El cocinero hizo intento de protestar, pero la bruja, más erguida que nunca, mostraba su tacita como si dentro de ella flotaran todos los misterios.
– A usted le aqueja un mal incurable, pero no tiene nada de qué preocuparse, se lo aseguro.
– Vamos, madame…
– … demasiadas casualidades -continuó ella-. Para que su suerte se vuelva adversa, antes han de juntarse… cuatro tes, y eso es imposible, ¿no cree?, aunque las casualidades son bromas que los dioses gastan a los mortales.
Madame Longstaffe volvió a reír y también pareció hacerlo el perrito, pero luego:
– No debió quedarse escuchando tras la puerta, amigo Néstor -y ya no había risas-, verdaderamente no debió hacerlo. Si su único deseo era comprar un filtro amoroso para nuestro joven amigo, habría sido más práctico llevar al muchacho a otra adivina; de esas bobadas se ocupan las videntes de tres al cuarto, pero usted buscaba algo más, ¿me equivoco? Sí, sí, porque en realidad vosé (vosséh, había pronunciado madame Longstaffe, con una «e» expirada como si no fuera una pitonisa de rasgos europeos, sino la mismísima Mae Senhora, o por lo menos Aspasia Guimaráes do Pinto, famosa yarolixá de Bahía, sólo que sin el respetable aspecto yoruba de ésta, y mientras despedía a sus clientes con un impacienté aleteo de la mano)… vosé ha venido aquí a conocer su propio destino y ahora ya lo sabe: ningún peligro debe temer hasta que esa conjunción de cuádruple mala suerte se produzca.
Lo dijo y lo volvió a repetir ahora con cierto asco de hooligan británico: cuatro tes, qué cocción más infame.
Es posible que su voz fuera la de madame Longstaffe o la de Mae Senhora, o incluso la de Aspasia Guimaráes do Pinto, pero la cara… la cara era la de Malcolm McDowell, el de La naranja mecánica, esta vez no había duda. Incluso les guiñó un ojo al decir: ningúm peligro.
7
Tramposa, embustera, charlatana y, lo que es aún peor, amante de las medias verdades que tanto engañan, haciéndonos creer que el futuro se va a desarrollar según sus profecías. Ladrona de ilusiones. Maldita-bruja-fullera. Todo esto pensó Carlos, arrodillado junto al cadáver de su amigo Néstor, mientras la cocina de los Teldi se iba llenando de ruidos y de gente. Pobre amigo. Allí estaban todos ahora mirándolo. La pequeña Chloe Trías, descalza, y posiblemente también desnuda bajo una larga camiseta en la que podía leerse Pierce my tongue don't pierce my heart. Detrás de ella, Serafín Tous, el amigo de la familia, en una prudente retaguardia, como si un reparo supersticioso le hiciera temer que el finado fuera a resucitar de improviso como un Lázaro cualquiera. También estaba Karel Pligh, intentando explicar a los dueños de casa dónde y cuándo había encontrado al cocinero. Y junto a él, Adela (tan hermosa, a pesar de lo intempestivo de la hora, pensó Carlos, con su cara lavada y los ojos brillantes y muy sabios como si toda aquella desgracia no fuera sorpresa para ella), mientras que su marido, el señor Teldi, escuchaba las explicaciones de Karel, impacíente por hacerse lo antes posible con la situación, él, el amo.
– Bueno, bueno, tranquilicémonos. Se trata de un accidente muy lamentable, eso es todo -dijo, y luego-: En cualquier caso habrá que llamar a la policía, no hay más remedio… ¿Me prestan un bolígrafo? ¿Dónde habéis dejado el teléfono? Aunque como hoy es fiesta, seguramente no contestará nadie o estará comunicando; los milicos… la policía, quiero decir, es igual de incompetente en todo el mundo.
Y ya tenía el teléfono en la mano para marcar el número mientras paseaba el capuchón del bolígrafo sobre la mesa de la cocina, irritado al comprobar que, en efecto, la comisaría comunicaba. Volvió a marcar y observó, mientras tanto, otros objetos que había sobre la mesa: una batidora de mano perfectamente limpia, un juego completo de cuchillos nuevos y, en una esquina, un ejemplar del Brillat-Savarin, tapado por un paño de cocina como una palia sobre un altar pagano. Hay que admitir que el tipo era un cocinero de primera, pensó (y también un hijo de puta, un verdadero hijo de puta), pero esa segunda reflexión formaba parte de pensamientos que Ernesto Teldi había aprendido a encadenar al mundo de los sueños para que no lo molestaran, de modo que volvió a marcar… 0… 9… 1 con más brío 091, a ver si había suerte.
