Sólo cayó la altura de una cubierta y se estrelló contra una superficie curva de metal. El impacto le dejó sin aliento. Se puso en pie lo más deprisa posible, inhalando aire por la boca y tragándolo mientras intentaba hacer funcionar sus pulmones. La pequeña cubierta sobre la que se encontraba también empezaba a doblarse, pero el punto de pliegue se hallaba entre él y la pared de destrucción. Horza perdió pie y resbaló sobre aquella superficie cada vez más inclinada mientras la sección de cubierta que había a su espalda se alzaba hasta formar un ángulo. El metal se rompió y los soportes de la cubierta superior se desprendieron como huesos rotos asomando de la piel. Ante él había un tramo de escalones que llevaba hasta la cubierta de la que acababa de saltar, pero la zona en que terminaban aún conservaba la estabilidad. Horza subió hasta aquella cubierta y llegó a ella cuando empezaba a doblarse. Se alejó lo más posible de la ola frontal de escombros, y vio como el metal de la cubierta seguía doblándose en una deformación cada vez más acentuada.
Bajó corriendo por la pendiente mientras el agua de los estanques ornamentales caía en cascadas a su alrededor. Más peldaños. Subió hasta la siguiente cubierta.
Su pecho y su garganta parecían estar llenos de carbones al rojo vivo y sus piernas de plomo fundido, y aquel espantoso tirón de pesadilla seguía llegando desde atrás atrayéndole implacablemente hacia la zona de destrucción. Horza se tambaleó, dejó atrás el final del tramo de peldaños y pasó junto a una piscina rota de la que iba escapando el agua.
—¡Horza! —gritó una voz—. ¿Eres tú? ¡Horza! ¡Soy Mipp! ¡Mira hacia arriba!
Horza alzó la cabeza. La lanzadera de la Turbulencia en cielo despejado flotaba entre la niebla a unos treinta metros por encima de él. Horza agitó débilmente la mano y el gesto hizo que se tambaleara. La lanzadera descendió hacia él atravesando la niebla con las puertas traseras abiertas hasta quedar suspendida sobre la cubierta que había encima de Horza.
—¡He abierto las puertas! ¡Salta! —gritó Mipp.
Horza intentó contestar, pero sólo consiguió producir una especie de jadeo asmático. Avanzó hacia la lanzadera tambaleándose, con la sensación de que todos los huesos de sus piernas se habían convertido en gelatina. El traje pesaba cada vez más y podía sentir cómo bailaba y crujía a su alrededor. Sus pies resbalaron sobre los cristales rotos que cubrían la cubierta temblorosa que había bajo sus botas. Aún tenía que subir el tramo de peldaños que llevaba a la cubierta donde le esperaba la lanzadera.
—¡Deprisa, Horza! ¡No podré esperarte mucho rato más!
Horza avanzó hacia los peldaños y empezó a trepar por ellos. La lanzadera oscilaba en el aire. La abertura de la rampa trasera tan pronto apuntaba hacia él como se alejaba. Los peldaños que había bajo sus pies vibraban. El estruendo que le rodeaba era un rugido lleno de gritos y golpes. Había otra voz gritando en sus oídos, pero no podía distinguir las palabras. Horza llegó a la cubierta superior e intentó correr hacia la rampa de la lanzadera. Estaba a pocos metros de ella; podía ver los asientos y las luces del compartimento, y el traje que contenía el cadáver de Lenipobra caído en un rincón.
—¡No puedo esperar más! Tengo que… —gritó Mipp intentando hacerse oír por encima del estrépito de la destrucción y los gritos de la otra voz.
La lanzadera empezó a elevarse. Horza saltó hacia ella.
Sus manos entraron en contacto con el comienzo de la rampa cuando ésta se encontraba al nivel de su pecho. La lanzadera le alzó en vilo y el cuerpo de Horza empezó a bailotear suspendido de sus brazos. La lanzadera siguió subiendo, y Horza se encontró contemplando el vientre de su fuselaje.
—¡Horza, Horza! —sollozó Mibb—. Lo siento…
—¡Estoy aquí! —gritó Horza con voz enronquecida.
—¿Qué?
