—¡Lamm! —gritó Kraiklyn—. ¡Basta ya!
El traje negro que enarbolaba el rifle fingió no oírle. Kraiklyn alzó su láser y apretó el gatillo. Una sección de cubierta a cinco metros por delante de Lamm quedó oculta por una cortina de llamas. El metal reluciente se curvó hacia arriba y volvió a derrumbarse unos instantes después. Una burbuja de gases provocados por el disparo emergió de la zona del impacto y chocó con Lamm, quien se tambaleó y estuvo a punto de caer. Lamm logró recobrar el equilibrio y se irguió. La rabia le hacía temblar de una forma claramente visible incluso a esa distancia. Kraiklyn seguía apuntándole con su arma. Lamm irguió los hombros, enfundó su láser y volvió hacia ellos dando largas zancadas que casi parecían saltitos, como si no hubiese ocurrido nada. Los demás se relajaron un poco.
Kraiklyn les agrupó y se pusieron en marcha, siguiendo a Dorolow, Yalson y Wubslin hasta el interior de la torre y la gigantesca espiral de unas escaleras cubiertas de moqueta que llevaban hacia las profundidades del Megabarco Olmedreca.
—Está más muerto que un fósil —dijo con amargura la voz de Yalson por los intercomunicadores de sus cascos cuando habían recorrido la mitad del trayecto—. Está más muerto que un maldito fósil…
Cuando pasaron junto a ellos de camino hacia la proa, Yalson y Wubslin estaban inmóviles al lado del cadáver esperando la polea que Mipp les enviaba desde arriba. Dorolow rezaba.
Llegaron a la cubierta con la que había chocado Lenipobra, se internaron en la niebla y siguieron avanzando por una angosta pasarela con el vacío a cada lado.
—Sólo cinco metros —dijo Kraiklyn, usando el radar ligero de aguja incorporado a su traje fabricado en Rairch para inspeccionar los abismos de vapor que había debajo de ellos.
El espesor de la niebla iba disminuyendo lentamente a medida que avanzaban —subiendo a una cubierta despejada, volviendo a bajar—, por las escalerillas exteriores y las largas rampas de conexión. El sol se hacía visible de vez en cuando, un disco rojo cuyo resplandor aumentaba o disminuía según la posición en que estuvieran. Atravesaron cubiertas, rodearon piscinas, cruzaron paseos y zonas de aterrizaje, dejaron atrás mesas y sillas, se abrieron paso por bosquecillos y caminaron bajo marquesinas, arcadas y bóvedas. Vieron torres alzándose sobre sus cabezas por entre la niebla, y en un par de ocasiones se asomaron a pozos inmensos que atravesaban el cuerpo principal del barco y estaban provistos de cubiertas y aún más explanadas, y creyeron oír el susurro del mar que se agitaba en el fondo de los pozos. La niebla cubría el final de aquellos cuencos inmensos moviéndose lentamente en remolinos como si fuera una sopa hecha de sueños.
Se detuvieron ante una hilera de pequeños vehículos provistos de ruedas y asientos con alegres toldos rayados multicolores como techo. Kraiklyn miró a su alrededor para orientarse. Wubslin intentó poner en marcha algún vehículo, pero ninguno funcionaba.
—Hay dos maneras de llegar hasta ahí —dijo Kraiklyn frunciendo el ceño y mirando hacia adelante. El sol había decidido arder unos instantes por encima de sus cabezas, y sus rayos hacían que los vapores de arriba y de los lados brillaran como el oro. Una torre se abrió paso por entre la niebla, y los zarcillos y ondulaciones de calina se movieron como brazos inmensos volviendo a oscurecer el sol. Su sombra cayó sobre el camino que se extendía ante ellos—. Nos dividiremos. —Kraiklyn miró a su alrededor—. Yo iré por ahí con Aviger y Jandraligeli. Horza y Lamm, vosotros iréis por ahí. —Señaló hacia el otro lado—. Eso tiene que llevaros a una de las proas laterales. Allí tendría que haber algo; inspeccionadlo todo. —Pulsó uno de los botones que cubrían su muñequera—. ¿Yalson?
