—No lo sé. No creo que sean capaces de leer las mentes, pero… ¿Quién sabe? No creo que los Dra'Azon sepan gran cosa sobre la guerra o sobre lo que he estado haciendo desde que abandoné el Mundo de Schar…, y creo que tampoco les importa demasiado. Probablemente eso hará que no estén en condiciones de sumar uno y uno pero… ¿Quién sabe? —Horza se encogió de hombros—. Supongo que vale la pena intentarlo.
—Bien. Volveremos a hablar cuando nos hayamos reunido con la flota. Por ahora debemos rezar para que no haya más incidentes. Quizá quieras hablar con Perosteck Balveda antes de que sea interrogada. Me he puesto en contacto con el Inquisidor de la Flota y he obtenido permiso para que puedas verla, si así lo deseas.
Horza sonrió.
—Xora, nada me gustaría más que verla…
El Querl tenía otros asuntos de los que ocuparse mientras la nave se alejaba del sistema de Sorpen. Horza se quedó en el camarote de Xoralundra para descansar y comer antes de visitar a Balveda.
La comida que se le sirvió era el máximo esfuerzo de una autocantina de crucero dispuesta a producir algo adecuado para el consumo humano, pero sabía horrible. Horza comió lo que pudo y bebió cierta cantidad de agua destilada que tampoco sabía demasiado bien. El menú le fue servido por un medjel, una criatura parecida a un lagarto que medía dos metros y tenía una cabeza bastante larga y achatada y seis patas: cuatro de ellas servían para correr, y el primer par era utilizado como manos. Los medjels eran la especie compañera de los idiranos. Su complicada simbiosis social había abastecido de becas y fondos para la investigación a muchas facultades de exosociología de muchas universidades a lo largo de los milenios que los idiranos llevaban formando parte de la comunidad galáctica.
Los idiranos habían evolucionado lentamente en Idir, su mundo natal, hasta convertirse en los monstruos de mayor categoría de todo un planeta lleno de monstruos. La frenética y salvaje ecología de las primeras épocas de Idir había desaparecido hacía ya mucho tiempo, y lo mismo había ocurrido con todos los monstruos que lo poblaban, salvo los supervivientes de los zoológicos. Pero los idiranos habían conservado la inteligencia que les convirtió en vencedores de aquel largo combate, así como la inmortalidad biológica que —debido al salvajismo de la lucha por la supervivencia de aquellas primeras etapas, por no mencionar los elevados niveles de radiación idiranos— había sido una ventaja evolutiva en vez de una garantía de estancamiento racial.
Horza dio las gracias al medjel que iba trayéndole platos y se los llevaba casi intactos, pero la criatura no le respondió. La opinión general sobre la inteligencia de los medjels era que rozaba los dos tercios de la inteligencia de un humanoide promedio (fuera lo que fuese tal ser), lo cual les convertía en dos o tres veces más estúpidos que un idirano normal. Aun así, eran buenos soldados —aunque poco imaginativos—, y había montones de ellos; algo así como diez o doce por cada idirano. Cuarenta mil años de evolución y crianza habían conseguido que la lealtad acabara grabada hasta en su mismísimo código cromosómico.
Horza estaba cansado, pero no intentó dormir. Le dijo al medjel que le llevara hasta Balveda. El medjel se lo pensó durante unos segundos, pido permiso mediante el intercomunicador del camarote y se encogió visiblemente al recibir la severa reprimenda verbal administrada por Xoralundra, quien se hallaba en el puente de la nave con el capitán del crucero.
—Sígame, señor —dijo el medjel abriendo la puerta del camarote.
Una vez en los pasillos del crucero la atmósfera idirana era más perceptible de lo que había sido en el camarote de Xoralundra. El olor a idirano se había vuelto mucho más potente, y hasta los ojos de Horza eran incapaces de ver algo a más de unas cuantas decenas de metros. El suelo era blando y el aire caliente y húmedo. Horza caminó rápidamente por el pasillo viendo menearse el muñón de la cola del medjel que le precedía.
