Fuera la atmósfera era sorprendentemente fría. Horza vio las nubecillas de su aliento ante él mientras miraba rápidamente a su alrededor intentando localizar a Kraiklyn. La multitud que había fuera de la arena parecía casi tan compacta y numerosa como la del interior. La gente pregonaba sus mercancías, vendía entradas, se tambaleaba o paseaba de un lado para otro, intentaba mendigar dinero de cualquier desconocido, robaba carteras, observaba los cielos o los grandes espacios despejados que había entre los edificios. Un desfile interminable de máquinas relucientes caía del cielo con un rugido o emergía de los bulevares. Los aparatos se detenían unos momentos y se alejaban a toda velocidad repletos de personas.
Horza no podía ver nada. Se fijó en un guardia gigantesco, un coloso de tres metros con un traje espacial muy pesado que blandía una pistola enorme y miraba a su alrededor con ojos inexpresivos. Tenía la piel muy pálida y unos mechones pelirrojos asomaban por debajo de su casco.
—¿Estás libre? —preguntó Horza moviéndose en una especie de brazada para atravesar un grupo de gente que estaba observando a unos insectos luchadores y llegar hasta el gigante.
Aquel ancho rostro de rasgos toscos asintió solemnemente y el guardia se puso en posición de firmes.
—Lo estoy —gruñó.
Tenía un vozarrón acorde con su estatura.
—Aquí tienes un centesimo —se apresuró a decir Horza, metiendo una moneda en el guante del hombretón, donde pareció desvanecerse—. Deja que me suba a tus hombros. Estoy buscando a alguien.
—Muy bien —dijo el guardia después de pensárselo un segundo.
Fue doblando lentamente una rodilla extendiendo el rifle ante él para no perder el equilibrio hasta que acabó apoyando la culata en el suelo. Horza pasó las piernas sobre los hombros del gigante. El hombretón volvió a erguirse sin esperar a que Horza se lo pidiera, y el Cambiante se encontró bastante por encima de las cabezas de la multitud. Volvió a taparse el rostro con el capuchón de su blusa y sus ojos recorrieron el gentío buscando una silueta vestida con un traje de una pieza de color claro, aunque sabía que Kraiklyn podía haberse cambiado de atuendo. Incluso era posible que ya se hubiera marchado… Horza podía sentir como una mezcla de tensión nerviosa y desesperación estaba empezando a agarrotarle el estómago. Intentó tranquilizarse diciéndose que el haber perdido a Kraiklyn ahora no tenía mucha importancia, que siempre podía dirigirse a la zona portuaria y llegar al VGS donde estaba la Turbulencia en cielo despejado; pero sus entrañas se negaban a dejarse calmar tan fácilmente. Era como si la atmósfera del juego y la excitación de aquellas últimas horas de existencia del Orbital, la ciudad y la arena hubieran alterado su química corporal. Podía haberse concentrado en ella obligándose a relajarse, pero ahora no podía permitirse el lujo de perder esos momentos. Tenía que buscar a Kraiklyn.
Examinó la abigarrada colección de individuos que esperaban la llegada de las lanzaderas en un área acordonada y después recordó uno de los pensamientos de Kraiklyn que había captado, algo sobre haber desperdiciado un montón de dinero. Apartó los ojos de allí y examinó el resto de la multitud.
Le vio. El capitán de la Turbulencia en cielo despejado estaba de pie en una cola de gente que esperaba subir a los taxis y autobuses. Se encontraba a unos treinta metros de distancia, con su traje color claro parcialmente cubierto por una capa gris, los brazos cruzados ante el pecho y los pies bastante separados. Horza se inclinó hacia adelante hasta que su cara casi rozó el rostro invertido del guardia.
—Gracias. Ya puedes bajarme.
—No tengo cambio —gruñó el hombretón mientras empezaba a inclinarse.
La vibración recorrió todo el cuerpo de Horza.
—No importa, quédate el resto.
