Fal dio la vuelta y caminó sobre las grandes losas de la terraza del albergue moviéndose con un envaramiento nada propio de su juventud. El entramado de listones que había encima de su cabeza estaba cubierto de flores blancas y rojas, y proyectaba una pauta regular de sombras sobre la terraza. Fal caminó a través de la luz y la penumbra, con su cabellera volviéndose alternativamente oscura y dorada a medida que cada paso vacilante la llevaba desde la sombra hasta la claridad del sol.
La masa metálica de la unidad llamada Jase apareció al otro extremo de la terraza emergiendo del albergue. Fal sonrió al verla y tomó asiento sobre un banco de piedra que asomaba del múrete usado como separación entre la terraza y el paisaje. Estaban a bastante altura, pero hacía un día cálido y con mucho viento. Fal se limpió unas gotas de sudor de la frente mientras la vieja unidad flotaba sobre la terraza aproximándose a ella. Los haces oblicuos del sol pasaban sobre su cuerpo moviéndose siempre al mismo ritmo. La unidad se posó sobre las piedras que había junto al banco, y el gran disco en que terminaba su cuerpo metálico quedó al mismo nivel que la coronilla de la cabeza de la joven.
—Hace un día precioso, ¿verdad, Jase? —exclamó Fal volviéndose hacia las montañas.
—Sí —dijo Jase.
La unidad poseía una voz desusadamente grave y capaz de muchos matices, y siempre procuraba sacarle el máximo provecho posible. Desde hacía cuatro mil años o más las unidades conscientes de la Cultura poseían campos aurales cuyo color cambiaba según su estado anímico en un equivalente de la expresión facial o el lenguaje corporal, pero Jase era viejo y había sido construido cuando los campos aurales eran algo inconcebible, y se había negado a dejar que le hicieran las alteraciones necesarias para poder usarlos. Prefería confiar en su voz para expresar lo que sentía o ser inescrutable.
—Maldición… —Fal meneó la cabeza sin apartar los ojos de la nieve que brillaba en la lejanía—. Ojalá estuviera allí arriba haciendo alpinismo.
Chasqueó la lengua y bajó la vista hacia su pierna derecha, extendida rígidamente ante ella. Se había roto la pierna ocho días antes mientras escalaba las montañas que se alzaban al otro extremo de la llanura. El miembro fracturado estaba entablillado por el fino encaje de un campo de fuerza oculto bajo la elegante pernera de un pantalón muy ceñido.
Fal pensaba que Jase debería haber aprovechado sus palabras como excusa para volver a sermonearla sobre los peligros del alpinismo y recordarle que la única escalada prudente era la que se practicaba con un arnés de flotación puesto, con un robot de rescate cerca o, por lo menos, con algún acompañante humano, pero la vieja máquina no dijo nada. Fal la contempló. Su rostro bronceado brillaba bajo la luz del sol.
—Bueno, Jase, ¿tienes algo para mí? ¿Trabajo?
—Me temo que sí.
Fal se instaló lo más cómodamente posible sobre el banco de piedra y cruzó los brazos. Jase emitió un pequeño campo de fuerza para sostener la pierna, aun sabiendo que los campos del entablillado se encargaban de absorber toda la tensión exigida por aquella postura.
—Escúpelo —dijo Fal.
—Quizá recuerdes una entrada de la sinopsis diaria de hace dieciocho días que hacía referencia a una de nuestras naves espaciales. La nave fue construida por una fábrica de navíos en el volumen de espacio Interior del Golfo Sombrío; la fábrica tuvo que autodestruirse y, posteriormente, la nave tuvo que hacer lo mismo.
—Lo recuerdo —dijo Fal, quien olvidaba muy pocas cosas de lo que fuera, y que nunca olvidaba nada de una sinopsis diaria—. La nave fue una especie de trabajo improvisado. La fábrica estaba intentando conseguir que una Mente categoría VGS pudiera salir de allí.
—Bien —dijo Jase con un cierto tono de cansancio—, tenemos un pequeño problema con eso.
Fal sonrió.
