Выбрать главу

—Y te preocupa que el Cambiante pueda encontrar a esa preciosa Mente y entregársela a los idiranos.

—Podría ocurrir.

—Suponiendo que ocurriera, Jase… —dijo Fal entrecerrando los ojos e inclinándose hacia la máquina—. ¿Qué más da? ¿Crees que eso cambiaría mucho la situación? ¿Qué ocurriría si los idiranos pudieran echarle mano a esa joven Mente que, y eso lo admito, parece tener tantos recursos?

—Dando por supuesto que vamos a ganar la guerra… —dijo Jase con voz pensativa—. Podría hacer que el proceso durase un puñado de meses más.

—¿Y cuántos meses se supone que alargaría eso el proceso? —preguntó Fal.

—Supongo que entre tres y siete. Depende de a qué especie pertenezca la mano que utilices.

Fal sonrió.

—Y el problema es que la Mente no puede destruirse sin hacer que el Planeta de los Muertos acabe todavía más muerto de lo que ya está… De hecho, si se destruye el planeta quedará convertido en un cinturón de asteroides.

—Exactamente.

—Por lo tanto, es posible que ese diablillo haya cometido un grave error salvándose de la quema. Quizá debería haberse hundido con su nave.

—Eso se llama instinto de supervivencia. —Jase hizo una pausa mientras Fal asentía y siguió hablando—. Está programado en la inmensa mayoría de seres vivos. —Su campo de fuerza acarició la pierna fracturada de la joven en una exhibición más bien melodramática—. Aunque, naturalmente, siempre hay excepciones…

—Sí —dijo Fal, obsequiándole con una mueca que esperaba resultase lo más parecida posible a una sonrisa condescendiente—. Muy gracioso, Jase.

—Captas el problema, ¿verdad?

—Capto el problema —dijo Fal—. Naturalmente, podríamos abrirnos paso hasta el planeta por la fuerza y, si es necesario, podríamos volarlo en pedacitos, y al infierno con los Dra'Azon.

Sonrió.

—Sí —admitió Jase—, y eso nos enemistaría con un poder cuya nebulosa y desconocida magnitud es exactamente igual a la extensión de su inmensidad, lo que pondría en peligro todo el desenlace de la guerra. También podríamos rendirnos a los idiranos, pero dudo mucho de que optemos por esa solución.

—Bueno, ya que estamos tomando en consideración todas las opciones posibles…

Fal se rió.

—Oh, sí.

—De acuerdo, Jase, si eso es todo… Deja que piense en el problema durante un tiempo —dijo Fal 'Ngeestra, irguiéndose en el banco y estirándose con un bostezo—. Parece interesante. —Meneó la cabeza—. Pero se trata de un problema cuya solución está en manos de los dioses, ¿no te parece? Tenme informada de todo lo que te parezca relevante o relacionado con el problema… Cualquier cosa, sea lo que sea. Me gustaría concentrarme en esta faceta de la guerra durante un tiempo; y quiero toda la información de que dispongamos sobre el Golfo Sombrío… Al menos, toda la que yo pueda absorber. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Jase.

—Hmmm —murmuró Fal, asintiendo distraídamente con los ojos clavados en la nada—. Sí… Todo lo que tenemos sobre esa área… Me refiero al volumen…

Movió la mano en un lento círculo, y en su imaginación el gesto abarcó un cubo cuya arista medía varios millones de años luz.

—Muy bien —dijo Jase.

Se alejó lentamente de la mirada de la chica. Flotó sobre la terraza moviéndose entre los haces de sol y sombra, desplazándose por debajo de las flores hacia el albergue.

La chica se quedó sola en el banco, meciéndose hacia adelante y hacia atrás mientras canturreaba en voz baja, las manos bajo el mentón y los codos encima de las rodillas, con una articulación doblada y la otra recta.

