—Bueno, al menos tenemos luz de día —dijo Yalson—. Esperemos que las informaciones de nuestro capitán sobre el paradero de ese barco maravilloso resulten ser exactas.
La pantalla mostraba nubes. La lanzadera siguió bajando y se aproximó a un paisaje falso compuesto por vapor de agua. Las nubes parecían perderse en el infinito siguiendo la curva interior del Orbital —que seguía dando la impresión de ser achatado incluso desde esa altura—, hasta acabar desvaneciéndose en la negrura del cielo. Si querían ver la extensión azulada del auténtico océano tenían que mirar mucho más allá, aunque había atisbos de agua bastante cerca.
—No os preocupéis por las nubes —dijo Kraiklyn por el altavoz del compartimento—. Cambiarán de posición a medida que vaya transcurriendo la mañana.
La lanzadera seguía bajando y avanzando por entre la atmósfera que se iba espesando gradualmente. Pasado un rato empezaron a atravesar las primeras nubes de gran altitud. Horza se removió ligeramente dentro de su traje. En cuanto la nave igualó su velocidad y trayectoria con las del gran Orbital desconectó su equipo antigravitatorio, y tanto la nave como la Compañía habían quedado sometidos a la gravedad falsa creada por el giro del artefacto. De hecho, la gravedad que soportaban era ligeramente superior, pues ser encontraban en una posición estacionaria con respecto a la base pero estaban lejos de ella. Los constructores originales de Vavatch procedían de un planeta de gravedad bastante elevada, y el giro del Orbital estaba concebido para producir un veinte por ciento de «gravedad» más que el promedio humano aceptado según el que funcionaban los generadores de la Turbulencia en cielo despejado. Eso hacía que Horza y el resto de la Compañía se sintieran más pesados que de costumbre. Su traje ya estaba empezando a irritarle la piel.
Las nubes llenaron la pantalla del compartimento con una masa de tonos grises.
—¡Ahí está! —gritó Kraiklyn.
No intentó ocultar la emoción que invadía su voz. Llevaba casi un cuarto de hora en silencio, y todo el mundo había empezado a ponerse algo nervioso. La lanzadera había cambiado de dirección unas cuantas veces, aparentemente buscando al Olmedreca. A veces la pantalla había estado despejada mostrando las capas de nubes que tenían debajo; en otros momentos había vuelto a ser invadida por una neblina grisácea indicadora de que estaban entrando en otra columna o cordillera de vapor. En una ocasión se había vuelto totalmente blanca.
—Puedo ver las torres superiores.
Los miembros de la Compañía se levantaron de sus asientos y se acercaron a la pantalla, apelotonándose en un extremo del compartimento. Los únicos que siguieron en sus sitios fueron Lamm y Jandraligeli.
—Ya iba siendo hora, joder —dijo Lamm—. ¿Cómo infiernos es posible que haga falta pasarse tanto rato buscando algo que mide cuatro kilómetros de longitud?
—Oh, es fácil cuando no tienes radar —dijo Jandraligeli—. Por mi parte, doy gracias de que no chocáramos con esa maldita cosa cuando volábamos a través de aquellas malditas nubes.
—Mierda —dijo Lamm, y volvió a inspeccionar su rifle.
—Fijaos en eso —dijo Neisin.
El Olmedreca avanzaba por una tierra baldía de nubes, una especie de inmenso cañón que hendía un planeta hecho de vapor, cruzando kilómetros de niveles distintos en un espacio tan largo y ancho que pese a la limpidez de la atmósfera enmarcada por las montañas de nubes el paisaje se limitaba a irse desvaneciendo gradualmente en vez de terminar.
Los niveles inferiores de la superestructura eran invisibles —el banco de neblina tan grande como un océano que envolvía la nave los escondía—, pero de aquellas cubiertas invisibles brotaban inmensas torres y estructuras de cristal y metales ligeros que se adentraban centenares de metros en el aire. Se movían con una tranquila lentitud sobre la superficie del banco de nubes como piezas en un interminable tablero de juegos dando la impresión de que no había nada que las uniera, y proyectaban tenues sombras que parecían estar hechas de agua sobre la parte superior opaca de la niebla mientras el sol del sistema de Vavatch se abría paso por entre las capas de nubes que había diez kilómetros más arriba.
