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Lo que había visto en la sala era el caos iluminado con láseres. Un mero vistazo que coincidió con varios destellos había grabado a fuego una imagen en sus ojos, una imagen que aún tenía la impresión de ver en parte… A un extremo de la sala, en el altar, había varios monjes agazapados disparando armas que emitían los destellos del fuego químico-explosivo; a su alrededor había explosiones oscuras de humo que indicaban la vaporización del musgo. Al otro extremo de la sala había varios miembros de la Compañía —de pie, tambaleándose o caídos en el suelo—; proyectando sombras gigantescas sobre la pared que tenían detrás. Estaban usando todo el armamento de que disponían. Los rifles creaban luces estroboscópicas en la pared del fondo, y los miembros de la Compañía estaban siendo alcanzados por sus propios disparos que rebotaban en las superficies internas de bloques cristalinos…, y ni tan siquiera se daban cuenta de contra qué apuntaban. A juzgar por la torpeza de sus posturas y por el hecho de que estaban disparando con el arma en una mano y el otro brazo extendido delante del cuerpo, un mínimo de dos ya se habían quedado ciegos.

Horza sabía demasiado bien que su traje y, especialmente, su visor, no podía detener un rayo láser, tanto si había salido de un arma de rayos X como de una que utilizaba longitudes de onda visibles. Lo único que podía hacer era esconder la cabeza y disparar todos los proyectiles de que disponía con la esperanza de liquidar a unos cuantos monjes o centinelas del templo. No haber sido alcanzado en el breve espacio de tiempo que había permanecido mirando hacia la sala ya indicaba una suerte más que considerable; ahora lo único que podía hacer era largarse de allí. Intentó gritar una advertencia por el micro de su traje, pero el comunicador no funcionaba; su voz resonó con un sonido hueco dentro del casco y el altavoz pegado a su oreja permaneció mudo.

Vio otra silueta sombría más adelante, una figura borrosa pegada a la pared con una aureola de luz diurna procedente de otro pasillo a su alrededor. Horza se arrojó de cabeza a un umbral. La silueta no se movió.

Examinó su rifle. Los golpes contra las paredes de cristal parecían haberlo desencasquillado. Una ráfaga hizo que la silueta cayera al suelo convertida en un fardo desmadejado. Horza emergió del umbral y fue hacia ella.

Era otro monje, con sus dedos muertos rodeando la culata de una pistola. Su pálido rostro era visible gracias a la luz que llegaba de otro pasadizo. La pared que había detrás del monje estaba salpicada con los círculos dejados por el musgo al quemarse; las límpidas superficies de cristal intacto eran claramente visibles bajo la capa de musgo. La túnica del monje —que empezaba a empaparse con el rojo de la sangre—, no sólo mostraba los agujeros provocados por los proyectiles de Horza, sino que también estaba repleta de quemaduras láser. Horza asomó la cabeza por la esquina y contempló la luz del exterior.

Un cuerpo recubierto por un traje yacía sobre el suelo musgoso enmarcado en un umbral de paredes inclinadas con el resplandor de la mañana detrás. El brazo extendido seguía empuñando la pistola de tal forma que el cañón de ésta apuntaba hacia Horza y el pasillo. Detrás del cuerpo había una puerta muy gruesa que colgaba en ángulo sostenida por una sola bisagra. «Es Gow», pensó Horza. Sus ojos volvieron a posarse en la puerta y tuvo la impresión de que había algo extraño en ella. La puerta y las paredes que llevaban a ella estaban cubiertas de quemaduras láser.