Durante el trayecto se encontró con dos idiranos, ninguno de los cuales le prestó la más mínima atención. Quizá lo sabían todo sobre él y lo que era, y quizá no. Horza sabía que los idiranos odiaban el exceso de curiosidad o el revelar cualquier carencia de información.
Llegaron a una intersección de pasillos y Horza estuvo a punto de chocar con las camillas antigravitatorias que transportaban a dos medjels heridos seguidos por dos soldados de su raza. Horza vio pasar a los heridos y frunció el ceño. Las espirales que cubrían sus armaduras de combate eran inconfundibles. Habían sido producidas por un chorro de plasma, y la Gerontocracia no poseía armas de plasma. Horza se encogió de hombros y siguió caminando.
Acabaron llegando a una parte del crucero en que el pasillo estaba bloqueado por paneles deslizantes. El medjel dijo algo ante cada barrera y éstas se fueron abriendo. Un centinela idirano con una carabina láser montaba guardia ante una puerta; vio acercarse a Horza y al medjel, y cuando llegaron ya había abierto la puerta. Horza saludó al centinela con un gesto de cabeza mientras cruzaba el umbral. La puerta se cerró con un silbido a su espalda y se encontró delante de otra, que se abrió una fracción de segundo después.
Balveda se volvió rápidamente hacia él apenas entró en la celda. A juzgar por su aspecto, parecía haber estado paseando de un lado para otro. Cuando vio a Horza echó la cabeza levemente hacia atrás y emitió un sonido gutural que quizá fuese una carcajada.
—Bien, bien… —dijo, y su voz suave era un ronco susurro—. Has sobrevivido. Te felicito. Por cierto, mantuve mi promesa. Cómo han cambiado las cosas, ¿eh?
—Hola —replicó Horza. Cruzó los brazos sobre el peto de su traje y contempló a la mujer de arriba abajo. Balveda vestía la misma túnica gris y no parecía haber sufrido ningún daño—. ¿Qué ha sido de esa cosa que llevabas colgando del cuello? —le preguntó.
Balveda bajó la vista hacia sus pechos, allí donde había estado el medallón.
—Bueno, lo creas o no, resultó ser un memoriforme.
Le sonrió y se sentó en el suelo cruzando las piernas. Dejando aparte la repisa de la cama, era el único sitio donde sentarse. Horza la imitó. Las piernas ya casi habían dejado de dolerle. Recordó las quemaduras en forma de espiral que había visto en la armadura del medjel.
—Un memoriforme… Supongo que no hay ninguna posibilidad de que también fuera un arma de plasma, ¿verdad?
La agente de la Cultura asintió con la cabeza.
—Pues sí. Entre otras cosas…
—Ya me lo imaginaba. He oído comentar que tu proyectil cuchillo decidió despedirse de este mundo a lo grande y haciendo mucho ruido.
Balveda se encogió de hombros.
Horza la miró a los ojos.
—Supongo que si tuvieras algo importante que contarles no estarías aquí, ¿verdad?
—Puede que estuviera aquí —admitió Balveda—, pero no seguiría con vida. —Estiró los brazos sobre su cabeza y suspiró—. Bueno, supongo que tendré que pasar el resto de la guerra en un campo de internamiento, a menos que encuentren a alguien con quien hacer un intercambio… Mi única esperanza es que esto no dure demasiado.
—Oh, ¿crees que la Cultura puede rendirse pronto?
Horza sonrió.
—No, creo que quizá no tarde mucho en ganar la guerra.
—Debes de estar loca.
Horza meneó la cabeza.
—Bueno… —dijo Balveda asintiendo con expresión melancólica—. Si he de serte sincera, creo que la Cultura acabará ganando.
—Si seguís retrocediendo como lo habéis hecho durante los últimos tres años, acabaréis en algún lugar de las Nubes.
—No voy a revelarte ningún secreto, Horza, pero quizá no tardes en descubrir que ya nos hemos hartado de retroceder.