—Eso está por ver… Francamente, me sorprende que hayáis aguantado tanto tiempo.
—Lo mismo le ocurre a nuestros amigos de tres patas. Todo el mundo está sorprendido. A veces pienso que hasta nosotros mismos estamos sorprendidos…
—Balveda… —Horza dejó escapar un suspiro de cansancio—. Para empezar, sigo sin saber por qué diablos lucháis. Los idiranos nunca representaron una amenaza para vosotros. Si dejarais de luchar contra ellos seguirían sin ser una amenaza. ¿Es que la vida en vuestra gran Utopía acabó volviéndose tan aburrida que necesitabais una guerra, o qué?
—Horza —dijo Balveda inclinándose hacia adelante—, yo tampoco comprendo por qué luchas. Sé que Hiedohre está en…
—Heibohre —la interrumpió Horza.
—De acuerdo, como se llame ese maldito asteroide en el que vivís los Cambiantes. Sé que se encuentra en el espacio idirano, pero…
—Eso no tiene nada que ver, Balveda. Lucho a su lado porque creo que tienen razón y que vosotros estáis equivocados.
Balveda se echó hacia atrás y puso cara de asombro.
—Tú… —empezó a decir. Bajó la cabeza y la movió lentamente de un lado para otro con los ojos clavados en el suelo. Finalmente, alzó la mirada hacia él—. No te comprendo, Horza. De veras… Debes saber perfectamente qué cantidad de especies, civilizaciones, sistemas e individuos han sido destruidos o…, o esclavizados por los idiranos y su maldita religión de locos. ¿Qué diablos ha hecho la Cultura que se pueda comparar con eso?
Tenía una mano sobre la rodilla y la otra ante el rostro de Horza, los dedos tensos como si estuviera estrangulando a alguien. Horza la observó y sonrió.
—Bueno, Perosteck, no cabe duda de que en ese aspecto los idiranos os llevan la delantera, y les he dicho en más de una ocasión que no me gustan nada algunos de sus métodos ni tampoco el fervor con que los aplican. Estoy a favor de que todo el mundo pueda llevar la clase de vida que prefiera. Pero el caso es que han decidido enfrentarse a vosotros, y eso lo cambia todo, al menos en mi caso. ¿Sabes por qué? No es que esté a favor de ellos. Estoy contra vosotros, y estoy dispuesto a… —Horza se calló durante unos segundos y acabó dejando escapar una risita—. Bueno, supongo que suena un tanto melodramático, pero te aseguro que… Estoy dispuesto a morir por ellos. —Se encogió de hombros—. Es así de sencillo.
Horza asintió con la cabeza mientras pronunciaba estas palabras y Balveda dejó caer la mano que había extendido hacia él y desvió la mirada a un lado, meneando la cabeza y dejando escapar el aire en una ruidosa exhalación. Horza siguió hablando.
—Porque… Bueno, supongo que creíste que estaba bromeando cuando le dije al viejo Frolk que estaba convencido de que el proyectil cuchillo era el auténtico representante de la Cultura. No bromeaba, Balveda. Entonces hablaba en serio y ahora también hablo en serio. No me importa lo justificada que crea estar la Cultura, o cuantas personas maten los idiranos. Están del lado de la vida…, la vieja, aburrida y anticuada vida biológica. Bien sabe Dios que la vida apesta, que es falible y miope…, pero es real y es la vida. Vosotros estáis gobernados por vuestras máquinas. Sois un callejón sin salida evolutivo. El problema es que intentáis olvidaros de eso, y la única forma de conseguirlo es arrastrar a todos los demás en vuestra caída. Lo peor que podría ocurrirle a la galaxia es que la Cultura acabara ganando esta guerra.
Se quedó callado para darle la oportunidad de decir algo, pero Balveda siguió con la cabeza gacha, meneándola lentamente de un lado para otro. Horza se rió de ella.
—¿Sabes una cosa, Balveda? Para ser una especie tan sensible hay momentos en los que demostráis poseer muy poca empatía.
—Usa tu empatía para comprender la estupidez y ya has recorrido la mitad del camino que te acaba llevando a pensar como un idiota —murmuró la mujer.
Seguía sin mirar a Horza, quien volvió a soltar una carcajada y se puso en pie.
—Tanta…, tanta amargura, Balveda —dijo.
Balveda alzó los ojos hacia él.
—Voy a decirte una cosa, Horza —replicó en voz baja—. Vamos a ganar.
Horza meneó la cabeza.
—No lo creo. No sabéis cómo conseguirlo.