«Aquí estamos —pensó—, matando a los inmortales, faltando muy poco para que nos metamos en los asuntos de algo que casi todas las personas llamarían un dios, y aquí estoy yo, a ochenta mil años luz de distancia, metro más o menos, y se supone que he de pensar cómo salimos de esta ridícula situación. Vaya broma… Maldición. Ojalá me dejaran trabajar como Referenciadora de Campo, allí donde está la acción. Pero no, tengo que estar lejos de todo, tan lejos que hacen falta más de dos años luz sólo para llegar hasta allí. Oh, bueno, qué se le va a hacer…»

Desplazó su peso sobre el banco y se sentó de lado para que su pierna rota descansara sobre la superficie de piedra. Después volvió la cabeza hacia las montañas que brillaban al otro extremo de la llanura. Apoyó el codo en el parapeto de piedra y se sostuvo la cabeza con la mano mientras sus ojos absorbían el panorama.

Se preguntó si realmente harían honor a su promesa de no mantenerla bajo observación cuando practicaba el alpinismo. Fal les creía perfectamente capaces de tener una miniunidad, un microproyectil o algo parecido cerca de ella por si se daba el caso de que le ocurría algo, y una vez ocurrido ese algo —después del accidente, después de que se hubiera caído—, dejarla tirada en la nieve, asustada, sufriendo las punzadas del frío y el dolor sólo para convencerla de que no la vigilaban y para ver qué efecto tenía aquella experiencia sobre ella. Siempre que no corriera ningún auténtico peligro mortal, claro… Después de todo, sabía cómo funcionaban sus Mentes. Si ella estuviese al mando, era justo el tipo de plan que podría haberle pasado por la cabeza.

«Quizá debería limitarme a hacer las maletas y largarme de aquí. Dejarles solos para que se metan su guerra donde les quepa… El problema es que… Todo esto me gusta tanto…»

Contempló una de sus manos, la piel de un marrón dorado bajo el rayo de sol. La abrió y la cerró observando atentamente los dedos. «De tres… a siete…» Pensó en una mano idirana. «Depende…»

Sus ojos recorrieron la llanura surcada de sombras hasta posarse en las montañas y suspiró.

5. Megabarco

Vavatch flotaba en el espacio como el brazalete de un dios. El aro de catorce millones de kilómetros relucía y centelleaba con destellos azul y oro, recortando su silueta contra el telón de fondo negro azabache que se desplegaba detrás de él. La Turbulencia en cielo despejado emergió del hiperespacio con el Orbital delante de la proa, y casi toda la tripulación se congregó ante la pantalla del comedor para observar cómo su objetivo se iba aproximando. El océano color aguamarina que cubría casi toda la superficie del material de base ultradenso utilizado en la construcción del artefacto estaba salpicado de nubéculas blancas que se agrupaban según los caprichos del clima para formar inmensos sistemas tormentosos o vastas cordilleras algodonosas. Algunas de ellas parecían extenderse a lo largo de los treinta y cinco mil kilómetros de anchura del Orbital que giraba lentamente sobre sí mismo.

La única tierra visible se encontraba a un extremo de la banda de agua que recubría el aro, trepando por la curvatura de un muro de contención hecho de cristal puro. Desde la distancia a la que la observaban, aquella rebanada de tierra parecía un minúsculo hilo marrón colocado junto a un inmenso radio del más vivido azul, pero ese hilo medía casi dos mil kilómetros de diámetro. Vavatch tenía tierra más que suficiente.

Pero los Megabarcos eran su mayor atractivo, y siempre lo habían sido.

* * *

—¿A qué iglesia perteneces? —preguntó Dorolow volviéndose hacia Horza—. Tendrás alguna religión, ¿no?

—Sí —replicó Horza sin apartar los ojos de la pantalla que ocupaba casi toda la pared al final de la mesa del comedor—. Creo en mi supervivencia.

—Entonces… Tu religión muere contigo. Qué pena —dijo Dorolow, apartando los ojos de Horza y posándolos en la pantalla.

El Cambiante prefirió no replicar.

La conversación había empezado cuando Dorolow, impresionada por la belleza del gran Orbital, expresó la creencia de que pese a haber sido construido por criaturas tan viles como los seres humanos ofrecía un testimonio triunfante del poder de Dios, ya que Dios había creado al Hombre y a todas las criaturas dotadas de alma. Horza no estaba de acuerdo con Dorolow, y el que aquella mujer pudiera utilizar una demostración tan obvia del poder de la inteligencia y el trabajo como un argumento con el que apoyar su sistema de creencias irracionales le había hecho sentir una irritación tan sincera como inesperada.