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El día anterior había visto la litera y su inmensa carga desde la lanzadera de la Turbulencia en cielo despejado, y confundió al gigante con una pirámide de arena dorada. Ahora podía ver que su primera impresión se había aproximado bastante a la realidad, aunque sólo en la forma y no en la sustancia. Horza no estaba seguro de si aquel enorme cono de carne humana pertenecía a un varón o a una hembra; inmensos pliegues de carne con aspecto de mamas brotaban de la parte superior y central de su torso, pero colgaban sobre olas todavía más enormes de grasa desnuda y carente de vello, que eran sostenidas en parte por las piernas del coloso y en parte las rebasaban para reposar sobre la superficie de lona de la litera. Horza no pudo ver la más mínima prenda de ropa sobre el cuerpo de la monstruosidad, pero tampoco había ninguna señal de genitales; fueran lo que fuesen, quedaban enterrados bajo los rollos de aquella carne entre marrón y dorada.

Horza fue alzando los ojos hasta llegar a su cabeza. El grueso cono del cuello terminaba en baluartes concéntricos de papadas que sostenían la calva cúpula de carne hinchada en la que había una fláccida longitud de labios muy pálidos, una nariz minúscula en forma de botón y unas rendijas que debían contener los ojos. La cabeza reposaba sobre las capas de grasa del cuello, los hombros y el pecho como una gran campana dorada sobre un templo de muchos niveles. El gigante cubierto de sudor movió bruscamente las manos haciéndolas girar al extremo de los globos hinchados y recubiertos de grasa que tenía por brazos hasta que aquellos dedos —que, en comparación, resultaban meramente rollizos—, se encontraron y se unieron tan estrechamente como se lo permitía su tamaño. La boca se abrió para hablar, y uno de aquellos humanos flacuchos cuyos harapos parecían algo menos maltrechos que los de los demás entró en el campo visual de Horza, colocándose un poco detrás del gigante.

La cabeza con forma de campana se movió unos centímetros a un lado y giró lentamente sobre sí misma diciéndole algo al hombre que había detrás. Horza no logró oír las palabras. Después la montaña de carne alzó los brazos con un obvio esfuerzo y contempló a las delgadas siluetas agrupadas alrededor de Horza. Su voz parecía grasa semisólida derramándose dentro de un recipiente; Horza pensó que era una voz capaz de ahogarte, como si surgiera de una pesadilla. Aguzó el oído, pero no logró comprender ni una sola palabra del lenguaje que estaba utilizando. Miró a su alrededor para ver qué efecto estaban produciendo aquellas palabras sobre la multitud de aspecto famélico que le rodeaba. Sintió que la cabeza le daba vueltas durante un momento, como si su cerebro hubiera cambiado de posición mientras su cráneo seguía inmóvil; y fue como si estuviera de nuevo en el hangar de la Turbulencia en cielo despejado cuando los rostros de la Compañía se volvieron en su dirección haciéndole sentirse tan desnudo y vulnerable como se sentía ahora.

—Oh, no, otra vez no —gimió en marain.

—¡Oh-hoo! —dijeron los rollos de carne dorada. La voz se despeñó por las pendientes de grasa en una vacilante serie de tonos casi musicales—. ¡Magnífico! ¡Nuestro botín marino habla! —La cúpula sin vello giró un poquito más volviéndose hacia el hombre que estaba en pie junto a ella—. Señor Primero, ¿no es maravilloso? —burbujeó la voz de aquella masa de carne.

—El destino es bueno con nosotros, oráculo —dijo el hombre con voz malhumorada.

—Sí, Señor Primero, el destino favorece a quienes ama. Hace alejarse a nuestros enemigos y nos envía tesoros…, ¡tesoros del mar! ¡Alabado sea el destino!

La gran pirámide de carne empezó a temblar y los brazos se alzaron arrastrando tras ellos rollos de carne un poco más pálida. Aquella cabeza parecida a una tórrela se inclinó hacia atrás, y la boca se abrió para revelar un espacio oscuro en el que sólo había unos cuantos colmillos diminutos que brillaban como si estuvieran hechos de acero. Cuando la voz burbujeante volvió a hablar empleó el lenguaje que Horza no podía entender, pero se dio cuenta de que se limitaba a repetir la misma frase una y otra vez. El resto de la multitud no tardó en unirse a la montaña de carne, quien agitó las manos en el aire y empezó a canturrear con voz enronquecida. Horza cerró los ojos, intentando despertar de lo que sabía no era un sueño.