Horza saltó de la espalda del guardia. El gigante se encogió de hombros y Horza echó a correr, agachándose y haciendo fintas para esquivar a la gente, dirigiéndose hacia el lugar donde había visto a Kraiklyn.
Echó un vistazo a la terminal que llevaba en la muñeca izquierda. Faltaban dos horas y media para la destrucción. Horza empujó, se deslizó por los huecos que encontraba, pidió excusas y se disculpó sin dejar de moverse por entre la multitud, y durante el trayecto vio a muchas personas con los ojos clavados en relojes, terminales y pantallas, oyó muchas vocéenlas sintetizadas que graznaban la hora y a muchos humanos nerviosos que la repetían.
Allí estaba la cola. Horza pensó que parecía sorprendentemente ordenada, y unos instantes después se dio cuenta de que estaba siendo supervisada por los mismos guardias de seguridad que había visto dentro de la arena. Kraiklyn ya casi había llegado al comienzo de la cola, y un autobús estaba acabando de llenarse. Varios deslizadores y vehículos más pequeños esperaban detrás de él. Kraiklyn señaló hacia uno de ellos mientras un guardia de seguridad con una pantalla de notas le decía algo.
Horza contempló la fila de siluetas que esperaban y supuso que debía de haber varios centenares de personas en ella. Si se les unía perdería a Kraiklyn. Miró rápidamente a su alrededor y se preguntó qué otra forma de seguirle podía haber.
Alguien chocó contra su espalda y Horza giró sobre sí mismo para encontrarse con un grupo de personas que vestían ropas multicolores y hacían mucho ruido. Una mujer enmascarada con un traje plateado muy ceñido estaba gritando e insultando a un hombrecillo de expresión perpleja con una larga cabellera que llevaba unos complicados aros de cordel verde oscuro por único atuendo. La mujer siguió gritando incoherencias durante unos segundos y acabó abofeteando al hombrecillo. Horza le vio retroceder meneando la cabeza. La gente estaba observándoles. Horza se aseguró de que no le habían robado nada cuando sintió el choque en su espalda y volvió a mirar a su alrededor en busca de algún medio de transporte.
Un aerodeslizador pasó ruidosamente por encima de su cabeza y dejó caer panfletos escritos en un lenguaje que Horza no comprendía.
—Sarble… —dijo un hombre de piel transparente volviéndose hacia su acompañante mientras los dos emergían de entre la multitud y pasaban junto a Horza.
El hombre estaba intentando ver las imágenes de una pequeña terminal mientras caminaba. Horza captó un fugaz atisbo de algo que le sorprendió. Conectó su terminal y sintonizó el canal adecuado.
Estaba viendo lo que parecía el mismo incidente al que había asistido en el auditorio unas horas antes, el altercado de la terraza situada sobre la suya cuando oyó comentar que Sarble el Ojo había sido capturado por los guardias de seguridad. Horza frunció el ceño y acercó la pantalla de muñeca a sus ojos.
Era el mismo sitio y se trataba del mismo incidente, visto desde casi el mismo ángulo y distancia aparente a que se encontraba cuando los había observado. Horza contempló la pantalla torciendo el gesto e intentó imaginarse desde dónde podían haber grabado la imagen que estaba viendo ahora. La escena llegó a su fin y fue sustituida por varios planos de seres bastante excéntricos divirtiéndose en el auditorio mientras la partida de Daño seguía desarrollándose al fondo del plano.
«Si se pusiera en pie y diera unos cuantos pasos…», pensó Horza.
Era la mujer.
La mujer de cabellera canosa que había visto antes de pie en el último nivel de la arena jugueteando con su tiara; la misma mujer que había estado en esa misma terraza junto a su diván cuando se produjo el incidente que acababa de ver en la pantalla. La mujer era Sarble el Ojo. La tiara debía de ser una cámara, y la persona de la terraza superior algún ayudante suyo cuya misión era despistar a los guardias de seguridad.
Horza desconectó la terminal. Sonrió y meneó la cabeza como para desalojar aquella pequeña e inútil revelación del centro de su atención. Tenía que encontrar algún medio de transporte.