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Horza pensó en quitarse el traje y tirarlo por el hueco, pero ya tenía frío y sin el traje se quedaría prácticamente desnudo. No, seguiría con él puesto a menos que empezaran a perder altura de repente. Se estremeció. Sentía dolores por todo el cuerpo.

Dormiría un rato. De momento no podía hacer nada, y su organismo necesitaba descansar. Jugueteó durante unos segundos con la posibilidad de Cambiar, pero acabó decidiendo que sería mejor no hacerlo. Cerró los ojos. Vio a Yalson tal y como la había imaginado antes, corriendo por las cubiertas del Megabarco, y abrió los ojos. Se dijo que Yalson estaba perfectamente y volvió a cerrarlos.

Puede que cuando despertase hubieran dejado atrás las capas de polvo magnetizado que había en la atmósfera superior. Quizá hubieran logrado salir de la región ártica y estuvieran en la zona tropical o, al menos, en una zona más cálida… Pero, probablemente, eso sólo significaría que acabarían cayendo en aguas cálidas, no en un océano gélido. No podía imaginarse a Mipp o al aparato aguantando el tiempo suficiente para completar un viaje a través de todo el Orbital.

… suponiendo que la distancia fuera de treinta mil kilómetros; puede que estuvieran avanzando a unos trescientos por hora…

Horza se fue sumiendo en el sopor con la cabeza llena de números que cambiaban continuamente. Su último pensamiento coherente fue que no iban lo bastante rápido y, probablemente, que no había forma alguna de ir más deprisa. Cuando la Cultura hiciera volar el Orbital, convirtiéndolo en un halo de luz y polvo de catorce millones de kilómetros, Mipp y Horza seguirían volando sobre el Mar Circular dirigiéndose hacia tierra firme…

* * *

Horza despertó y descubrió que estaba rodando por el compartimento. Durante los primeros segundos de confusión que siguieron a su despertar creyó que ya había caído por el hueco de las puertas y que estaba precipitándose a través del vacío; después su mente se aclaró y se encontró yaciendo en el suelo del compartimento trasero con los brazos y las piernas extendidos al máximo, observando cómo el cielo azul del exterior se inclinaba con una nueva oscilación de la lanzadera. El aparato parecía estar moviéndose más despacio de lo que recordaba antes de quedarse dormido. No podía ver nada, sólo cielo azul, un mar igualmente azul y unas cuantas nubes blancas, y decidió asomar la cabeza por el hueco.

El viento que le abofeteó el rostro era bastante cálido, y tenían una islita delante, más o menos en la dirección que seguía el aparato. Horza la contempló con incredulidad. La isla era realmente minúscula, y estaba rodeada por atolones todavía más pequeños y arrecifes de un verde claro que sobresalían de los bajíos. Poseía una montaña que asomaba por entre los círculos concéntricos de vegetación y arena amarilla.

La lanzadera bajó un poco y se niveló dirigiéndose en línea recta hacia la isla. Horza metió la cabeza en el compartimento y dejó descansar los músculos de su cuello y sus hombros para que se recuperaran del esfuerzo que les había exigido al mantener erguida la cabeza contra la corriente de aire. La lanzadera redujo todavía más la velocidad y volvió a descender. La estructura del aparato tembló levemente. Horza vio cómo un toroide de agua color lima aparecía en el mar detrás de la lanzadera; volvió a asomar la cabeza por el hueco y vio la isla delante del aparato a unos cincuenta metros más abajo. Unas siluetas corrían por la playa hacia la que se estaban aproximando. Un grupo de seres humanos cruzaban la arena dirigiéndose hacia la jungla transportando lo que parecía una inmensa pirámide de arena dorada y una especie de litera sostenida por largas pértigas.

Horza observó la escena que pasaba bajo sus ojos. Había pequeñas hogueras ardiendo en la playa, y unas cuantas canoas. A un extremo de la playa, allí donde los árboles casi rozaban el agua, se encontraba una lanzadera con el morro en forma de pala y el fuselaje muy grueso, un aparato que debía de tener dos o tres veces el tamaño de la Turbulencia en cielo despejado. La lanzadera pasó sobre la isla abriéndose paso por entre columnas de humo grisáceo.

