar el segundo sitio que había golpeado con la culata de su rifle, observó con atención la superficie transparente y lo que había más allá y vio las luces de su traje devolviéndole un tenue reflejo desde una frontera de espejos perdida en el interior del bloque de cristal. Se apartó de la pared y corrió por el ramal derecho del pasillo dejando atrás varias gruesas puertas de madera, bajó un tramo curvo de peldaños y emergió a la luz del día.