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Era el rastafari, que llevaba horas limpiándose las uñas apoyado en el biombo japonés, el que ahora interrumpía los recuerdos de Carlos al dirigirse a Néstor con mirada de sospecha.

– ¿No habrán quedado a las cinco, verdad? -dijo con aire terrible-, porque le advierto de que ésa es la hora en que madame me recibe a mí.

Y al decir «a mí», señaló hacia su pecho, con una larga uña, entre la abertura de la camisa (ajustadísima).

Como era su costumbre desde hacía unos meses, Carlos se quedó suspenso en ese punto de la anatomía del personaje de modo que, si alguna vez volvía a verlo por la calle, no serían sus trenzas en forma de maromas lo que recordaría, tampoco sus dientes, de un blanco desconcertante, dado el aspecto poco saludable de este cofrade de Bob Marley, sino esa larga uña.

– Mi turno es a las cinco, man, ni un minuto más tarde, man.

Pero Néstor le dedicó una sonrisa encantadora, asegurándole que de ninguna manera, que no se preocupara, nosotros tenemos hora a las cinco y media, y podemos esperar. Sin problemas, man.

El hijo de Rasta le devolvió la sonrisa y ya estaba a punto de recuperar su postura junto al biombo japonés cuando su paso fue interrumpido por un caballero muy nervioso que salía de la habitación de madame Longstaffe y que, equivocando su camino hacia la puerta de la calle, entró a la sala de espera.

El hombre se detuvo. Miró a derecha e izquierda. Primero a la dama que ocupaba el sofá aubusson, luego a la otra que estaba junto a la ventana, y pareció aliviado al no reconocer sus caras. A continuación descartó rápidamente la presencia del rastafari, pero sufrió un notable sobresalto al descubrir a Néstor en el sofá vecino. El cocinero, en cambio, lo saludó como a quien se conoce muy someramente: «Adiós, señor Tous», y el hombre desapareció por la puerta, tan rápido que, de toda la escena, Carlos sólo retuvo un rasgo del caballero: una cabeza gris y venerable con el pelo cortado al cepillo.

– Paciencia, Carlitos -le oyó decir a continuación a su amigo Néstor con un suspiro, pero obviamente no se refería a la fugaz aparición del caballero del pelo al cepillo, sino a la lentitud de madame Longstaffe para desplegar sus artes adivinatorias: eran las seis menos cuarto de la tarde y aún les quedaban por delante tres clientes, incluido el amigo Bob Marley-. Tengamos paciencia -repitió, y acto seguido Néstor volvió a sumirse en el mismo silencio tranquilo del que había hecho gala desde que entraron en casa de la adivina. Así, Carlos pudo evocar las últimas palabras de su amigo, interrumpidas por el incidente:

– … Sí, sí… todo lo que acabas de contarme es muy rommmántico -había dicho Néstor aquella tarde con un acento que se italianizaba al calor de las últimas guindas al coñac-, pero te repito: quedarse colgado del recuerdo de una dama inexistente, enamorarse de un fantasma y buscar en otras mujeres parte de su persona es cosa de locos y de gentes poco prácticas… Mira, Carletto, yo tengo otra teoría mucho más lógica. Las obsesiones de este tipo no son más que una anticipación de algo venidero, ¿me comprendes? Esa joven del retrato no es real y, aunque lo fuera, eso a ti no te afecta, porque a estas alturas estará muerta o, en el mejor de los casos será una anciana. Sin embargo, si te fascina de ese modo, significa que en alguna parte encontraremos a otra igual, ¡igualita! -gritaba Néstor muy acalorado.

En ese momento fue cuando exclamó aquello de que él conocía un sistema para averiguar antiguos secretos de familia e invocar idealizaciones de la infancia y que todo era muy sencillo, pues se solucionaba simplemente con una visita a casa de la famosa vidente madame Longstaffe.

Cierto es que, una vez hecha tal revelación, y a pesar de los vapores del alcohol, Néstor Chaffino había rectificado inmediatamente, como empujado por un temor mucho más fuerte que la borrachera.

