– Aquí está -dijo mientras emergía de las profundidades envuelta en una nube de polvo no precisamente mágico-. Sta bon -añadió luego al erguirse y dejar sobre la mesa un frasquito del tamaño de un dedo meñique que a continuación entregó a Carlos con un: «Escuche bien, filhinho», recomendándole que bebiera cuatro gotas cada noche de luna llena hasta acabar el frasco.
– Y cuando termine el tratamiento, muchacho, alégrese: ya se habrá cumplido el conjuro, que es de lo más sencillo y elemental.
– ¿Tanto? ¿Tan habitual es? -preguntó Carlos.
Madame Longstaffe le dirigió un aburrido revoloteo de sus mangas verdes.
– Tesoro, si hay algo que detesto en esta profesión es su monotonía. En estos tiempos aburridísimos la gente sólo pide dos tipos de conjuros amorosos: uno para encontrar una pareja acorde con sus sueños y otro para mantener en sus redes a alguien contra su voluntad. Claro que de vez en cuando aparece un caso verdaderamente original. Alguien, por ejemplo, que lo que ansia es olvidar para siempre una terrible pasión o algún deseo inconfesable -dijo Longstaffe con aire fatigado, como si ya no hablara a sus clientes sino que sólo reflexionara sobre los acontecimientos del día-. ¿Han visto a ese caballero tan respetable de pelo cortado como un boche de la Gran Guerra que acaba de salir? Bueno, pues ese caballero me ha regalado una perla: desea que le borre del corazón una pulsión intrusa -añadió en un rasgo de indiscreción tan imperdonable e inconsciente que sólo podía atribuirse al cansancio, al tiempo que reproducía sobre la cabecita de Fri-Fri un simulacro de pelo cortado al cepillo; sin embargo, en seguida rectificó-: Pero basta, Marlene. (Marlene ¿sería ése el nombre depila de la famosa vidente, Marlene Longstaffe?). Lo único que pretendo decir es que hay una gran falta de imaginación en temas amorosos, porque usted comprenderá que encontrar la réplica de la mujer idealizada no es muy original que digamos, pero en fin… si eso es lo que quiere, criatura, aquí está: son quince mil, y ahora, si no les importa, digámonos adiós.
Dicho esto, con mucha más agilidad que en la ocasión previa, madame Longstaffe abandonó su mesa de trabajo para tumbarse otra vez en la chaise longue con sólo un comentario que no incluía una despedida sino más bien un suspiro.
– Virgem María Sacrificoso. Ha sido un día muy lahgo.
Pero las palabras, a juzgar por su leve deje yoruba, posiblemente no estuvieran dirigidas a los clientes, sino a su fiel Fri-Fri.
Si alguna vez el sacrosanto silencio de la habitación de la adivina se había visto roto por la intrusión de los clientes, si alguna vez el sonido de los cajones donde dormían multitud de frasquitos tan secretos y diminutos como el recibido por Carlos había alterado el original ambiente de la estancia, una vez reinstalada su dueña en la chaise longue, todo volvió a ser exactamente igual que antes.
La escasa luz de la lámpara Bloomsbury… los ojos vidriosos de los animales… cada cosa era tan íntima, que permanecer allí una vez acabada la consulta, tenía algo de profanación de iglesia.
Y por eso, porque nada hay tan irresistible como una profanación, Néstor no pudo evitar llevarse un dedo a los labios pidiendo silencio a su amigo.
– Sólo unos minutos más -le dijo en un susurro apresurado-, en seguida nos vamos, Carletto, pero compréndeme: no todos los días puede uno ver a una hechicera en su cueva.
– Me pareció entender que no querías saber nada de sus profecías, Néstor.
– Y no quiero. Sólo me interesa curiosear qué hace una bruja cuando no hay nadie mirando; apuesto a que se pondrá a hablar inmediatamente por un teléfono portátil y no precisamente con el más allá.
Dicho esto, el cocinero volvió a llevarse el dedo a los labios, y ambos amigos retomaron la misma posición junto a la puerta, como a su llegada.
