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«…ahogándolos en las lágrimas…»

¡Sus pulmones estaban a punto de reventar! Su boca temblaba espasmódicamente, su garganta casi había sucumbido a las náuseas y tenía las orejas llenas de líquido pestilente, pero aun así pudo oír un terrible rugido y vio luces en la negrura. Los músculos de su estómago estaban tensándose y relajándose, y tuvo que apretar las mandíbulas para impedir que su boca se abriese buscando el aire que no estaba allí. Ahora. No… Ahora tenía que rendirse. Todavía no… Sí, ahora seguramente sí.

Ahora, ahora, ahora, en cualquier segundo; tenia que rendirse a ese horrendo vacío negro que había en su interior… Tenía que respirar… ¡Ahora!

Y antes de que pudiera abrir la boca algo aplastó su cuerpo contra la pared haciendo que las piedras se clavaran en su carne como si un puño de hierro gigantesco le hubiera golpeado. Dejó escapar el aire rancio que había estado conteniendo dentro de sus pulmones en una sola exhalación convulsiva. Su cuerpo se había enfriado repentinamente, y todas las partes de él que se hallaban en contacto con la pared palpitaban de dolor. Al parecer la muerte era peso, dolor, frío… y demasiada luz…

Alzó la cabeza. Vio la luz y lanzó un gemido. Intentó distinguir algo, intentó aguzar el oído. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué respiraba? ¿Por qué volvía a pesar tanto? Su cuerpo intentaba arrancarle los brazos de los hombros; la carne de sus muñecas se había desgarrado hasta casi mostrar el hueso. ¿Quién le había hecho todo esto?

La pared de enfrente se había convertido en un inmenso agujero de contornos irregulares cuya parte inferior se extendía por debajo del suelo de la celda. Los excrementos y la basura habían huido por aquel agujero. Los últimos riachuelos de líquido pestilente se deslizaron con un siseo sobre los bordes calientes del agujero produciendo vapores que se enroscaron alrededor de la silueta que impedía el paso del aire y de casi toda la luz procedente del exterior de Sorpen. La silueta medía tres metros de alto y guardaba un vago parecido con una pequeña nave espacial blindada sostenida por un trípode de patas muy gruesas. Su casco parecía lo bastante grande para contener tres cabezas humanas puestas en fila. Una de sus gigantescas manos sostenía casi despreocupadamente un cañón de plasma tan pesado que Horza habría necesitado las dos manos sólo para levantarlo; la otra mano de la criatura sostenía un arma algo más grande. Detrás de ella había una plataforma artillera idirana iluminada por el resplandor de las explosiones. Estaba acercándose al agujero, y Horza pudo sentir las vibraciones a través del hierro y la piedra a los que estaba encadenado. Alzó la cabeza para saludar al gigante inmóvil en el centro de la brecha y trató de sonreír.

—Bueno… —graznó. Su voz se convirtió en un balbuceo y tuvo que escupir—. Os lo habéis tomado con calma, ¿eh?

2. La mano de Dios 137

Fuera del palacio el límpido cielo de una fría tarde invernal estaba lleno de lo que parecía nieve resplandeciente.

Horza se detuvo en la rampa que llevaba a la lanzadera de combate, alzó los ojos y miró a su alrededor. Las paredes desnudas y las esbeltas torres de la prisión-palacio vibraban y reflejaban las detonaciones y destellos de los combates mientras las plataformas de artillería idiranas iban y venían disparando de vez en cuando. La brisa las envolvía en grandes nubes de señuelos procedentes de los morteros antiláser instalados en el techo del palacio. Una ráfaga más fuerte que las demás hizo que unos cuantos señuelos metálicos se desplazasen hacia la lanzadera, y Horza se encontró con un lado de su cuerpo húmedo y pegajoso repentinamente cubierto de plumaje reflectante.

—Por favor… La batalla aún no ha terminado —atronó la voz del soldado idirano que había a su espalda en lo que, probablemente, tenía intención de que fuese un murmullo.

Horza se volvió hasta quedar de cara al corpachón blindado y alzó los ojos hacia el visor del casco del gigante, donde pudo ver reflejado su rostro de viejo. Tragó una honda bocanada de aire, asintió con la cabeza, se dio la vuelta y fue hacia la lanzadera con paso un poco vacilante. Un destello luminoso proyectó su sombra en diagonal ante él, y la onda expansiva de una gran explosión producida en algún punto del interior del palacio hizo bailar el aparato mientras la rampa se hundía en el casco.

* * *

«Por sus nombres les conocerás», pensó Horza mientras se duchaba. Las Unidades Generales de Contacto de la Cultura —que habían soportado el peso principal de los primeros cuatro años de guerra en el espacio—, siempre habían escogido nombres extravagantes y pintorescos. Incluso las nuevas naves de guerra que estaban empezando a producir a medida que sus fábricas completaban los pasos necesarios para contribuir al esfuerzo bélico preferían nombres irónicos, sombríos o declaradamente desagradables, como si la Cultura no lograra tomarse totalmente en serio aquel vasto conflicto en el que se había metido.

Los idiranos eran distintos. Para ellos el nombre de una nave debería reflejar la seria naturaleza de su propósito, sus deberes y el uso que se iba a hacer de ella. En la inmensa armada idirana había centenares de naves bautizadas con adjetivos impresionantes y con los nombres de los mismos héroes, planetas, batallas y conceptos religiosos. El crucero ligero que había rescatado a Horza era la nave número ciento treinta y siete bautizada como La mano de Dios, y en aquellos momentos existía todo un centenar de naves con ese mismo nombre, por lo que su descripción completa era La mano de Dios 137.

Horza se colocó bajo el chorro de aire y se fue secando con cierta dificultad. Como todo el resto de equipo de la nave espacial, el secador estaba construido a una escala monumental adecuada al tamaño de los idiranos, y el huracán que producía casi le hizo salir despedido del compartimento de la ducha.

* * *

El Querl Xoralundra, padre-espía y guerrero sacerdote de las Cuatro Almas, secta tributaria de Farn-Idir, cruzó sus manos sobre la superficie de la mesa. Horza tuvo la impresión de estar contemplando el choque de dos placas continentales.

—Bien, Bora Horza —retumbó la voz del viejo idirano—, has sido rescatado.

—Justo a tiempo —asintió Horza frotándose las muñecas.

Estaba sentado en el camarote de Xoralundra de La mano de Dios 137, envuelto en un aparatoso pero bastante cómodo traje espacial que, aparentemente, había sido traído hasta allí pensando en él. Xoralundra —quien también llevaba un traje espacial—, había insistido en que lo llevara puesto porque La mano de Dios 137 seguía hallándose en situación de combate. Estaban siguiendo una órbita baja y no muy rápida alrededor del planeta Sorpen. Inteligencia Naval había confirmado la presencia en el sistema de una UGC clase Montaña de la Cultura; la Mano sólo podía contar con sus propios recursos, y hasta el momento no habían captado ni el más mínimo rastro de la nave de la Cultura, por lo que debían actuar con cautela.