Había llegado el momento de olvidar los juguetes de la lucha y el esfuerzo guiados por el interés egoísta. Que los idiranos lo hubiesen comprendido era un signo de que ese momento ya había llegado. Un nuevo mensaje había empezado a difundirse en ellos y en la Palabra que era su herencia de lo divino, el Hechizo contenido dentro de su herencia genética: Creced. Portaos bien. Preparaos.
Horza compartía la incredulidad de Balveda hacia la religión de los idiranos, y aquellos ideales excesivamente planeados y deliberados le parecían idénticos a las fuerzas restrictivas de la vida que tanto despreciaba en la ética de la Cultura, aunque en principio ésta fuese bastante más benigna. Pero los idiranos confiaban en sí mismos, no en sus máquinas, y eso hacía que siguieran formando parte de la vida. Horza opinaba que ésa era la gran diferencia, y se conformaba con ella.
Horza sabía que los idiranos jamás lograrían someter a todas las civilizaciones en vías de desarrollo esparcidas por la galaxia. El día del juicio con el que soñaban no llegaría jamás. Pero la misma certeza de esa derrota final hacía que los idiranos no resultaran peligrosos, los convertía en normales y les hacía formar parte de la vida general de la galaxia. Los idiranos eran una especie más que crecería, se iría expandiendo hasta llegar a la fase de meseta que acaban alcanzando todas las especies no suicidas, y se conformaría con lo que había conseguido hasta entonces. Dentro de diez mil años los idiranos serían una civilización más que se contentaría con llevar una existencia tranquila. La era actual de conquistas quizá fuese recordada con cariño, pero a esas alturas se habría convertido en algo irrelevante explicado más que de sobras por alguna teología creativa. Los idiranos ya habían pasado por un período de calma e introspección; con el tiempo volverían a entrar en otro.
Y, en última instancia, eran seres racionales. Escuchaban los dictados del sentido común con preferencia a sus propias emociones. Su única creencia carente de pruebas era que la vida tenía un sentido y un propósito, que existía algo que en la mayoría de lenguajes se traducía como «Dios» y que ese Dios deseaba una existencia mejor para Sus creaciones. Por ahora los idiranos perseguían ese objetivo ellos mismos y se consideraban los dedos, las manos y los brazos de Dios. Pero cuando llegara el momento serían capaces de asimilar la comprensión de que se habían equivocado y de que la llegada del orden definitivo no era asunto suyo. Acabarían calmándose y encontrarían el lugar que les correspondía. La galaxia y sus muchas y variadas civilizaciones les asimilarían.
La Cultura era distinta. Horza no podía ver fin a su política de interferencia continua en eterna escalada. Esa política no estaba gobernada por ninguna clase de limitaciones naturales, y eso hacía que pudiera seguir adelante por los siglos de los siglos. Al igual que una célula trastornada o un cáncer cuya composición genética no lleva incorporada la orden «desconectarse», la Cultura seguiría expandiéndose mientras pudiera hacerlo. No se detendría por voluntad propia y, por lo tanto, había que detenerla.
Mientras escuchaba el canturreo estridente de Fwi-Song, Horza se dijo que había decidido consagrarse a aquella causa hacía ya mucho tiempo. Y si no lograba escapar de los Devoradores no podría seguir sirviéndola en el futuro…
Fwi-Song siguió hablando durante un rato y —después de que el Señor Primero le dijera algo—, hizo que los porteadores le dieran la vuelta a la litera para que pudiera dirigirse a sus seguidores. La mayor parte de ellos se encontraban muy enfermos o daban la impresión de estarlo. Fwi-Song pasó a emplear el lenguaje local que Horza no entendía y les soltó lo que, evidentemente, era un sermón, ignorando las ocasionales y ruidosas vomitonas de algún que otro miembro de su rebaño.
El sol iba descendiendo hacia el océano, y la atmósfera se estaba enfriando.
El sermón llegó a su fin y Fwi-Song se quedó inmóvil y silencioso en su litera mientras los Devoradores se aproximaban a él uno por uno, hacían una reverencia y le hablaban con voz apremiante. La cabeza en forma de cúpula del oráculo oscilaba de vez en cuando en lo que parecía una señal de asentimiento, y sus labios se mantenían curvados en una gran sonrisa.
Después, los Devoradores cantaron y gritaron mientras las dos mujeres que habían ayudado como oficiantes en la muerte de Veintisiete lavaban y frotaban a Fwi-Song con aceites aromáticos. Después, Fwi-Song fue llevado por la playa saludando alegremente a su rebaño con la mano mientras su inmenso cuerpo reflejaba los últimos rayos del sol poniente, y acabó desapareciendo en la pequeña jungla que había detrás del único promontorio existente en la isla.
Los Devoradores trajeron madera, alimentaron las hogueras con ella y se fueron dispersando para refugiarse en sus tiendas o alrededor de los fuegos. Algunos se marcharon con toscos cestos de mimbre, aparentemente en busca de algún despojo fresco que intentarían comer más tarde.
El Señor Primero se reunió con los cinco Devoradores silenciosos que habían estado sentados alrededor de esa hoguera a la que Horza ya estaba empezando a hartarse de contemplar. Faltaba poco para el crepúsculo. Los emaciados humanos apenas si habían prestado atención a la presencia del Cambiante, pero el Señor Primero se sentó muy cerca del hombre atado al poste. Horza vio que una de sus manos sostenía una piedra, y la otra una de las dentaduras postizas que Fwi-Song había utilizado sobre el cuerpo de Veintisiete unas horas antes. El Señor Primero empezó a afilar y pulir la dentadura postiza mientras hablaba con los otros Devoradores. Un par de ellos acabaron marchándose a sus tiendas y el Señor Primero se colocó detrás de Horza y le quitó la mordaza. Horza respiró por la boca para librarse de aquel sabor a rancio, ejercitó su mandíbula y se removió intentando aliviar los dolores que se iban acumulando en sus brazos y sus piernas.
—¿Cómodo? —preguntó el Señor Primero volviendo a sentarse sobre la arena.
Siguió afilando los colmillos metálicos que brillaban bajo la luz de la hoguera.
—Me he sentido mejor —dijo Horza.
—También te sentirás peor…, amigo.
El Señor Primero se las arregló para que la última palabra sonara como una maldición.
—Me llamo Horza.
—No me importa cómo te llames. —El Señor Primero meneó la cabeza—. Tu nombre no importa. Tú no importas.
—Había empezado a formarme esa impresión —admitió Horza.
—Oh, ¿de veras? —exclamó el Señor Primero. Se puso en pie y se acercó un poco más al Cambiante—. ¿De veras? —Movió la mano que sostenía los dientes metálicos y las puntas arañaron la mejilla izquierda de Horza—. Te crees muy listo, ¿eh? Crees que vas a salir bien librado de ésta, ¿eh? —Le pateó el vientre. Horza jadeó y se atragantó—. ¿Ves? No importas. No eres más que un pedazo de carne. Como todo el mundo… Carne, sólo carne. Y, de todas formas —volvió a patearle—, el dolor no es real. Todo es cuestión de sustancias químicas, electricidad y esa clase de cosas, ¿verdad que sí?
—Oh —graznó Horza, sintiendo una breve punzada de dolor en sus heridas—. Sí. Tienes razón.
—Estupendo. —El Señor Primero sonrió—. Recuerda esto mañana. Estupendo… No eres más que un pedazo de carne, y el oráculo es un pedazo de carne mucho más grande que tú.