– Shhh, sólo serán unos minutos.
Al otro lado de la habitación, Fri-Fri, de un salto, se había hecho un hueco entre los pliegues de la túnica de su ama, una escena encantadora. Madame se estiró. Igual que al comienzo de la entrevista, Néstor y Carlos sólo alcanzaban a ver las piernas, y más concretamente el pie derecho de la pitonisa que, desnudo dentro de su babucha, oscilaba al compás de una música inexistente, arriba y abajo. Y la babucha iba y venía sobre el borde de la chaise longue, amenazando con caer sobre la alfombra mientras el resto de la figura permanecía inmóvil.
– Marchémonos de una vez -cuchicheó Carlos-, este sitio empieza a ser agobiante. Además, no hay nada de interés.
Apenas había dicho esto cuando vieron que madame Longstaffe, como una meretriz que, tras las labores amatorias del día, se reconforta con el más burgués de los placeres, alargaba una mano para servirse, de una mesita contigua, una diminuta taza de té de agradable aroma.
– Vamonos ya, el dichoso perrito puede descubrirnos en cualquier momento.
Pero no pasó nada.
El olor a té, que se extendió muy pronto por toda la habitación flotando por encima de los muebles, hizo estornudar a Fri-Fri y cantar a madame Longstaffe una vieja canción que sonaba algo así como mamba umbé yamamabé, o cosa parecida, con una voz de vieja mezzo que no impresionó demasiado favorablemente a los dos espías ocultos en las sombras. Omi mambambá, amba umbé yamamabé, desafinaba madame. Entre la música y el olor de la cocción, que era fuerte, a Carlos casi se le antojó ver un destello de vida en los ojos de la apolillada raposa que había en la vitrina de la izquierda. Agarró con más fuerza el frasquito de la bruja, no fuera que por descuido (o por la impresión) lo dejara caer y alertara a la dama, que aún sorbía su té en una taza tan diminuta que Carlos llevaba contadas ya tres las veces que la dama la había tenido que rellenar. Fue al servirse la cuarta taza cuando la adivina comenzó a hablar. Pero en ningún momento se volvió hacia ellos, sino que, tumbada en la misma posición de abandono, simplemente dejó oscilar aún más su babucha veneciana, de modo que ésta parecía tener vid apropia, o al menos hablar con la eficacia de un muñeco de ventrílocuo al que le hizo decir:
– Quien cree que está mortalmente enfermo, no morirá del mal que le hiere, sino de hielo; y quien cree que las palabras matan, no debería llevarlas tan cerca de su corazón.
Carlos miró a Néstor, que ya no reía.
En ese mismo momento, una carcajada, que no provenía del muñeco de ventrílocuo sino de la maestra de títeres, llenó la estancia.
– Sabía que no iba a marcharse tan fácilmente -dijo-. Ni siquiera los que, como usted, amigo Néstor, juran no creer en los presagios, pueden resistir la tentación de averiguar qué les depara el destino, ¿verdad? Pero el destino es tan tramposo…
Y la figura de madame Longstaffe se incorporó en ese momento en su chaise longue; recogió las piernas sobre sí mismas y ya no dejaba ver sus pies ni las babuchas parlanchinas; bien al contrario, todo el efecto era sólo el de un tronco de mujer, un busto parlante erguido en el frontal de la chaise longue, con una taza de té en la mano.
– No. No se vaya aún -le dijo a Néstor, como si leyera sus pensamientos. Sólo le haré una advertencia, y créame que si sigue mis consejos, tendrá mucho que agradecerme.
– Hay futuros que es mejor ignorar, madame. Sobre todo cuando uno sabe que no pueden cambiarse.
Pero la vieja insistió:
– Sólo le diré esto, escuche: Néstor no morirá. Usted haga lo que quiera: disfrute amigo mío, ame, escriba una novela indiscreta, aprenda a tocar el fagot, cualquier cosa. No se preocupe por su futuro porque madame Longstaffe lo ha visto claro: Néstor no ha de temer peligro alguno hasta que se conjuren contra él cuatro tes -dijo.