Y ambos cortaron la comunicación telepática con un escalofrío.
Este recuerdo al perrito maltés disecado de la sala aguamarina inmediatamente los hizo mirar en derredor sólo para comprobar que en la estancia en la que ahora se encontraban, el peculiar estilo de decoración Longstaffe lucía en todo su esplendor. Repararon, por ejemplo, en que, a pesar de que la habitación estaba apenas iluminada por una lámpara Bloomsbury, la poca claridad permitía intuir la presencia de varios animales inmóviles que los miraban con sus ciegos ojos de vidrio desde distintas vitrinas: una o dos iguanas de gran tamaño; a su derecha posiblemente un búho, también una raposa de mirada glauca, y otros exponentes del amor de aquella dama por la taxidermia. Sin embargo, la inspección hubo de terminar de forma abrupta sin tiempo para fijarse en otras vitrinas desde las que escrutaban más inmóviles fieras, porque en ese momento madame Longstaffe se levantó de su diván (no sin ciertas dificultades) para ir hacia ellos con una mano extendida.
– Buenas noches, caballeros.
Lo más notable de tan famosa adivina no era su imponente masa de cabellos rubios, ni aquella túnica de muselina verde transparente que la envolvía, tampoco su altura, que rondaba el metro ochenta, sino otra característica que los dos amigos tardarían algo más en percibir.
– Ustedes dirán -entonó con esa cadencia bahiana que tan mal cuadraba con el resto de su personalidad, claramente germánica-: ¿prefieren caracoles, cartas o bola? -Y al decir «bola» giró la cabeza. Entonces fue cuando Carlos comenzó a darse cuenta de que, vista de frente, madame Longstaffe cambiaba de cara, se parecía a Gunilla von Bismarck.
– Veamos, ¿qué quieren? -reclamó impaciente, tal vez aburrida del fulminante efecto que su presencia producía siempre entre los desconocidos-. No se crean que tengo toda la noche para escucharlos. Estoy demasiado cansada para tirar los caracoles, de modo que usted elige: ¿cartas o bola, señor?
Y luego, viendo que Carlos dudaba, añadió, más amable: -Todos los sistemas de adivinación vienen a ser más o menos igual, ¿sabe? Cultivo un método ecléctico yo, de modo que elija lo que prefiera, pero que sea rapidito.
Y Carlos respondió:
– Bueno, no sé… supongo que cartas -comenzó a decir.
No obstante, no llegó a redondear la frase, pues en ese momento, Néstor, que ya había decidido tomar las riendas de la conversación, en pocos minutos hizo un resumen bastante certero de la historia de la muchacha del cuadro que madame Longstaffe escuchó en gran silencio, interrumpiendo sólo de vez en cuando para decir: «Una historia muy linda», y en otras ocasiones: «Pero qué divino», y a veces también: «O belleça.» Y cuando llegó al final del relato, madame Longstaffe, que mientras tanto había aupado hasta sus rodillas al perrito maltes para acariciarle la cabeza al compás de la narración, suspiró, al tiempo que giraba el cuerpo hacia la izquierda como para buscar algo en el cajón de su mesa.
En ese momento Carlos tuvo ocasión de reparar en la extraña cualidad de la adivina que la diferenciaba del resto de los seres humanos: madame Longstaffe tenía dos perfiles completamente distintos. Por ejemplo, ahora, con la frente baja y el pelo retirado de la cara, ya no se parecía a Gunilla von Bismarck, sino que, de repente, había sufrido una imprevista metamorfosis que la convertía en la doble de Malcolm McDowell, lo cual, para Carlos, que había visto hacía poco La naranja mecánica en la televisión, resultó un verdadero shock. Volvió a mirarla incrédulo y, en efecto, ahí estaba Longstaffe -con un terrible aspecto al que sólo le faltaba el detalle del estilete y la única pestaña postiza bajo el ojo izquierdo-, muy concentrada en revolver en los cajones de su mesa de trabajo, hasta que, una vez encontrado lo que buscaba (un mazo de cartas manoseadas), volvió a girar la cabeza para ser una vez más la réplica de la Bismarck, un aspecto que resultaba mucho más tranquilizador.