La playa casi se había quedado vacía. Los últimos rezagados —que parecían estar muy flacos e iban casi desnudos—, corrieron a refugiarse bajo los árboles como si tuvieran miedo del aparato que estaba volando sobre sus cabezas. Una silueta yacía en la arena cerca del módulo. Horza vio otra figura humana algo más vestida que las otras que no corría. Estaba inmóvil, señalando la lanzadera que volaba sobre la isla con el brazo extendido, y sostenía algo en su mano. Un instante después la cima de la montaña apareció bajo el hueco de las puertas obstruyéndole la visión. Horza oyó una serie de secas detonaciones que parecían pequeños estallidos.

—¡Mipp! —gritó, y fue hacia la puerta del puente.

—Estamos listos, Horza —dijo débilmente la voz de Mipp desde el otro lado del panel. Su tono estaba impregnado por una especie de jovialidad desesperada—. Ni los nativos son amistosos…

—Parecían asustados —dijo Horza.

La isla estaba desapareciendo detrás de ellos. La lanzadera seguía avanzando en línea recta, como si Mipp quisiera alejarse, y Horza se dio cuenta de que estaban acelerando.

—Uno de ellos tenía un arma —dijo Mipp.

Tosió y dejó escapar un gemido.

—¿Viste esa lanzadera? —preguntó Horza.

—Sí, la vi.

—Creo que deberíamos volver, Mipp —dijo Horza—. Creo que deberíamos dar la vuelta.

—No —dijo Mipp—. No, no creo que debamos hacer eso… No creo que sea buena idea, Horza. El aspecto de ese sitio… No me ha gustado ni pizca.

—Mipp, es tierra firme. ¿Qué más quieres?.

Horza se volvió hacia el hueco de las puertas. La isla ya casi estaba a un kilómetro de distancia, y la lanzadera seguía acelerando y ganando altura a cada momento que pasaba.

—Tenemos que seguir adelante, Horza. Tenemos que llegar a la costa…

—¡Mipp, nunca conseguiremos llegar! ¡Necesitaríamos un mínimo de cuatro días y la Cultura hará volar todo esto dentro de tres!

Silencio desde el otro lado de la puerta. Horza golpeó el delgado panel de superficie granulada con la mano haciéndolo vibrar.

—¡Déjame en paz, Horza! —gritó Mipp. Horza apenas si pudo reconocer el graznido estridente en que se había convertido su voz—. ¡Olvídalo! ¡Si no lo haces, te juro que los dos acabaremos muertos!

La lanzadera osciló repentinamente. El morro apuntó hacia el cielo y el hueco de las puertas señaló hacia el mar. Los pies de Horza empezaron a deslizarse sobre el suelo del compartimento. Metió los dedos en la ranura que había sujetado la parte superior de los asientos y quedó suspendido de aquel precario asidero mientras la lanzadera seguía su repentina ascensión.

—¡Está bien, Mipp! —gritó—. ¡De acuerdo!

La lanzadera cayó bruscamente en un rápido movimiento lateral. Horza se vio arrojado hacia adelante. El aparato puso punto final a su veloz descenso y Horza sintió un repentino aumento en su peso. El mar se movía debajo de ellos a sólo cincuenta metros de distancia.

—Déjame en paz, Horza —dijo la voz de Mipp.

—Vale, Mipp —dijo Horza—. De acuerdo.

La lanzadera subió un poco, ganando altitud e incrementando su velocidad. Horza retrocedió, alejándose del mamparo que le separaba de Mipp y el puente de vuelo.

Meneó la cabeza y volvió al hueco de las puertas para contemplar la isla con sus bajíos color lima, sus rocas grises, su follaje verde azulado y su franja de arena amarilla. Todo estaba empequeñeciéndose poco a poco, y el marco de las puertas iba llenándose de mar y cielo a medida que la isla se perdía entre la calina.