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—Tú me has traído aquí, Balveda —dijo el prisionero en voz baja.

—Sí, y es aquí donde debes estar —dijo Amahain-Frolk, avanzando por la pasarela todo cuanto pudo sin perder el equilibrio y verse obligado a pisar las húmedas losas del suelo—. Yo quería torturarte antes, pero la señorita Balveda aquí presente… —el ministro volvió la cabeza hacia la mujer y su voz aguda y estridente creó ecos en la celda—, intercedió por ti, aunque sólo Dios sabe qué razones puede tener para ello. Pero no cabe duda de que éste es el sitio donde debes estar, asesino.

Alzó el báculo y lo blandió ante el hombre casi desnudo que colgaba de la sucia pared de la celda.

Balveda se contempló los pies, apenas visibles bajo el extremo de la larga túnica gris que cubría su cuerpo. La luz del pasillo se reflejaba en el pendiente circular suspendido de una cadena que llevaba alrededor del cuello y lo hacía brillar. Amahain-Frolk retrocedió hasta quedar detrás de ella, alzó el báculo luminoso y contempló al prisionero con los ojos entrecerrados.

—¿Sabes una cosa? Incluso ahora… Casi podría jurar que es Egratin quien está colgado de la pared. Apenas… —Meneó su flaca y huesuda cabeza—. Apenas si puedo creer que no es él. Al menos, no hasta que abre la boca… ¡Dios mío, estos Cambiantes son unas criaturas peligrosas y aterradoras!

Se volvió hacia Balveda. La agente se pasó la mano por la nuca alisándose el cabello y bajó los ojos hacia el anciano.

—También son un pueblo antiguo y orgulloso, Ministro, y quedan muy pocos de ellos. ¿Puedo pedirle un poco más de tiempo? Por favor… Déjele vivir. Quizá…

El Gerontócrata alzó una mano flaca y nudosa ante ella y su rostro se retorció en una mueca.

—¡No! Señorita Balveda, haría bien olvidándose de todo el asunto. No siga pidiendo clemencia para este…, este asesino, este espía cobarde y traicionero. ¿Acaso cree que podemos tomarnos a la ligera el que asesinara a uno de nuestros ministros de Ultramundo y adoptara su personalidad? ¿Qué daños podría haber causado esta.., esta criatura? ¡Vaya, pero si cuando la arrestamos dos de nuestros guardias murieron a causa de unos meros arañazos! ¡Y otro ha quedado ciego de por vida después de que este monstruo le escupiera en los ojos! Bien, no importa… —Amahain-Frolk contempló al hombre encadenado a la pared y sonrió despectivamente—. Ya le hemos dejado sin dientes para herir, y tiene las manos encadenadas para que no pueda arañarse. —Se volvió nuevamente hacia Balveda—. ¿Dice que ya quedan muy pocos de ellos? Pues yo digo que es una suerte, y digo que pronto habrá uno menos. —El anciano entrecerró los ojos y contempló a la mujer—. Le agradecemos que nos revelara la auténtica identidad de este suplantador y asesino, pero no crea que eso le otorga el derecho a decirnos lo que debemos hacer. Algunos Gerontócratas no quieren tener ni la más mínima relación con ninguna influencia exterior, y sus voces se hacen más fuertes a medida que la guerra se aproxima a nosotros. No creo que le convenga indisponerse con aquellos que apoyamos su causa.

Balveda frunció los labios, volvió a clavar los ojos en sus pies y cruzó sus delgadas manos a su espalda. Amahain-Frolk se había encarado con el hombre que colgaba de la pared y estaba agitando su báculo ante él mientras hablaba.

—¡Pronto habrás muerto, impostor, y los planes de tus amos para dominar nuestro pacífico sistema morirán contigo! El mismo destino aguarda a cualquiera que pretenda invadirnos. Nosotros y la Cultura somos…

El prisionero meneó la cabeza todo cuanto pudo y le interrumpió con un rugido.

—¡Frolk, eres un idiota! —El anciano se encogió sobre sí mismo como si hubiera recibido un golpe físico. El Cambiante siguió hablando—. ¿No te das cuenta de que acabaréis siendo conquistados? Probablemente serán los idiranos, pero si no son ellos será la Cultura. Ya no controláis vuestros destinos; la guerra ha puesto fin a todo eso. Este sector no tardará en ser una parte más del frente…, a menos que lo convirtáis en una parte de la esfera idirana. Me enviaron para deciros aquello que ya deberíais saber, no para que os engañara y os hiciera cometer actos que luego lamentaríais. Por el amor de Dios, viejo, los idiranos no se os comerán crudos…

—¡Ja! ¡Pues por su aspecto nadie lo diría! Monstruos con tres pies; invasores, asesinos, infieles… ¿Y quieres que nos unamos a ellos? ¿Quieres que nos aliemos con monstruos que miden tres zancadas de alto? ¿Quieres que nos arrastremos bajo sus pezuñas y que adoremos a esos falsos dioses suyos?