– …Vamos, Carletto, no creerás que hablaba en serio, ¿verdad? Consultar a una adivina, vaya tontería. Esas cosas del más allá sólo son bobadas… olvídate para siempre del nombre que acabo de pronunciar, no me vas a decir ahora que, además de añorar mujeres fantasma, también crees en las brujas, ¿no?… te lo aseguro, jamás ha existido un conjuro que haga aparecer en carne y hueso una idealización como la tuya… basta, no insistas; no pienso acompañarte, todo es mentira, yo no creo en los hechizos, las adivinas son unas farsantes, unas embusteras… pero lo que es aún más peligroso es que encima son terriblemente tramposas. Y madame Longstaffe es la peor de todas, te lo digo yo…

Quizá fue por culpa de las guindas confitadas. Quizá fue porque las historias románticas siempre resultan irresistibles, o tal vez la claudicación se debió a otra causa que aún no se puede revelar a estas alturas de la historia; pero lo cierto es que Carlos, al final, había logrado ser más persistente que todas las reticencias de su amigo. Por eso estaban allí los dos, esperando turno en la salita color aguamarina. Y por eso Néstor al llegar le había recriminado tan duramente.

– Cazzo Carlitos, tú te has empeñado en consultar a una bruja y de aquí no nos movemos, pero te lo advierto: no me hago responsable de lo que pueda pasar de ahora en adelante.

6

LO QUE VIO LA VIDENTE

Madame Longstaffe estaba tumbada en una chaise longue y desde allí se dirigió a ellos con un marcado acento de Salvador de Bahía:-Agotada, chico, realmente muehta -se le oyó decir.

Y era lógico: pasaban de las ocho y media de la tarde, había empleado a fondo toda su energía humana y esotérica en iluminar el camino de cuatro casos muy difíciles (sobre todo el de la dama misteriosa que no se separaba de la ventana, un caso en verdad extenuante), y tanto esfuerzo la había postrado en la posición que ahora contemplaban Néstor y Carlos, de pie junto a la puerta sin atreverse a entrar. Desde el ángulo que ellos tenían, sólo alcanzaban a ver las piernas de madame Longstaffe, delicadamente cruzadas sobre la tumbona: suave muselina verde las envolvía, y los pies, enfundados en unas babuchas que habrían despertado la envidia de un dux veneciano, temblaban de vez en cuando con un leve estertor.

– Qué tarde monstruosa, pasen, caballeros, los atenderé en unos segundos.

Pero la figura no se movió de donde estaba y Carlos y Néstor decidieron tomar asiento en unas sillas que había al fondo, junto a la mesa de trabajo de la adivina, un par de tronos bastante imponentes que impedían que las cortas extremidades inferiores de Néstor Chaffino llegaran al suelo. Una suerte: a los pocos segundos hizo su aparición un perrito blanco y lanudo que se interesó vivamente por los tobillos del jefe de cocina; un verdadero empecinamiento el suyo, a juzgar por la forma en que ladraba intentando alcanzarlos, y Néstor, retrepado en su silla, no sabía si protegerse o largarle una patada que seguramente lo habría hecho callar.

– Fri-Fri, tais-toi -dijo la voz de madame Longstaffe, desde la chaise-longue, y luego sit! y luego mus!, dando en un instante una demostración de poliglotía que sin duda habría asombrado muchísimo a los dos amigos, si éstos no hubieran estado ocupados en dirigirse una mirada telepática de conmiseración hacia el perrito, un diálogo mudo que podría resumirse así: «Néstor, ¿oíste cómo ha llamado al chucho?» «Ya, Fri-Fri debe de ser hijo de Fru-Fru, está clarísimo…» «Pobre criatura, gracias a Dios que los animales no se dan cuenta de ciertas cosas aterradoras, porque… ¿te imaginas que…?» «¡Ni lo menciones!, estoy completamente de acuerdo contigo: a mí también me horrorizaría tener un pariente (posiblemente un padre) momificado en lo alto de una columna de alabastro con una plaquita identificadora en la base…» «Y luego existe, no te olvides, el peligro de acabar igual algún día…» «Atroz.» «Lo mismo pienso yo: atroz.»