– ¿Policía? Mire, vaya tomando nota… Al habla Ernesto Teldi, de la casa de Las Lilas, en el camino de Las Adelfas, número diez bis… Ha habido un accidente; no… nada dramático, en fin, que podría haber sido alguien de la familia, algo mucho peor, quiero decir.
Mientras hablaba, Teldi retiró el trapo de cocina que tan esmeradamente había colocado Karel Pligh sobre el Brillat-Savarin, pero la conversación se alarga, lo hacen esperar, transfieren la comunicación de un departamento a otro y Teldi, mientras tanto, pasea el capuchón del bolígrafo por las tapas del libro. Repara en que para ser un manual sobre el arte de la cocina está escrupulosamente limpio; no hay sobre él ni una mancha de grasa, ni una costra, limpio como un misal.
– ¿Cómo?, que le repita una vez más el nombre de la casa? Ya, ya, el ordenador que va lento, claro. Vamos a ver: Las Li-las.
Otra vez el capuchón del bolígrafo reinicia su paseo sobre la cubierta del libro, ahora contornea las letras doradas del volumen, se adentra en los suaves surcos de la piel antes de bajar por el canto de las hojas y tropezar con algo que sobresale; se trata del folio de papel que Karel Pligh ha guardado entre sus páginas, una vez descubierto el cadáver de Néstor.
– No, no, el diez bis del camino de las Adelfas: B de burro, I deItalia, S de… Eso es, se trata de una bifurcación del camino de Las Jaras…
Y Teldi juguetea con esa hoja intrusa, la tañe con el dedo como si fuera la cuerda de una guitarra, pero nadie observa sus movimientos. Hay cosas más importantes que hacer: Serafín Tous sugiere que alguien abra una ventana, mientras Chloe Trías, con un encogimiento de hombros (y tras una mirada de Karel, su novio, fácilmente interpretable), decide subir a ponerse al menos unos pantalones. Adela, por su parte, aprovecha los cristales opacos de la ventana, el más benigno de los espejos, para retocarse un mechón de pelo antes de mirar a Carlos y de comprobar que él es el único que piensa en el muerto, ya que se ha despojado de su chaqueta y cubre con ella la cara del amigo.
Es una lástima, piensa Carlos, que la prenda no sea lo suficientemente larga como para tapar todo el cuerpo, pues el cadáver de Néstor parece haberse desparramado de alguna manera; tiene los brazos y las piernas en forma de aspa como si todos los músculos, al deshelar, hubieran decidido abrirse como una flor mortuoria, incluso los de los dedos, tal como delata ese pulgar derecho muy tieso y manchado de azul. Pobre amigo, repite Carlos, y la frase es ya casi como una letanía. Tal vez Néstor antes del accidente haya aprovechado para anotar algo en su cuaderno con ese mismo bolígrafo con el que ahora juguetea Teldi. Quizá haya aprovechado la tranquilidad de la madrugada para añadir unas líneas en la libreta de tapas de hule que lo acompaña a todas partes. ¿Dónde la habrá dejado? Por ahí estará, sobre la mesa de la cocina o junto a los fogones. Ya la buscaré cuando Teldi termine su conversación telefónica, piensa Carlos. Le gustaría guardarla como recuerdo.
– ¿Cómo? -se sulfura ahora Ernesto Teldi-. ¿Tampoco conoce el camino de Las Jaras? ¿Pero en qué mundo vivimos? Señorita, mire usted, hasta los tontos saben que está a la altura del kilómetro veinticuatro de la comarcal Coín-Ojén… Eso es, parece que ya vamos entendiéndonos. ¿Qué otro dato necesita?… Vaya, vaya, tampoco lo apuntó, ¿eh? Se lo repito: me llamo Ernesto Tel-di… Seldi no, le he dicho Teldi, T-e-l-d-i… sí, eso es, con te de tortuga.