No cabía duda de que la Cultura confiaba plenamente en sus máquinas tanto para la estrategia como para las tácticas de la guerra en que se hallaba comprometida. De hecho, podía afirmarse que la Cultura era sus máquinas, y que éstas la representaban a un nivel más fundamental que cualquier ser humano o grupo de humanos integrados en su sociedad. Las Mentes que estaban siendo producidas por las fábricas Orbitales situados en zonas seguras y VGS de mayor tamaño se contaban entre algunos de los conjuntos de materia más sofisticados existentes dentro de la galaxia. Eran tan inteligentes que ningún ser humano podía comprender hasta dónde llegaba su inteligencia (y las mismas máquinas eran incapaces de explicar y describir dicha inteligencia a una forma de vida tan limitada como la humana).
Mucho antes de que la guerra con los idiranos hubiera sido prevista la Cultura ya había preferido la máquina al cerebro humano, y había depositado su confianza en toda la gama de inteligencias mecánicas, desde aquellos colosos mentales y las máquinas más corrientes que seguían estando dotadas de conciencia hasta los ordenadores inteligentes pero, en última instancia, mecánicos y predecibles, y el más diminuto de los circuitos incorporados a un microproyectil que apenas si era más inteligente que una mosca. La razón de tal comportamiento era que la Cultura se veía a sí misma como una sociedad racional y autoconsciente; y las máquinas, incluso las máquinas inteligentes, eran más capaces de alcanzar ese estadio tan deseado y, al mismo tiempo, más eficientes a la hora de utilizarlo en cuanto se hubiese logrado. La Cultura se conformaba con eso.
Además, eso permitía que los humanos de la Cultura quedaran libres para ocuparse de las cosas que realmente importaban en la vida, como el deporte, los juegos, el amor, el estudiar lenguas muertas, sociedades bárbaras y problemas imposibles, y escalar montañas de gran altura sin la ayuda de un arnés de seguridad.
Una lectura hostil de semejante situación podía llevar a la conclusión de que el descubrimiento hecho por las Mentes de la Cultura de que algunos humanos eran capaces de igualar y, ocasionalmente, superar su capacidad de juzgar con precisión y sin errores un conjunto de hechos determinados haría que las máquinas sufrieran un ataque de indignación y les estallaran los circuitos, pero no había sido así. El hecho de que un conjunto de facultades mentales tan caótico y diminuto fuese capaz de emplear algún extraño truco de magia neurónica para producir una respuesta a un problema tan buena como la obtenida por las Mentes era algo que las fascinaba. Había una explicación, naturalmente, y quizá tuviera algo que ver con las pautas de causa y efecto que incluso el poder cuasidivino de las Mentes tenía muchas dificultades para desentrañar; también tenía mucho que ver con el puro y simple peso de los números.
La Cultura contaba con más de dieciocho trillones de personas, y prácticamente cada una de ellas estaba bien alimentada, había gozado de una excelente educación y contaba con una mente despierta y vivaz, y sólo treinta o cuarenta de ellas habían dado muestras de poseer la inusual habilidad de predecir y emitir juicios que estuvieran a la altura de los emitidos por una Mente bien informada (de las cuales ya existían muchos centenares de millares). No era imposible que fuese un puro caso de suerte; si se arrojan dieciocho trillones de monedas al aire durante cierto tiempo algunas de ellas tienen que caer del mismo lado durante mucho, mucho tiempo.
Fal 'Ngeestra era una Referenciadora de la Cultura, una de esas treinta o quizá cuarenta personas de entre sus dieciocho trillones de habitantes que podían darte una idea intuitiva de lo que iba a ocurrir, o explicarte por qué creían que algo que ya había ocurrido ocurrió de una forma determinada, acertando prácticamente siempre. Fal recibía un chorro continuo de ideas y problemas, y era utilizada y observada al mismo tiempo. Nada de cuanto decía o hacía escapaba a los archivos; nada de cuanto experimentaba era pasado por alto. Aun así, Fal insistía en que cuando estaba practicando el alpinismo sola o con amigos debía estar abandonada a sus propios recursos y hallarse libre de toda observación por parte de la Cultura. Durante aquellas excursiones Fal siempre llevaba consigo una terminal de bolsillo para registrarlo todo, pero no disponía de una conexión en tiempo real con ninguna parte de la red de Mentes de la Meseta en la que vivía.