—Al menos ellos tienen un Dios, Frolk. La Cultura ni tan siquiera tiene eso. —El esfuerzo de concentración que le exigía el hablar estaba haciendo que volviera a notar el dolor de sus brazos. Cambió de posición todo cuanto pudo y volvió a bajar los ojos hacia el ministro—. Al menos ellos piensan igual que vosotros. La Cultura no.

—Oh, no, amigo mío, oh, no. —Amahain-Frolk alzó una mano y meneó la cabeza—. No creas que te será tan fácil sembrar las semillas de la discordia.

—Dios mío… Viejo estúpido. —El prisionero se rió—. ¿Quieres saber quién es el auténtico representante de la Cultura en este planeta? No es ella. —Señaló a la mujer con la cabeza—. Es la rebañadera automática de carne que la sigue a todas partes, ese proyectil cuchillo suyo… Puede que ella tome las decisiones y el proyectil quizá haga lo que ella le dice, pero esa cosa es el auténtico emisario. Eso es lo único que interesa a la Cultura: las máquinas. Crees que el que Balveda tenga dos piernas y la piel suave hace que debáis poneros de su lado, pero en esta guerra sólo hay un bando que esté de parte de la vida, y es el de los idiranos y sus aliados…

—Bueno, pronto habrás muerto y podrás dejar de preocuparte por qué bando defiende la causa de la vida. —El Gerontócrata lanzó un bufido y miró a Balveda, quien estaba contemplando al hombre encadenado a la pared con el ceño fruncido—. Salgamos de aquí, señorita Balveda —dijo Amahain-Frolk, dándose la vuelta y cogiendo a la mujer por el brazo para guiarla hacia el pasillo—. La presencia de esta…, esta cosa me resulta todavía más pestilente que la celda.

Y entonces Balveda alzó los ojos hacia él ignorando al diminuto ministro que intentaba llevarla hacia la puerta. Clavó los ojos en el prisionero como si intentara atravesarle con la límpida negrura de sus ojos y extendió los brazos a los costados.

—Lo lamento —le dijo.

—Lo creas o no, yo también lo lamento —replicó él asintiendo con la cabeza—. Pero prométeme una cosa, Balveda. Prométeme que esta noche comerás y beberás poco… Me gustaría pensar que allí arriba hay una persona que está de mi parte y que esa persona quizá sea mi peor enemigo.

Había tenido la intención de que sus palabras sonaran como un desafío irónico, pero cuando las pronunció se dio cuenta de que en ellas no había nada salvo amargura. Apartó los ojos del rostro de la mujer.

—Lo prometo —dijo Balveda.

Se dejó llevar hasta la puerta y la pálida luz azulada se fue alejando del húmedo recinto de la celda, haciéndose cada vez más débil. Balveda se detuvo en el umbral. El prisionero podía verla si estiraba el cuello al máximo. Se dio cuenta de que el proyectil cuchillo también estaba allí: probablemente había estado todo el tiempo dentro de la celda, pero no había visto su reluciente y esbelto cuerpo flotando en la oscuridad. El proyectil cuchillo se movió y el prisionero clavó la mirada en los oscuros ojos de Balveda.

Durante un segundo pensó que Balveda le había dado instrucciones de que le matase deprisa y en silencio mientras su cuerpo se interponía entre él y Amahain-Frolk, y su corazón latió con más fuerza. Pero la máquina diminuta se limitó a pasar junto al rostro de Balveda y desapareció en el pasillo. Balveda alzó una mano en un gesto de adiós.

—Adiós, Bora Horza Gobuchul —dijo.

Se dio la vuelta rápidamente, bajó de la pasarela y salió de la celda. El centinela tiró de la pasarela hasta hacerla desaparecer y la puerta se cerró acompañada por el roce de las pestañas de goma sobre las losas mugrientas. Los sellos internos entraron en funcionamiento con un siseo haciendo que la puerta se convirtiera en un panel hermético que no dejaría escapar ni una sola gota de líquido. El prisionero se quedó inmóvil y contempló el suelo invisible durante un momento antes de volver al trance que Cambiaría sus muñecas, adelgazándolas lo suficiente para que pudiese escapar. Pero algo oculto en la extraña solemnidad con que Balveda pronunció su nombre, como si lo articulara por última vez, había hecho que un inmenso peso invisible le aplastara las entrañas y, en el caso de que no lo hubiera sabido antes, entonces supo que no habría escapatoria.