Cuando abrió los ojos los humanos seguían cantando, pero habían vuelto a rodearle con sus flacos cuerpos, impidiéndole ver a la monstruosidad de piel entre marrón y dorada. Aquella multitud de seres famélicos cayó sobre él sin interrumpir el cántico. Sus rostros estaban encendidos por un deseo feroz, abrían la boca mostrando los dientes y curvaban las manos como si fuesen garras.

Le quitaron los pantalones cortos. Horza intentó resistirse, pero eran demasiados y lograron inmovilizarle. Su estado de agotamiento hacía que sus fuerzas fuesen tan reducidas como las de cualquiera de ellos, y no les costó demasiado dominarle. Le dieron la vuelta, le hicieron poner las manos a la espalda y se las ataron. Después le ataron los pies y tiraron de sus piernas hacia atrás hasta que sus pies casi le rozaron las manos, y los ataron a sus muñecas con un trozo de cuerda. Desnudo y atado como un animal que es conducido al sacrificio, Horza fue arrastrado sobre la arena caliente hasta dejar atrás una hoguera que ardía con un débil llamear chisporroteante. Sus captores le hicieron erguirse y le obligaron a inclinarse sobre un pequeño poste clavado en la arena hasta pasarlo por entre su espalda y sus miembros inmovilizados por las cuerdas. Sus rodillas se hundieron en la arena soportando la mayor parte de su peso. La hoguera ardía ante él enviando nubes de un humo acre a sus ojos, y aquel olor horrendo volvió a invadir sus fosas nasales. Parecía venir de un grupo de cuencos y recipientes esparcidos alrededor de la hoguera. Horza vio que en la playa había más hogueras con grupos de recipientes a su alrededor.

El inmenso montón de carne que el Señor Primero había llamado «oráculo» fue depositado junto a la hoguera. El Señor Primero se quedó inmóvil junto al prodigio de obesidad contemplando a Horza con sus ojos hundidos en las cuencas de aquel rostro pálido y más bien sucio. La montaña dorada de la litera hizo entrechocar sus rechonchas manos.

—Forastero, regalo del mar —dijo—, bienvenido seas. Yo soy Fwi-Song, gran oráculo del destino.

Aquella inmensa criatura hablaba una variedad bastante tosca del marain. Horza abrió la boca para decirle su nombre, pero Fwi-Song siguió hablando antes de que pudiera hacerlo.

—¡Nos has sido enviado en nuestro tiempo de prueba como un fragmento de carne humana trasportado por la marea de la nada, una cosecha arrebatada a la insípida oleada de la vida, una golosina que repartir y ser compartida en nuestra victoria sobre la bilis ponzoñosa de la incredulidad! ¡Eres una señal del Destino, y damos las gracias por haberla recibido!

Fwi-Song alzó sus inmensos brazos; rollos de grasa oscilaron en los hombros a cada lado de aquella cabeza parecida a una torreta y casi cubrieron las orejas. Fwi-Song gritó algo en un lenguaje que Horza no conocía; y las siluetas que le rodeaban repitieron la frase, canturreándola varias veces.

Los brazos recubiertos de grasa volvieron a bajar.

—Eres la sal del mar, regalo del océano —dijo la almibarada voz de Fwi-Song volviendo a emplear el marain—. Eres una señal, una bendición del Destino; ¡eres el que ha de convertirse en muchos, el único que ha de ser compartido; tuyo será el don definitivo, la belleza bendita de la transustanciación!

Horza contempló horrorizado a aquella inmensidad dorada. No se le ocurría nada que decir. ¿Qué podías decirle a alguien semejante? Horza carraspeó para aclararse la garganta con la esperanza de decir algo, pero Fwi-Song siguió hablando.

—Sabe pues, regalo del mar, que somos los Devoradores; los Devoradores de cenizas, los Devoradores de basura, los Devoradores de arena, de hierbas y árboles; los más básicos, los más amados y los más reales. ¡Hemos trabajado duramente con el fin de prepararnos para nuestro día de prueba, y ahora ese día se encuentra gloriosamente cercano! —La voz del oráculo de la piel dorada se volvió estridente; varios pliegues de grasa temblaron cuando Fwi-Song extendió los brazos—. ¡Contémplanos mientras aguardamos el momento de nuestra ascensión y alejamiento de este plano mortal con los vientres vacíos, las entrañas huecas y las mentes hambrientas!