La lanzadera siguió subiendo, dejando atrás cubiertas, torres y las delgadas líneas horizontales del tendido de monorraíl. Los dedos de Horza se habían convertido en ganchos que soportaban todo su peso. Sus guantes se curvaban sobre el filo de la rampa. Sentía un dolor terrible en los brazos.
—¡Estoy colgando de la maldita rampa!
—¡Bastardos! —gritó otra voz.
Era Lamm. La rampa empezó a moverse. El tirón estuvo a punto de hacer que los dedos de Horza perdieran su presa. Estaban a cincuenta metros de altura y seguían subiendo. Horza vio como la parte superior de las puertas se iba aproximando a sus dedos.
—¡Mipp! —gritó—. ¡No cierres las puertas! ¡Deja la rampa tal y como está, intentaré llegar al compartimento!
—De acuerdo —se apresuró a responder Mipp.
La rampa dejó de moverse quedando en un ángulo de unos veinte grados. Horza empezó a balancear las piernas de un lado para otro. Estaban a setenta, ochenta metros de altura, dándole la cola a la oleada de destrucción y alejándose lentamente de ella.
—¡Negro bastardo! ¡Vuelve! —gritó Lamm.
—¡No puedo, Lamm! —gritó Mipp—. ¡No puedo! ¡Estás demasiado cerca!
—¡Gordo de mierda! ¡Bastardo! —siseó Lamm.
Horza vio destellos luminosos bailando a su alrededor. El vientre de la lanzadera se cubrió de llamas en una docena de puntos distintos allí donde lo habían alcanzado los disparos del láser. Horza sintió un impacto en el pie izquierdo, en la suela de su bota, y toda su pierna derecha se sacudió convulsivamente en un espasmo de dolor.
Mipp lanzó un grito incoherente. La lanzadera empezó a acelerar, volviendo hacia el Megabarco para cruzarlo en una trayectoria diagonal. El aire rugía alrededor del cuerpo de Horza haciendo que sus dedos fueran perdiendo poco a poco su ya precario asidero.
—¡Mipp, no vayas tan deprisa! —gritó.
—¡Bastardo! —volvió a gritar Lamm.
La corta vida incandescente de un abanico de rayos láser iluminó la niebla a un lado de la lanzadera. El haz surgido del láser cambió de posición y la lanzadera volvió a ser alcanzada. Cinco o seis pequeñas explosiones chisporrotearon sobre la zona del morro. Mipp aulló. La lanzadera aumentó su velocidad. Horza seguía intentando pasar una pierna sobre la rampa, pero las puntas de sus dedos enguantados iban deslizándose lentamente sobre la áspera superficie metálica a medida que su cuerpo sentía la corriente de aire creada por la aceleración de la lanzadera.
Lamm gritó. La mezcla de alarido y gorgoteo estridente atravesó la cabeza de Horza como si fuera una descarga eléctrica. El grito se quebró de repente y durante un segundo fue sustituido por una especie de crujido, como si algo se estuviera partiendo en dos.
La lanzadera estaba avanzando rápidamente sobre la superficie del Megabarco a cien metros de altura. Horza podía sentir cómo sus dedos y brazos se iban quedando sin fuerzas. Contempló el interior de la lanzadera a través del visor de su casco. Estaba a sólo unos metros de distancia, pero sus dedos iban resbalando milímetro a milímetro.
El interior del compartimento emitió un destello y un instante después se iluminó con una cegadora e insoportable llamarada blanca. El instinto le hizo cerrar los ojos, y una abrasadora luz amarilla se abrió paso a través de sus párpados. Los altavoces de su casco produjeron un repentino estallido de zumbidos inhumanos y terriblemente penetrantes, como el aullido de una máquina. El sonido desapareció tan bruscamente como había llegado. La luz fue desvaneciéndose lentamente. Horza abrió los ojos.
El interior de la lanzadera seguía brillantemente iluminado, pero ahora también humeaba. Las turbulencias de aire que entraban por la puerta trasera arrancaban hilachas de humo a los asientos, tiras de sujeción y arneses calcinados, y a la bola de piel negra cubierta de ampollas en que se había convertido el rostro de Lenipobra. La oleada de fuego y luz parecía haber dejado un friso de sombras sobre el mamparo que había detrás de él.