—Hola —dijo Yalson por el intercomunicador.
Ella, Wubslin y Dorolow habían observado cómo el cadáver de Lenipobra era izado hasta la lanzadera y se habían puesto en marcha siguiendo a los demás.
—Bien —dijo Kraiklyn, observando una de las pantallas de su casco—, sólo estáis a trescientos metros de distancia. —Se dio la vuelta y sus ojos escrutaron el camino que habían seguido. Un grupo de torres situadas a varios kilómetros asomaban detrás de ellos. Casi todas empezaban en los niveles superiores de la estructura. Ahora podían ver una parte cada vez mayor del Olmedreca. La niebla se deslizaba en silencio junto a sus cuerpos—. Oh, sí —dijo Kraiklyn—, ya os veo.
Saludó con la mano.
Unas siluetas minúsculas que avanzaban por una cubierta distante situada junto a uno de los inmensos cuencos llenos de niebla le devolvieron el saludo.
—Yo también os veo —dijo Yalson.
—Cuando lleguéis al sitio donde estamos ahora id hacia la izquierda hasta encontrar la otra proa lateral. Allí hay varios láseres subsidiarios. Horza y Lamm irán…
—Sí, ya lo hemos oído —dijo Yalson.
—Bien. Pronto podremos mover la lanzadera hasta dejarla bastante cerca del sitio donde encontremos algo. Puede que incluso logremos posarla allí mismo… Seguid adelante y mantened los ojos bien abiertos.
Hizo una seña con la cabeza a Aviger y Jandraligeli y éstos se pusieron en movimiento. Lamm y Horza se miraron y partieron en la dirección indicada por Kraiklyn. Lamm le pidió por gestos a Horza que desconectara el canal del intercomunicador y que alzara, el visor de su casco.
—Si hubiéramos esperado un poco podríamos habernos posado con la lanzadera en el lugar adecuado —dijo después de haber subido su visor.
Horza asintió.
—Pequeño bastardo estúpido… —dijo Lamm.
—¿A quién te refieres? —preguntó Horza.
—A ese chico. Saltar de la maldita plataforma…
—Hmmm.
—¿Sabes lo que voy a hacer?
Lamm miró al Cambiante.
—¿Qué?
—Voy a cortarle la lengua a ese imbécil, eso es lo que voy a hacer. Una lengua con un tatuaje tiene que valer algo, ¿no te parece? Y, de todas formas, ese pequeño bastardo me debía dinero… ¿Qué opinas? ¿Cuánto crees que puede valer?
—No tengo ni idea.
—Pequeño bastardo —murmuró Lamm.
Siguieron avanzando a lo largo de la cubierta, desviándose en ángulo de la línea recta que habían ido siguiendo hasta ahora. Saber exactamente hacia donde se dirigían resultaba bastante difícil, pero según Kraiklyn acabarían llegando a una de las proas laterales que asomaban del Olmedreca como enormes escolleras formando puertos para acoger a las numerosas embarcaciones que habían visitado el Megabarco en su época gloriosa yendo y viniendo de éste a tierra firme con grupos de excursionistas, o trayendo suministros.
Pasaron por una zona con señales obvias de haber presenciado un tiroteo reciente. Toda una cubierta de recreo estaba llena de quemaduras láser, vidrios rotos y fragmentos metálicos, y las cortinas y los tapices desgarrados aleteaban bajo el soplo siempre regular de la brisa creada por el movimiento de la gran nave. Dos de aquellos pequeños vehículos con ruedas habían sido semidestrozados y yacían de lado. Las botas de Horza y Lamm hicieron crujir los trozos de metal y pulverizaron los vidrios rotos. Siguieron avanzando. Los otros dos grupos también se dirigían hacia proa, y a juzgar por sus informes y sus conversaciones estaban moviéndose bastante deprisa. El inmenso banco de nubes que habían visto antes seguía delante de ellos; ni se disipaba ni se volvía más espeso, y ahora sólo podían estar a un par de kilómetros de él, aunque calcular las distancias con precisión resultaba bastante difícil.