Se aprende a tener la boca callada.
Quince años más tarde, su abuela había muerto. El vestíbulo color púrpura, el vestidor ocre, también el cuarto amarillo y todo lo que contenía Almagro 38 era suyo. Dinero no, ni una peseta; la anciana debió de estirar sus ahorros hasta el último día para seguir haciendo solitarios en el salón como una gran señora. Y durante esos muchos años de separación, Carlos había crecido hasta convertirse en lo que ya apuntaba ser de niño, alguien a quien le interesaban más los sueños que la realidad, más las películas que el primero de Derecho (aunque éste, según se mire, debía de interesarle muchísimo puesto que lo repitió tres veces). Quince años, pues, para hacerse tan alto como su padre, con el mismo aire oscuro y algo trasnochado como si el destino hubiera querido hacer con él un ensayo: injertar el aspecto y el porte de un personaje del siglo XIX con unos pantalones Levis 25 onzas. Por eso Carlos tenía el pelo ondulado, largas las patillas y la piel tan clara que se le traslucían unas venas azules en las sienes. «Si hubieras nacido en otra época serías un húsar de Pavía», le dijo una vez Marijose, la enfermera de su padre, que no entendía de órdenes militares pero sí mucho de telenovelas y de películas románticas. Sin embargo, ahora Marijose ya no trabajaba para ellos: el doctor García había muerto diez meses antes de que llegara la salvadora noticia de que la casa de Abuela Teresa iba a ser para ellos.
Ya sólo faltaba que Carlos se trasladara a Madrid para tomar posesión de Almagro 38. Cómo le habría gustado que su padre pudiera verlo, sobre todo para que en esta ocasión Ricardo García no hubiera tenido que quedarse en el umbral ni recibir un saludo helado o una palmadita en el brazo, pero Carlos marchó solo. Una vez en Madrid pudo comprobar que lo que heredaba se encontraba en peor estado de lo que cabía esperar. En la casa, cubiertas por sábanas blancas, yacían cada una de las viejas camas, los muebles, y todos los innumerables enseres que resultaron ser los mismos que Carlos recordaba de su última visita. Nadie en todos estos años parecía haberse tomado la molestia de cambiar ni un detalle, ni un cenicero de sitio, con la decadencia austera que caracteriza a las personas que desean que sus objetos mueran también con ellas. Sin embargo, Carlos no se detuvo en observar nada de esto. Como si fuera un niño, como si fuese una vez más la hora de la siesta, con el manojo de llaves de su abuela en la mano, buscó la puerta prohibida y luego el armario, y allí seguía estando como siempre la muchacha del cuadro entre un sinfín de cachivaches inútiles… Entonces, tal como habían hecho casi veinte años atrás unos brazos desconocidos, Carlos alzó el retrato para devolverlo a su lugar de privilegio en el cuarto amarillo, donde durante tanto tiempo lo sustituyera ese paisaje de árboles que a su abuela le gustaba mirar mientras jugaba a las cartas. Sólo entonces pensó en lo que había heredado. Almagro 38 era todo suyo. Aparte del piso, no parecía haber nada de gran valor, pero qué más daba: cuando pudiera venderlo tendría mucho más dinero del que había disfrutado nunca. Hasta entonces, se dijo, sólo era cuestión de administrarse bien y conseguir en Madrid un trabajo fácil que -al menos en teoría- le dejara tiempo libre para continuar con sus estudios de Derecho. Y mientras encontraba comprador para la casa, podría vivir en ella, e intentar descubrir sus secretos.
– A ver si lo entiendo, cazzo Carlitos -le había interrumpido Néstor cuando la historia llegó a este punto y el almíbar de las guindas amenazaba con desbordarse de uno de los calderos de cobre, en la cocina de La Morera y el Muérdago.
Pero es que la confesión de Carlos había sido tan extensa que Néstor temía haber perdido el tema central y tuvo que revolver el almíbar al revés, cosa que no debe hacerse nunca, so pena de convertir las guindas en cerezas pónticas.
– A ver si lo he entendido bien. Tú acabas de instalarte en Madrid porque has heredado una casa que ni por asomo puedes mantener. Además, para complicar un poquito las cosas, no conoces a nadie en la ciudad, pero tienes una romántica historia con una dama que vive en un armario. ¿Voy bien?
– ¡Vamos, Néstor…!
– Pero si te entiendo perfectamente: una herencia inesperada… un sueño de infancia… un amor romántico… supongo que ahora irás a decirme, como todos los incautos que llegan a la gran ciudad, que crees que quizá un día te encuentres a la muchacha misteriosa paseando un perrito por el Retiro o comiendo hamburguesas en un McDonald's. Mira, Carlitos, creo que los vapores de las guindas se te han subido demasiado a las meninges…
– Ya sé que nunca encontraré a esa chica, no soy tan imbécil, pero te aseguro que encuentro trozos de ella por todos lados -respondió Carlos.
Y entonces se vio obligado a repetir su explicación de que, desde que comenzara a trabajar para Néstor, se había dado cuenta de que la profesión de camarero le permitía descubrir en otras mujeres las partes que más amaba de aquella dama: un busto muy blanco aquí… allá su maravillosa sonrisa… y con eso se daba por satisfecho. Al fin y al cabo, quién era y en qué época vivió la joven del cuadro, si se trataba de una persona real o tan sólo era producto de la idealización de un pintor, eran para Carlos incógnitas insolubles.
Sin embargo, el alcohol hacía de las suyas, y no sólo en Carlos, sino también en alguien tan prudente como Néstor. Porque inesperadamente, y llegado a este punto de euforia, el cocinero cambió de actitud. De pronto empezó a decir que a él no le interesaban nada las mujeres ideales pero sí los presagios que a veces se tienen en la vida y cómo el destino se comporta de modo tan extravagante. Luego, bajando el volumen de la voz como si fuera a pronunciar un extraño conjuro, añadió:-Vamos, Carletto, no me digas que no te gustaría averiguar quién fue esa muchacha. ¿Qué tal si la buscamos?, es muy romántico todo eso de encontrar en otras mujeres los atributos que has visto en la dama del cuadro, pero me parece una tontería pudiendo invocar a la de verdad.
– Atributos que veo -le corrigió Carlos, igualmente borracho-, no te olvides de que la dama ahora es mía y puedo mirarla todos los días si quiero, aunque nunca sabré de quién se trata ni qué es esa joya verde que sujeta entre los dedos.
Pero Néstor pensaba ya en otras cosas más prácticas que adorar a un cuadro. Y así se lo dijo a su amigo, hasta que acabó por dar al chico una muda palmadita en el hombro que venía a confirmar algo así como: forza, Carletto, guindas confitadas y borracheras aparte, lo cierto es que la tuya es una bonita historia, o sea, que no te preocupes: yo conozco otra forma de averiguar secretos de familia cuando ya no queda nadie a quién hacer preguntas…
– Una preguntita, man. Dígame, y no se le ocurra mentirme: ¿a qué hora es su cita con madame Longstaffe?