Balveda inclinó la cabeza y cruzó las manos a su espalda. Estaba muy seria.
—Podemos aprender, Horza.
—¿De quién?
—De cualquiera que tenga alguna lección que enseñarnos —dijo ella hablando muy despacio—. Pasamos gran parte de nuestro tiempo observando a los guerreros y los fanáticos, los matones y los militaristas…, la gente que está decidida a vencer sea como sea. Oh, no nos faltan maestros.
—Si quieres saber algo sobre cómo vencer, pregúntaselo a los idiranos.
Balveda guardó silencio durante unos momentos. Su rostro estaba tranquilo y pensativo, quizá triste. Acabó asintiendo con la cabeza.
—Dicen que la guerra es peligrosa porque puedes acabar pareciéndote a tu enemigo —murmuró. Se encogió de hombros—. Bueno, lo único que podemos hacer es albergar la esperanza de que no nos ocurra eso. Si la fuerza evolutiva en la que pareces creer es real, trabajará a través de nosotros, no de los idiranos. Si te equivocas, esa fuerza merece verse superada.
—Balveda —dijo Horza dejando escapar una leve carcajada—, no me decepciones. Prefiero que me plantes cara… Parece como si estuvieras a punto de darme la razón.
—No —suspiró ella—. No voy a darte la razón. Échale la culpa al entrenamiento que me dieron en Circunstancias Especiales. Intentamos pensar en todo. Estaba siendo pesimista, nada más.
—Tenía la impresión de que CE no permitía esa clase de pensamientos.
—Pues te equivocas, señor Cambiante —dijo Balveda enarcando una ceja—. CE permite toda clase de pensamientos. Ésa es la razón de que algunas personas lo encuentren tan aterrador.
Horza creía saber a qué se estaba refiriendo. Circunstancias Especiales siempre había sido el arma de espionaje moral de la sección de Contacto, la punta de lanza de la política diplomática de interferencia de la Cultura, la élite de la élite en una sociedad que aborrecía toda clase de elitismo. Incluso antes de la guerra su posición y su imagen dentro de la Cultura habían sido algo ambiguas. Atraía y, al mismo tiempo, era peligrosa. Poseía un aura de sexualidad vagamente canallesca —no había otra palabra con que definirla—, que implicaba el comportamiento depredador, la seducción e, incluso, la violación.
Y también estaba envuelta en una atmósfera de secreto (en una sociedad que adoraba la ausencia de secreto) insinuadora de actos desagradables y vergonzosos, y un ambiente de relatividad moral (en una sociedad que se aferraba a sus absolutos: vida/bien, muerte/mal; placer/bien, dolor/mal) que era tan atractiva como repulsiva, pero que siempre resultaba excitante.
No había ninguna otra parte de la Cultura que representara con mayor exactitud lo simbolizado por la sociedad como un todo, o más militante en la aplicación de las creencias fundamentales de la Cultura. Y, aun así, cualquier otra parte de la sociedad encarnaba mejor su carácter cotidiano.
La guerra hizo que Contacto se convirtiera en el aparato militar de la Cultura, y Circunstancias Especiales pasó a ser su sección de inteligencia y espionaje (el eufemismo sólo se volvió un poco más obvio, eso era todo). Y la guerra hizo que la posición de CE dentro de la Cultura cambiase para empeorar. Se convirtió en el depósito de la culpabilidad experimentada por la gente de la Cultura que, para empezar, había accedido a entrar en guerra. Pasó a ser despreciada como un mal necesario, vilipendiada como un compromiso moral desagradable y considerada como algo en lo que ciertas personas preferían no pensar.
Aun así, lo cierto es que CE intentaba pensar en todo, y sus Mentes tenían la reputación de ser todavía más cínicas, amorales y escurridizas que las Mentes de Contacto. Eran máquinas sin ilusiones que se enorgullecían de pensar todo lo pensable llevándolo a sus máximos extremos y, como tales, habían emitido la predicción de que eso sería justamente lo que acabaría ocurriendo. CE se convertiría en un paria, un chivo expiatorio, y su reputación como tal sería una especie de glándula que serviría para absorber los venenos creados por la conciencia de la Cultura. Pero Horza suponía que saber todo eso no hacía que una persona como Balveda pudiera encontrarlo más fácil de soportar. La gente de la Cultura no podía aguantar el ser odiada, sobre todo por sus conciudadanos, y la tarea que había recaído sobre los hombros de aquella mujer ya era lo bastante difícil de por sí sin el peso añadido de saber que para la mayoría de personas de su propio bando su existencia era un anatema todavía mayor que para el enemigo.