Horza se sorprendió al ver que la mujer a la que había dejado atrás dos veces en las escaleras volvía a pasar junto a él y se dejaba caer sobre un sofá vacío con la señal de reservado en la parte delantera de la terraza. No le había parecido lo bastante rica para poder permitirse el estar en aquella zona.
Los Jugadores de la Víspera de la Destrucción aparecieron subiendo por la rampa que llevaba al suelo de la arena guiados por un ishlorsinami. Su llegada no estuvo acompañada por ninguna clase de fanfarria o anuncio. Horza echó un vistazo a su terminal. Faltaban siete horas estándar exactas para la destrucción del Orbital. Aplausos, vítores y —al menos cerca de Horza—, sonoros abucheos acogieron a los jugadores, aunque los campos de silencio se encargaron de que los ruidos apenas resultaran audibles. Los Jugadores fueron emergiendo de entre las sombras que cubrían la rampa. Algunos saludaban a la multitud que había acudido para verles jugar, mientras que otros no le prestaban ninguna atención.
Horza reconoció a unos cuantos. Los que conocía —o aquellos de los que había oído hablar— eran Ghalssel, Tengayet Doy-Suut, Wilgre y Neeporlax. Ghalssel, de los Incursores de Ghalssel…, probablemente la Compañía Libre con más éxitos en su haber. Horza había oído llegar a la nave mercenaria desde más de once kilómetros de distancia mientras estaba haciendo el trato con la mujer que le compró la lanzadera. La mujer se había quedado como paralizada y se le vidriaron los ojos. Horza no quiso preguntarle si creía que aquel ruido indicaba la llegada de la Cultura y la destrucción del Orbital unas horas antes de lo anunciado o, sencillamente, que venían a por ella por haber comprado una lanzadera de procedencia dudosa.
Ghalssel era un hombre de aspecto corriente, lo bastante corpulento como para que estuviera claro que había nacido en un planeta de alta gravedad, pero sin la apariencia de poder contenido y compacto que suelen poseer la mayoría de esas personas. Vestía con sencillez y llevaba la cabeza totalmente afeitada. Los rumores afirmaban que sólo las estrictas reglas de una partida de Daño podían obligar a Ghalssel a quitarse el traje espacial que era su eterno atuendo.
Tengayet Dot-Suut era muy alto. Tenía la piel oscura y también vestía con sencillez. El Suut era el Jugador Campeón de Daño, tanto en promedio de partidas como en ganancias y créditos máximos. Llegó de un planeta que había sido Contactado recientemente, hacía veinte años. Se rumoreaba que en su mundo de origen también era un gran campeón de todos los juegos basados en el azar y el farol. Allí era donde se había hecho extirpar la cara, sustituyéndola por una máscara de acero inoxidable. Sólo los ojos seguían teniendo vida: dos joyas blandas carentes de expresión incrustadas en el metal bruñido. La máscara tenía un acabado mate para impedir que sus oponentes vieran el reflejo de las cartas en ella.
Wilgre necesitó la ayuda de unos cuantos esclavos de su séquito para subir por la rampa. El gigante azul de Ozleh vestía una túnica espejo, y daba la impresión de ir siendo propulsado por las minúsculas siluetas humanas que le seguían, aunque de vez en cuando el extremo de su túnica se movía para mostrar como sus cuatro piernas rechonchas luchaban por impulsar su inmenso cuerpo rampa arriba. Sus manos sostenían un gran espejo y un látigo de plomo en cuyo extremo había un ro-gothur cegado —sus cuatro patas estaban recubiertas de metales preciosos, su hocico quedaba oculto por un bozal de platino y sus ojos habían sido sustituidos por esmeraldas—, que hacía pensar en una esbelta pesadilla del más puro color blanco. La gigantesca cabeza del animal se movía de un lado para otro mientras utilizaba su sentido ultrasónico para captar lo que le rodeaba. Las treinta y dos concubinas de Wilgre ocupaban una terraza situada casi en línea recta ante la de Horza. Cuando vieron a su señor arrojaron a un lado sus velos corporales y se dejaron caer sobre las rodillas y los codos para adorarle. Wilgre las saludó moviendo el espejo. Casi todos los teleobjetivos de aumento y microcámaras que habían logrado entrar en el auditorio burlando la vigilancia de los guardias giraron sobre sus ejes para enfocar a las treinta y dos hembras de aquel harén que tenía la reputación de ser el más soberbio y escogido de toda la galaxia conocida.
