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Fwi-Song siguió hablando sin parar, sin hacerle ni una sola pregunta y empezando a repetirse cada vez con mayor frecuencia. Le habló de sus revelaciones y de su vida anterior; primero como fenómeno de circo, luego como algo parecido a un animal doméstico en el palacio de un sátrapa de otra especie en un Megabarco y después como converso a una religión de moda en otro Megabarco. Su revelación tuvo lugar allí cuando convenció a unos cuantos conversos para que se marcharan a una isla donde esperarían el Fin De Todas Las Cosas. Cuando la Cultura anunció cuál iba a ser el destino del Orbital Vavatch llegaron más conversos. Horza le escuchaba sin prestarle demasiada atención. Su mente funcionaba a toda velocidad intentando dar con alguna forma de escapar.

—Aguardamos el fin de todas las cosas y la llegada del último día. Nos preparamos para nuestra consumación final mezclando los frutos de la tierra y el mar y la muerte con nuestros frágiles cuerpos de carne, sangre y hueso. Tú eres nuestra señal, nuestro aperitivo, nuestro aroma. Debes sentirte muy honrado.

—Poderoso Oráculo —dijo Horza, tragando saliva y esforzándose al máximo para conseguir que su voz sonara tranquila y firme. Fwi-Song se calló. Sus ojillos se hicieron todavía más pequeños y el inicio de un fruncimiento de ceño apareció en su frente. Horza siguió hablando—. Cierto, soy vuestra señal. Yo mismo he venido a vosotros; soy el seguidor…, el discípulo cuyo número es el Ultimo. Vengo a libraros de la máquina del Vacío. —Horza volvió los ojos hacia la lanzadera de la Cultura que seguía inmóvil con las puertas abiertas al final de la playa—. Sé cómo eliminar esa fuente de tentaciones. Deja que te demuestre mi devoción llevando a cabo este pequeño servicio para tu inmensa majestuosidad. Cuando lo haya hecho sabrás que soy tu último y más fiel servidor: aquel cuyo número es el Ultimo, el que se presenta antes de la disolución final con el fin de…, de templar el ánimo de tus seguidores para la prueba que se aproxima y acabar con el artefacto tentador de los Anatemáticos. Me he mezclado con las estrellas, el aire y el océano, y te traigo este mensaje y esta liberación.

Horza se calló. Tenía la garganta y los labios resecos, y una ligera brisa cargada con la pestilencia mezclada al olor de especias que brotaba de la comida de los Devoradores estaba haciendo que le llorasen los ojos. Fwi-Song se había quedado totalmente inmóvil en su litera, contemplando el rostro de Horza con sus ojillos casi cerrados y su bulbosa frente llena de arrugas.

—¡Señor Primero! —dijo Fwi-Song, volviéndose hacia el hombre de piel blanquecina vestido con la túnica.

El Señor Primero estaba masajeando el vientre de un Devorador mientras el infortunado seguidor yacía gimiendo sobre la arena. El Señor Primero se puso en pie y fue hacia el oráculo, quien señaló a Horza con la cabeza y habló en el lenguaje que el Cambiante no podía entender. El Señor Primero hizo una pequeña reverencia y se colocó detrás de Horza sacando algo de debajo de su túnica mientras desaparecía del campo visual del Cambiante. El corazón de Horza empezó a latir a toda velocidad y sus ojos desesperados se posaron en el rostro de Fwi-Song. ¿Qué había dicho? ¿Qué iba a hacerle el Señor Primero? Unas manos aparecieron sobre la cabeza de Horza sosteniendo algo. El Cambiante cerró los ojos.

Un harapo cayó sobre su boca y fue sujetado con un nudo muy tenso. Apestaba a aquella comida repugnante. Las manos tiraron de su cabeza obligándole a apoyarla en el tronco. El Señor Primero volvió a ocuparse del Devorador que seguía gimiendo sobre la arena. Horza miró a Fwi-Song.

