Y en ese instante la lanzadera tembló. Horza se volvió rápidamente hacia el parabrisas, pero no había nada, sólo la claridad emitida por la nube que estaban atravesando rodeándoles en todas direcciones.
—Oh, Dios —murmuró Mipp—, la estamos perdiendo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Horza.
Mipp se encogió de hombros y el gesto le arrancó una mueca de dolor.
—Todo. Creo que estamos cayendo, pero no puedo utilizar el altímetro, el indicador de velocidad, el comunicador o el equipo de navegación. Todo está estropeado… Los agujeros y el que las puertas estén abiertas hacen que aún nos resulte más difícil seguir volando.
—¿Estamos perdiendo altura? —preguntó Horza mirando a Mipp.
Mipp asintió.
—¿Quieres empezar a tirar cosas fuera? —preguntó—. Bueno, pues hazlo. Puede que eso nos permita recuperar una parte de la altitud que hemos perdido.
La lanzadera volvió a oscilar.
—Hablas en serio —dijo Horza.
Le miró y empezó a levantarse del asiento.
Mipp asintió.
—Estamos cayendo. Sí, hablo en serio. Maldita sea, aun suponiendo que consigamos llegar hasta allí no podré hacer que este trasto supere el Muro del borde, ni tan siquiera con sólo una o dos personas a bordo…
La voz de Mipp se perdió en el silencio.
Horza logró levantarse de su asiento y cruzó el umbral del puente.
El compartimento de pasajeros estaba lleno de humo, niebla y ruidos. Una claridad difusa entraba por el hueco de las puertas. Horza intentó arrancar los asientos de las paredes, pero estaban bien sujetos. Contempló el cadáver de Lenipobra y su rostro calcinado. La lanzadera osciló; durante un segundo Horza tuvo la sensación de pesar bastante menos. Agarró el traje de Lenipobra por un brazo y empezó a tirar del joven muerto arrastrándolo hacia la rampa. Arrojó el cadáver por el hueco y el fláccido cascarón que había sido Lenipobra cayó al vacío desvaneciéndose en la niebla. La lanzadera bailoteó primero en un sentido y luego en otro, y Horza estuvo a punto de perder el equilibrio.
Encontró algunas otras cosas que podía tirar: un casco de repuesto, un rollo de cuerda, un arnés antigravitatorio y un trípode de rifle bastante pesado. Lo arrojó todo por el hueco de las puertas. Encontró un pequeño extintor. Miró a su alrededor, pero no parecía haber llamas que apagar y la cantidad de humo no había aumentado. Cogió el extintor y volvió al puente de vuelo. La atmósfera de allí parecía algo más limpia, como si el humo se estuviera disipando.
—¿Qué tal vamos? —preguntó.
Mipp meneó la cabeza.
—No lo sé. —Movió la cabeza señalando el asiento contiguo—. Puedes desprenderlo de la cubierta. Tíralo.
Horza encontró las agarraderas que unían el asiento a la cubierta. Las abrió, sacó el asiento por la puerta, lo llevó hasta la rampa y lo arrojó al vacío junto con el extintor.
—Hay unos controles en la pared cerca de esta mampara —gritó Mipp, y lanzó un gruñido de dolor—. Tira los asientos de las paredes —añadió.
Horza logró encontrar los controles y movió primero una hilera de asientos y luego la otra, con tiras y arneses incluidos, deslizándolas a lo largo de los raíles incrustados en el suelo del compartimento. Los asientos rebotaron en el borde de la rampa y se alejaron dando vueltas por entre la neblina iridiscente. La lanzadera volvió a oscilar.
La puerta que comunicaba el compartimento de pasajeros con el puente de vuelo se cerró de golpe. Horza fue hacia ella; la cerradura había sido accionada desde dentro.
—¡Mipp! —gritó.
—Lo siento, Horza. —La débil voz de Mipp le llegó desde el otro lado de la puerta—. No puedo volver. Si no ha muerto Kraiklyn me mataría. Pero te aseguro que no logré encontrarles… No pude. Fue una suerte que te viera.
—Mipp, no hagas locuras. Abre la puerta.
Horza la sacudió. La puerta parecía poco resistente; si no le quedaba más remedio podría tirarla abajo.
