Uno a uno, los dedos de Horza estaban acercándose al final de la rampa.
«Dios mío —pensó contemplando las sombras y el humo—, así que después de todo ese maníaco llevaba encima una bomba atómica…» Y entonces la onda expansiva les alcanzó.
Horza se vio lanzado hacia adelante por encima de la rampa, y su cuerpo entró en el compartimento justo antes de que la onda expansiva engullese a la lanzadera haciéndola oscilar y saltar por el cielo como si fuese un pajarillo atrapado en una tormenta. Horza fue arrojado de un lado a otro e intentó desesperadamente agarrarse a algo para no volver a caer por el hueco de las puertas. Su mano encontró algunas tiras de sujeción, y sus dedos se cerraron alrededor de ellas con sus últimas reservas de energía.
Horza miró hacia el hueco de las puertas. Una inmensa bola de fuego subía lentamente por el cielo abriéndose paso entre la neblina. Un ruido que parecía la suma de todos los truenos que Horza había oído en su vida vibró por el recalentado interior de la máquina que huía de aquel infierno. La lanzadera osciló, arrojando a Horza contra una hilera de asientos. Una gran torre desfiló velozmente por el hueco de las puertas y ocultó la bola de fuego durante un momento mientras la lanzadera empezaba a virar. Las puertas parecieron intentar cerrarse y acabaron atascándose.
Las superficies que habían estado expuestas a la bola de fuego inicial empezaban a emitir el calor creado por la explosión de la bomba. Horza tenía la sensación de estarse asando dentro del traje. Sentía un dolor terrible en la pierna derecha, en algún punto por debajo de la rodilla, y podía oler algo que se quemaba.
La lanzadera fue recobrando la estabilidad y enderezó el curso. Horza se puso en pie y avanzó cojeando hacia la puerta incrustada en el mamparo, allí donde los contornos de los asientos y del cadáver de Lenipobra —que ahora yacía hecho un fardo cerca de las puertas traseras—, habían quedado grabados a fuego bajo la forma de sombras congeladas en el blanco mate de la pared. Abrió la puerta y cruzó el umbral.
Mipp ocupaba el asiento del piloto y estaba encorvado sobre los controles. Las pantallas de los monitores no daban imagen, pero el panorama visible por el grueso cristal polarizado del parabrisas de la lanzadera mostraba nubes, neblina, algunas torres que se deslizaban bajo ellos y, más allá, el mar abierto sobre el que había aún más capas de nubes.
—Creí que… estabas muerto… —dijo Mipp con voz pastosa, medio volviéndose hacia Horza.
Mipp estaba encorvado en su asiento con la espalda doblada en una curva que casi le hacía parecer un jorobado. Tenía los ojos entrecerrados, y daba la impresión de estar herido. Gotitas de sudor brillaban sobre la oscura piel de su frente. El puente estaba lleno de un humo acre y, al mismo tiempo, curiosamente dulzón.
Horza se quitó el casco y se dejó caer en el asiento contiguo al de Mipp. Bajó los ojos hacia su pierna derecha. En la parte de atrás de su pantorrilla había un agujero negruzco de un centímetro de diámetro con los contornos muy precisos, y un agujero más grande y de contornos menos regulares a un lado. Flexionó la pierna y torció el gesto; no era más que una quemadura muscular ya cauterizada. No podía ver sangre.
Miró a Mipp.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ya conocía la respuesta.
Mipp meneó la cabeza.
—No —dijo en voz baja—. Ese lunático me ha dado. La pierna…, y en la espalda, no sé dónde.
Horza examinó la parte trasera del traje de Mipp que no quedaba oculta por el respaldo del asiento. Un agujero en la curva de éste llevaba a una larga cicatriz oscura sobre la superficie del traje. Horza bajó la cabeza y contempló la cubierta del puente.
—Mierda —dijo—. Este trasto ha quedado lleno de agujeros.
El suelo estaba repleto de cráteres. Había dos directamente bajo el asiento de Mipp; un disparo del láser había causado aquella cicatriz oscura en su traje, y el otro debía de haber dado en su cuerpo.