—Bueno, ya está —suspiró éste—. Y ahora, como iba diciendo antes…

Horza dejó de escucharle. La cruel fe del obeso oráculo era muy parecida a un millón de credos esparcidos por toda la galaxia. Lo único que la hacía destacar en aquellos tiempos teóricamente civilizados era su increíble grado de barbarie. Otro efecto colateral de la guerra, quizá; otra cosa de que culpar a la Cultura. Fwi-Song siguió hablando, pero escucharle no serviría de nada.

Horza recordó que la actitud de la Cultura ante alguien que creía en un Dios omnipotente era compadecerle, y prestar tan poca atención a la sustancia de su fe como se la habría prestado a los delirios balbuceantes de alguien que afirmara ser el Emperador del Universo. La naturaleza de la creencia no era totalmente irrelevante —unida al historial de la persona y a su educación, podía darte alguna pista sobre qué problema particular había acabado llevándola a tan penosa situación—, pero lo que nunca debías ni podías hacer era tomártela en serio.

Eso era justamente lo que Horza sentía hacia Fwi-Song. Tenía que tratarle como el maníaco que obviamente era. El hecho de que su locura estuviera envuelta en los oropeles de la religión no significaba nada.

Horza tenía la seguridad de que la Cultura no habría estado de acuerdo con él. La Cultura opinaba que la locura y las creencias religiosas compartían muchas facetas pero, después de todo, ¿qué se podía esperar de la Cultura? Los idiranos sabían cosas que la Cultura ignoraba, y aunque no estaba de acuerdo con todo cuanto defendían y representaban, Horza respetaba sus creencias. Toda su forma de vida y casi cada pensamiento individual estaba iluminado, guiado y gobernado por el conjunto de su religión/filosofía: una creencia en el orden y el lugar y una especie de racionalidad sacra.

Los idiranos creían en el orden porque habían mantenido una larga relación con su opuesto, primero en su propio telón de fondo planetario mientras tomaban parte en la competición evolutiva extraordinariamente feroz de Idir, y luego —cuando entraron en la sociedad de su grupo de sistemas estelares—, en las especies que les rodeaban. Esa falta de orden había hecho que padecieran terribles sufrimientos. Habían muerto a millones en guerras estúpidas inspiradas por la codicia que les habían acabado involucrando sin que ellos lo quisieran. Habían sido ingenuos e inocentes, y habían dependido excesivamente del instinto que les impulsaba a creer que las otras especies compartían la clase de pensamiento racional y tranquilo que les guiaba.

Los idiranos creían en el destino del lugar. Algunos individuos tenían que estar en ciertos lugares —las tierras altas, los campos fértiles, las islas de clima templado y apacible—, tanto si habían nacido allí como si no; y lo mismo se aplicaba a tribus, clanes y razas (e incluso a las especies; la mayoría de viejos textos sagrados habían demostrado ser lo suficientemente flexibles y vagos para vérselas con el descubrimiento de que los idiranos no estaban solos en el universo. Los textos que afirmaban lo contrario no tardaron en ser abandonados, y sus autores sufrieron primero la maldición ritual y luego el más absoluto olvido). Tomado en su expresión más mundana, el credo podía definirse como la certeza de que había un sitio para todo y de que todo debía estar en su sitio. Cuando todo se hallara en su sitio Dios estaría satisfecho del universo y la paz y la alegría eternas sustituirían al caos actual.

Los idiranos se veían a sí mismos como agentes de aquel inmenso reordenamiento. Eran los escogidos, los primeros a quienes se concedió la paz necesaria para comprender lo que Dios deseaba, y cuando lo hubieron comprendido fueron impulsados a la acción en vez de a la contemplación por esas mismas fuerzas del desorden que, poco a poco, vieron era su obligación combatir. Dios tenía un propósito inextricable reservado para ellos. Tenían que encontrar su sitio en el conjunto de la galaxia; y quizá incluso fuera de ella. Las especies más maduras podían buscar su propia salvación; tenían que crear sus propias reglas y hallar su propia paz con Dios (y el que Dios se alegrara de sus logros incluso cuando negaban Su existencia era un signo más de la generosidad divina). Pero las otras especies, las razas sumidas en el caos y los conflictos…, necesitaban ser guiadas.