Aquellas torres inmensas avanzaban a través del aire dejando detrás de ellas hilachas y hebras de vapor arrancadas a la lisa superficie de la neblina por el desplazamiento del inmenso barco que había debajo. Los pequeños espacios despejados que las torres y los últimos niveles de la superestructura iban creando en la neblina permitían algún atisbo fugaz de los niveles inferiores: pasarelas y avenidas, los arcos de un monorraíl, lagunas y pequeños parques con árboles y hasta algunas piezas de equipo auxiliar, como aerodeslizadores de pequeño tamaño y algún que otro mueble minúsculo que se diría hecho para una casa de muñecas. El ojo y el cerebro abarcaban la escena desde esa altura y podían distinguir el abultamiento en la superficie de la nube creado por el barco, un área de vapores de cuatro kilómetros de longitud y casi tres de ancho que destacaban ligeramente del resto y tenían la forma de una hoja o una punta de flecha.
La lanzadera bajó un poco más. Las torres oscuras y silenciosas desfilaban acompañadas por su cortejo de ventanas relucientes, puentes colgantes, pistas para aerodeslizadores, barandillas, cubiertas y toldos agitados por el viento.
—Bueno —dijo la voz de Kraiklyn en el tono que usaba para hablar de negocios—, parece que nos espera un pequeño paseo, equipo. Hay demasiados obstáculos para posarnos en la proa con la lanzadera. De todas formas, estamos a cientos de kilómetros del Muro, así que tenemos tiempo más que suficiente. Además, el barco no se está dirigiendo en línea recta hacia el Muro… Intentaré acercarme todo lo posible.
—Joder. Allá vamos —dijo Lamm con irritación—. Tendría que habérmelo imaginado.
—Justo lo que necesito, una buena caminata con esta gravedad —dijo Jandraligeli.
—¡Es inmenso! —Lenipobra seguía con los ojos clavados en la pantalla—. ¡Esa cosa es enorme!
Estaba meneando la cabeza. Lamm se levantó de su asiento, apartó al joven de un empujón y llamó con los nudillos a la puerta de la cubierta de vuelo de la lanzadera.
—¿Qué pasa? —preguntó la voz de Kraiklyn por el sistema de megafonía—. Estoy buscando un sitio donde bajar. Oye, Lamm, si eres tú vuelve a tu sitio y no te muevas.
Lamm contempló la puerta primero con una expresión de sorpresa y luego de disgusto. Lanzó un bufido y volvió a su asiento apartando a Lenipobra de su camino con un nuevo empujón.
—Bastardo —murmuró.
Bajó el visor de su casco y lo colocó en modalidad de espejo.
—Bueno —dijo Kraiklyn—, vamos allá.
Los que seguían en pie volvieron a sentarse, y unos segundos después la lanzadera fue bajando lenta y cautelosamente hasta posarse con una leve sacudida. Las puertas se abrieron y una ráfaga de aire frío entró por el hueco. Salieron del compartimento en fila india y se encontraron ante los inmensos panoramas del Megabarco, silencioso y tan sólido e inmóvil como una roca. Horza siguió en su sitio esperando a que hubieran salido todos, y se dio cuenta de que Lamm le estaba mirando. Se puso en pie y se inclinó burlonamente ante la silueta del traje oscuro.
—Después de usted —dijo.
—No —dijo Lamm—. Tú primero.
Movió la cabeza hacia un lado señalando la salida del compartimento. Horza bajó por la rampa de la lanzadera con Lamm detrás. Lamm siempre insistía en salir el último de la lanzadera; estaba convencido de que eso le daba suerte.
Se hallaban en una zona de aterrizaje para aerodeslizadores situada junto a la base de una gran torre rectangular que debía de medir unos sesenta metros de alto. Los distintos niveles de la torre se alzaban hacia el cielo, y tanto delante como a los lados de la zona de aterrizaje había otras torres y pequeños bultos perdidos en la niebla que emergían del banco de nubes indicando dónde se encontraba el resto del barco, aunque el estar tan abajo hacía que les resultara imposible decir dónde terminaba. Ni tan siquiera podían ver el agujero producido por la detonación de la bomba atómica. No había ni una sola sacudida o temblor que pudieran revelar el hecho de que estaban en un barco averiado que viajaba sobre el océano, y todo inducía a pensar que aquello era el centro de una ciudad desierta con las nubes pasando lentamente sobre ella.