Fue por el pasillo hasta la silueta caída en el suelo y le dio la vuelta para poder ver su cara. Mientras la contemplaba sintió un leve mareo. Quien había muerto allí no era Gow sino su amiga, kee-Alsorofus. Su rostro agrietado y ennegrecido parecía observarle con los ojos secos al otro lado del visor de su casco, que seguía intacto y transparente. Horza se volvió hacia la puerta y el pasillo. Naturalmente… Estaba en otra parte del templo. La misma situación, pero en unos pasillos distintos y con una persona distinta…

El traje de la mujer tenía varios agujeros de unos cuantos centímetros de profundidad; el olor de la carne quemada se fue filtrando en el traje de Horza a través de los sellos y conexiones que le quedaban demasiado grandes, y le hizo sentir deseos de vomitar. Se puso en pie, cogió el láser de kee-Alsorofus, fue hacia la puerta que colgaba de una bisagra y salió a la explanada que reseguía el muro. Corrió por ella, dobló una esquina y tuvo que agacharse cuando un proyectil del Microobús cayó demasiado cerca de los muros del templo y provocó un diluvio de cristales y trozos de piedra caliza. Los cañones de plasma seguían disparando desde el bosque, pero Horza no pudo ver ninguna silueta volando por el cielo. Estaba intentando localizarlas cuando se dio cuenta de que tenía un traje al lado: estaba de pie en el ángulo del muro. Se detuvo, reconoció el traje de Gow y se quedó a unos tres metros de ella mientras le miraba. Gow levantó lentamente el visor de su casco. La piel de su rostro se había vuelto de un color entre el gris y el negro, y sus ojos parecidos a pozos no se apartaban del rifle láser que empuñaba. La expresión que había en su rostro hizo que el Cambiante deseara haber comprobado si el rifle seguía conectado. Horza bajó los ojos hacia su arma y los alzó hacia la mujer, que seguía contemplando su láser.

—Yo…

Quería explicarle lo ocurrido.

—Ella muerta, ¿no? —La voz de la mujer sonaba totalmente átona e inexpresiva. Pareció suspirar. Horza tragó aire y se dispuso a hablar, pero Gow se le adelantó con el mismo tono monocorde de antes—. Yo creí oír ella.

Y, de repente, alzó el arma. El cielo azul rosado del amanecer arrancó destellos al metal. Horza comprendió lo que iba a hacer y dio un paso hacia adelante, extendiendo un brazo aunque sabía que se encontraba demasiado lejos y ya era demasiado tarde para hacer nada.

—¡No! —tuvo tiempo de gritar, pero el cañón del arma ya estaba en la boca de la mujer.

Horza se agachó cerrando los ojos instintivamente, y una fracción de segundo después la parte trasera del casco de Gow se hizo añicos en un solo palpitar de luz invisible, proyectando una nube rojiza sobre la pared cubierta de musgo que había a su espalda.

Horza se acuclilló en el suelo con las manos alrededor del cañón del arma y los ojos clavados en la jungla distante. «Qué desastre —pensó—, qué jodido, horrible, estúpido y obsceno desastre…» No había estado pensando en lo que Gow acababa de hacerse a sí misma, pero sus ojos fueron hacia la mancha roja que cubría la curva de la pared y el cuerpo de Gow, y su mente volvió a repetir aquellas palabras.

* * *

Se disponía a bajar por el muro exterior del templo cuando algo se movió en el aire por encima de su cabeza. Se dio la vuelta y vio a Yalson posándose sobre la explanada interior. Yalson echó un vistazo al cuerpo de Gow y los dos intercambiaron lo que sabían sobre la situación —lo que ella había oído por el canal colectivo de su comunicador y lo que Horza había visto en la gran sala—, y decidieron no moverse de allí hasta ver salir a algún otro o hasta perder toda esperanza de que hubiera más supervivientes. Según Yalson, los únicos muertos seguros en el tiroteo de la gran sala eran Rava Gamdol y Tzbalik Odraye, pero los tres Bratsilakin también estaban allí, y nadie había tenido noticias de ellos después de que cesara el griterío y las comunicaciones del canal colectivo hubieran vuelto a ser inteligibles.

Kraiklyn estaba vivo y no había sufrido ningún daño, pero parecía haberse esfumado; Dorolow también estaba perdida —su llanto era audible por el comunicador, y quizá estuviera ciega—; y Lenipobra, haciendo caso omiso de todos los consejos y desobedeciendo las órdenes de Kraiklyn, había entrado en el templo por una puerta de un tejado y se dirigía hacia abajo en un intento de rescatar a los supervivientes con que pudiera encontrarse. Lenipobra había asegurado que sólo utilizaría la pistola de proyectiles que llevaba encima.