—Siento como si ese bastardo me hubiera disparado justo en el culo, Horza —dijo Mipp intentando sonreír—. Llevaba encima una auténtica bomba nuclear, ¿verdad? Eso es lo que estalló. Se ha cargado todos los circuitos eléctricos… Lo único que sigue funcionando es el control óptico. Maldita lanzadera de mierda…
—Mipp, deja que me encargue de los controles —dijo Horza.
Habían llegado a las nubes; el cristal del parabrisas sólo mostraba una vaga claridad color cobre. Mipp meneó la cabeza.
—No puedo. No serías capaz de pilotar este trasto…, no en su estado actual.
—Tenemos que volver, Mipp. Los demás quizá hayan…
—No puede ser. Habrán muerto todos —dijo Mipp meneando la cabeza y aferrando los controles con más fuerza sin apartar los ojos del parabrisas—. Dios, este trasto se va a morir de un momento a otro… —Contempló la hilera de pantallas en blanco y meneó la cabeza más despacio que antes—. Puedo sentirlo.
—¡Mierda! —exclamó Horza sintiéndose impotente—. ¿Y la radiación? —preguntó de repente.
Todo el mundo sabía que si un traje adecuadamente diseñado te permitía sobrevivir al primer destello y a la onda expansiva, también te permitiría sobrevivir a la radiación; pero Horza no estaba muy seguro de que el traje que llevaba puesto estuviera demasiado bien diseñado. Uno de los muchos instrumentos de que carecía era un monitor de radiación, y por sí solo eso ya era mala señal. Mipp echó un vistazo a una pantallita de la consola.
—Radiación… —dijo. Meneó la cabeza—. No hay nada demasiado serio —añadió—. Pocos neutrones… —El dolor le hizo torcer el gesto—. Era una bomba bastante limpia. Probablemente ese bastardo habría preferido un artefacto muy distinto. Tendría que devolverla al sitio donde se la vendieron y reclamar…
Mipp dejó escapar una risita impregnada de desesperación.
—Tenemos que volver, Mipp.
Intentó imaginarse a Yalson huyendo de la ola de destrucción con una ventaja inicial superior a la de él y Lamm. Se dijo que debía de haberlo conseguido, que cuando la bomba estalló ya debía encontrarse lo bastante lejos para no haber sido afectada por la detonación, y que el Megabarco acabaría deteniéndose, que la avalancha metálica iría avanzando cada vez más despacio hasta quedarse inmóvil… Pero si había algún superviviente, ¿cómo se las arreglaría para salir del Megabarco? Intentó poner en funcionamiento el comunicador de la lanzadera, pero estaba tan muerto como el de su traje.
—No conseguirás hablar con ellos —dijo Mipp meneando la cabeza—. Los muertos no resucitan. Les oí; sus comunicaciones se fueron interrumpiendo mientras corrían. Intenté decirles que…
—Mipp, cambiaron de canal, eso fue todo. ¿No oíste a Kraiklyn? Cambiaron de canal porque Lamm no paraba de gritar.
Mipp se agazapó en su asiento y meneó la cabeza.
—No le oí —dijo pasados unos momentos—. No fue eso lo que oí. Estaba intentando avisarles de que había hielo…, su tamaño; su altura. —Volvió a menear la cabeza—. Están muertos, Horza. Todos están muertos.
—Se encontraban bastante lejos de nosotros, Mipp —dijo Horza en voz baja—. Por lo menos a un kilómetro de distancia… Lo más probable es que hayan sobrevivido. Si estaban a la sombra de algo, si echaron a correr al mismo tiempo que nosotros… Estaban más lejos. Lo más probable es que sigan vivos, Mipp. Tenemos que volver a recogerles.
Mipp meneó la cabeza.
—No puedo, Horza. Deben estar muertos. Incluso Neisin. Fue a dar un paseo…, después de que os hubierais marchado todos. Tuve que marcharme sin él. No logré comunicarme con su traje. Deben estar muertos. Todos ellos…
—Mipp —dijo Horza—, la bomba no era muy potente.
Mipp rió y dejó escapar un gemido. Volvió a menear la cabeza.
—¿Y qué? ¿No viste ese hielo, Horza? Era como…