Neeporlax ofrecía un cierto contraste con los demás. Su flaca y desgarbada silueta vestida con una túnica no muy limpia avanzó por la rampa parpadeando bajo las luces de la arena mientras su mano aferraba un muñeco de peluche. El chico era el segundo mejor Jugador de Daño de la galaxia, pero siempre regalaba sus ganancias y hasta el hotel de taxicamas más mugriento se lo habría pensado dos veces antes de admitirle como cliente. Neeporlax estaba medio ciego, sufría incontinencia urinaria, tenía aspecto de encontrarse seriamente enfermo y era albino. Solía perder el control de su cabeza en los momentos más tensos del juego, pero sus manos sostenían las holocartas tan firmemente como si estuvieran incrustadas en un peñasco. Neeporlax también necesitó ayuda para subir por la rampa. Una joven le acompañó hasta su sillón, le peinó, le dio un beso en la mejilla y fue a la zona de los doce asientos, colocándose inmediatamente detrás de Neeporlax.
Wilgre alzó una de sus rechonchas manos azules y arrojó unos cuantos centesimos ala multitud que se había congregado detrás de las vallas. Los espectadores lucharon entre sí para apoderarse de las monedas. Wilgre tenía la costumbre de arrojar unas cuantas monedas de valor bastante más alto entre los centésimos. Antes de una partida celebrada hacía varios años dentro de una luna que se dirigía hacia un agujero negro arrojó un billón junto con la calderilla, desprendiéndose de lo que bien podía ser una décima parte de su fortuna con un mero giro de la muñeca. Wilgre, un vagabundo de los asteroides en plena decrepitud que había sido rechazado como Vida porque sólo tenía un brazo, había acabado convirtiéndose en propietario de un planeta entero.
El resto de los Jugadores formaban un grupo variopinto, pero Horza no les conocía…, con una excepción. Tres o cuatro de ellos fueron acogidos con vítores y algunos fuegos artificiales, por lo que era de suponer que tenían cierta fama; el resto eran nuevos o fueron recibidos con un silencio desdeñoso.
El último jugador que subió por la rampa era Kraiklyn.
Horza se reclinó en su diván y sonrió. El líder de la Compañía Libre se había hecho practicar una pequeña alteración facial temporal —probablemente un estiramiento—, y se había teñido el cabello, pero no cabía duda de que era él. Vestía un traje de una sola pieza de color claro, iba afeitado y tenía el cabello castaño. Los otros tripulantes de la Turbulencia en cielo despejado quizá no le hubieran reconocido, pero Horza le había observado con mucha atención, fijándose en sus movimientos, su forma de caminar y la estructura de sus músculos faciales. Para el Cambiante, Kraiklyn destacaba entre los demás Jugadores de forma tan estridente como un peñasco en un campo cubierto de guijarros.
Cuando todos los Jugadores hubieron ocupado sus puestos, las Vidas de cada uno fueron acompañadas hasta los asientos situados detrás de cada Jugador.
Todas las Vidas eran humanoides. La mayoría daban la impresión de estar ya medio muertos, aunque físicamente todos estaban intactos. Fueron llevados uno a uno hasta sus asientos y se les ató con los arneses de sujeción. Sus cabezas desaparecieron bajo los cascos negros ultraligeros que cubrían todo su rostro con excepción de los ojos. La mayoría se dejaron caer hacia adelante en cuanto se les ató al asiento. Unos pocos mantuvieron la postura erguida, pero ninguno alzó la cabeza ni miró a su alrededor. Todos los Jugadores regulares disponían del complemento máximo de Vidas permitido; algunos las hacían adiestrar en instituciones especiales, otros dejaban que sus agentes les proporcionaran el tipo de personas que deseaban. Los Jugadores menos ricos y no tan bien conocidos —como Kraiklyn—, tenían que conformarse con la cosecha de las prisiones y los asilos, y con unos cuantos depresivos a sueldo que legaban su cuota de las posibles ganancias a otra persona. Los miembros de la secta del Abatimiento solían dejarse convencer con bastante facilidad para actuar como Vidas, tanto gratuitamente como a cambio de una donación para su causa, pero Horza no vio ninguno de los tocados de varios niveles o los símbolos del ojo sangrante que distinguían a los devotos de esa secta.