—No puedo, Horza… No intentes forzar la puerta. Si lo haces dirigiré el morro hacia el océano; te lo juro. De todas formas no podemos estar a mucha altura… Apenas si consigo mantener el rumbo… Si quieres, intenta cerrar las puertas manualmente. Tendría que haber un panel de acceso en algún lugar de la pared trasera.
—Mipp, por el amor de Dios… ¿Adónde vas? Este sitio estallará en mil pedazos dentro de pocos días. No podemos seguir volando eternamente…
—Oh, caeremos mucho antes de eso. —La voz de Mipp le llegaba en un susurro desde detrás de la puerta cerrada. Parecía estar muy cansado—. Caeremos antes de que vuelen el Orbital, Horza, no te preocupes… Este trasto se muere.
—Pero, ¿adonde vas? —repitió Horza gritando con la boca pegada a la puerta.
—No lo sé, Horza. Puede que al otro lado… Evanauth… No lo sé. Quiero alejarme lo más posible. Yo…
Oyó un golpe ahogado, como si algo hubiera chocado contra la cubierta, y Mipp lanzó una maldición. La lanzadera se estremeció y bailoteó locamente durante unos segundos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Horza.
—Nada —dijo Mipp—. El equipo de primeros auxilios… Se me ha caído.
—Mierda —jadeó Horza.
Se dejó caer al suelo y apoyó la espalda en el mamparo.
—No te preocupes, Horza. Yo… haré… Haré todo lo que pueda.
—Sí, Mipp —dijo Horza.
Volvió a ponerse en pie ignorando las punzadas de dolor que recorrieron los agotados músculos de sus piernas y la agonía que atravesó su pantorrilla derecha, y fue al compartimento de atrás. Buscó un panel de acceso, logró encontrar uno y lo abrió. El hueco contenía otro extintor de incendios. Horza lo arrojó al vacío. El panel de la otra pared contenía una manivela. Horza la colocó en el control manual y empezó a darle vueltas. Las puertas se fueron cerrando lentamente y acabaron atascándose. Horza luchó con la manivela hasta que la rompió; lanzó una maldición y la arrojó por el hueco.
La lanzadera dejó atrás la niebla. Horza miró hacia abajo y vio la superficie ondulada de un océano gris surcado por el lento movimiento de las olas. El banco de niebla del que habían emergido era como una cortina grisácea y las aguas desaparecían debajo de ella. Los rayos de sol cruzaban las capas de niebla siguiendo trayectorias oblicuas, y el cielo estaba repleto de nubes deshilachadas.
Horza vio como la manivela caía dando vueltas hacia el océano volviéndose más y más pequeña. Chocó con el agua creando una señal blanca y desapareció en las profundidades. Debían de estar a unos cien metros por encima del océano. La lanzadera tembló y Horza tuvo que agarrarse al marco de las puertas; el aparato viró y empezó a seguir un rumbo casi paralelo al banco de nubes.
Horza fue hasta el mamparo y golpeó la puerta con el puño.
—¿Mipp? No consigo cerrar las puertas.
—No importa —replicó Mipp con un hilo de voz.
—Mipp, abre. No seas idiota.
—Déjame en paz, Horza. Déjame en paz, ¿entiendes?
—Maldita sea… —murmuró Horza.
Volvió al compartimento trasero sintiendo el impacto de las ráfagas de viento que entraban por el hueco de las puertas. A juzgar por el ángulo del sol, daba la impresión de que estaban alejándose del Muro. Detrás de ellos no había nada, sólo mar y nubes. No vio señales del Olmedreca, ni de ningún otro barco o nave. El horizonte aparentemente liso que tenían a cada lado desaparecía entre la calina; el océano no daba la impresión de ser cóncavo, sólo inmenso. Horza intentó asomar la cabeza por una esquina del hueco para ver hacia dónde iban. La fuerza del viento le obligó a retroceder antes de que pudiera ver nada, y la lanzadera volvió a temblar, pero Horza había tenido la impresión de distinguir otro horizonte tan liso y carente de rasgos distintivos como ése al otro lado. Retrocedió unos pasos e intentó activar su intercomunicador; pero los altavoces de su casco no emitieron ningún sonido. Todos los circuitos estaban muertos. El pulso electromagnético creado por la explosión atómica en el Megabarco parecía haber acabado con la totalidad del sistema.