– … En resumen, madame -le oyó decir a su amigo Néstor, quien impelido por el silencio reinante, se había visto en la necesidad de repetir el final de su discurso-, por eso hemos venido a verla. Ya le digo, más que leerle el porvenir en el tarot o cosa similar, lo que este chico desea es un filtro, usted ya sabe, algún conjuro que le permita encontrar a una mujer lo más parecida posible a esa muchacha del cuadro, un capricho, comprenderá, pero es que yo tengo muy buenas referencias de sus poderes, señora.
– ¿Qué sabe de mí? -le interrumpió de pronto la vidente, y su cara de vieja Barbie alemana parecía asustada-. Usted sabe mucho de muchas personas, demasiado, diría yo…
Néstor al principio sonrió alargando una mano por encima de la mesa hasta tocar el brazo de la pitonisa, mientras le dedicaba un montón de palabras de halago. Pero luego fue cerrando su mano más y más, como quien intenta expresar con un gesto algo que la buena educación no permite formular con palabras.
– Bueno, bueno, como quiera -se sorprendió Longstaffe, poco acostumbrada a que sus clientes reaccionaran así-. Perdóneme… no quiero parecer entrometida, pero… Pero -añadió de pronto, con renovado brío, y girando la cara para parecer McDowell- déjeme que le desvele algo muy brevemente. Olvidemos al chico y hablemos de usted: me ha parecido ver cierto acontecimiento de su futuro que le convendría saber.
A la mano de Néstor, aún sobre el brazo de la pitonisa, no debió de darle tiempo a reanudar la presión conminatoria, pues ella continuó en el mismo tono: -Usted sufre una enfermedad incurable, eso se lo habrán diagnosticado; cáncer, ¿verdad? Bueno, pues entonces le alegrará saber que no morirá de…
Palmadas contundentes ahora por parte de Néstor, una especie de morse amenazador que debió de ordenar algo así como «cállese de una vez, vieja bruja, y no diga nada», pues la señora retiró el brazo con la misma sorpresa que si hubiera recibido un picotazo de uno de sus pájaros disecados. Aun así, segundos más tarde, como si en vez de ser una pitonisa de cara cambiante fuera un boy-scout, obligado a decir siempre la verdad por encima de todo, agregó:
– Permítame al menos que lo alerte, señor. ¿De veras que no desea que hablemos del estado de salud de sus pulmones, ni de los grandes peligros que entrañan las neveras o las trufas de chocolate…? ¿Y las recetas de cocina? ¿Qué me dice de las libretas de tapas de hule? ¿Tampoco desea saber nada sobre ellas?
La vieja desbarra, está clarísimo, pensó Carlos, pero naturalmente no dijo nada.
Si hubo más morse entre Néstor y la vidente, Carlos nunca lo sabría, pues Fri-Fri en ese mismo momento, con sus ladridos y lametazos, se ocupó de rellenar los breves segundos que separaron las últimas palabras de madame, hasta oírle decir:
– … Muy bien, es inútil intentar ayudar a alguien que claramente prefiere no saber. Además -y otra vez parecía muy cansada-, isso nao é comigo, ¿qué puede importarme? Se hace tarde, de modo que acabemos de una vez y vayamos a lo fáciclass="underline" a ver qué le damos a este muchachito. Y dicho esto, madame volvió nuevamente a sumergirse en los cajones de su mesa con aire profesional.
En esta ocasión a Carlos no le pareció tan evidente la metamorfosis. Sin duda se habría equivocado antes, al pensar que la vieja dama tenía la virtud de cambiar de cara cada vez que se agachaba o giraba la cabeza, pues lo cierto es que ahora, con la puntita de la lengua asomando entre los labios en señal de gran concentración, madame Longstaffe era sólo la viva estampa de esa aristocrática y famosa alemana de Marbella, ni rastro de naranjas mecánicas. Afortunadamente.