Carlos lo mira y se sonríe tristemente: el tono, la insistencia, lo ridículo de la comparación. Es el tipo de comentario que hubiera hecho reír a Néstor.
Pobre amigo. El muchacho echa otro vistazo por la cocina, pero ya no piensa en la libreta de hule, tampoco en Teldi y en su llamada telefónica; tienen razón los otros: hay cosas más urgentes de que ocuparse, pero entre sus pensamientos se cuela una vez más la voz del gallego Teldi, que casi parece improvisar la letra de un extraño tango, aunque él no sea argentino.
– La vida, ¿vio? Cosas que pasan, morir congelado, una macana.
SEGUNDA PARTE
Adivino: ¡Guárdate de los idus de marzo!
César: Es un visionario, dejémosle.
Shakespeare, Julio César, acto 1, escena 2
DÍA PRIMERO
Varias semanas antes de que Néstor apareciera muerto en casa de los Teldi, y también antes de que todo lo ocurrido fuera vaticinado del modo más deifico (falsario, dirían algunos) por madame Longstaffe, las vidas de los personajes de esta historia transcurrían por caminos muy alejados los unos de los otros. «Las casualidades son bromas que los dioses gastan a los mortales», había dicho la adivina la tarde en que fueron a consultarla; pero aquéllas no eran más que palabras de brujas que tanto Néstor como Carlos olvidaron rápidamente. No todas, es cierto: las relativas al conjuro para encontrar a la doble de la joven del cuadro, por ejemplo, sí fueron escuchadas; y aunque sin toda la fe que es aconsejable en estos casos, Carlos García tomaba cada noche de luna llena cuatro gotas del filtro amatorio que le habían recetado. Por si las meigas.
En cambio, meigas o no, el resto de lo escuchado aquella tarde en casa de madame Longstaffe se fue diluyendo en las pequeñas naderías que conformaban la vida diaria y la gerencia de La Morera y el Muérdago. Y la vida diaria de aquella empresita de comidas transcurría de la manera más errática, con meses de gran actividad, especialmente los de verano y primavera, seguidos de otros sumamente aburridos, como los de febrero y marzo. No eran más que tres los miembros fijos del personal, Néstor, Carlos García y Karel Pligh, el culturista checo; aunque hacía poco se les había unido Chloe Trías, una ayudante algo estrafalaria pero, en todo caso, muy barata, pues no exigía sueldo alguno.
Así, con temporadas de trabajo frenético y otras de clara hibernación, según las definía Néstor, La Morera y el Muérdago iba sobreviviendo, ayudada sobre todo por la maestría del dueño a la hora de hacer postres y tartas caseras que famosos restaurantes de la capital compraban para servir luego como especialidad de la casa. De este modo, cuando en época de vacas flacas el teléfono sonaba poco, cuando las tardes eran especialmente aburridas sin nada que hacer, Néstor Chaffino bajaba el cierre metálico de la tienda con un porca miseria, despedía a sus empleados hasta el día siguiente y se quedaba mirando los blancos azulejos de la pared.
Porque todo era blanquísimo en el interior de La Morera y el Muérdago, un local alegre y bien situado que constaba de dos salas. Al fondo, estaba la más importante: la cocina, que era amplia y ocupaba la zona preferente de la casa, con tres ventanas a la calle, abiertas a modo de escaparate para que todos pudieran admirar tan cuidada zona de trabajo. Y lo que se veía desde las ventanas era una estancia amplia cubierta de azulejos de arriba abajo -incluidos poyetes y muros- que invitaba a la creación más industriosa. De la pared colgaban peroles y sartenes de cobre y sobre la mesa central, grande y con encimera de aluminio, podían admirarse los más excelentes aparatos de cocina, esperando turno, cada uno con un cartel bien visible, en el que se resumían sus instrucciones de uso. Limpieza, orden, higiene perfecta, éstas eran las características básicas del reino de Néstor Chaffino. En la segunda parte del reino, es decir, en la otra estancia del local, destinada a salita o recepción de clientes, el ambiente era más bohemio. Néstor, que no había escatimado gastos en las instalaciones, eligió darle a esta zona un aire… Ritorna a Sorrento, así lo llamaba él, y sin saber bien qué podía significar aquello, los visitantes se daban cuenta de que se trataba de una cuidada escenificación teatral que tenía algo de casa siciliana y algo de tratoría sin mesas de restaurante, pero con todo el resto del ambiente culinario que, de forma subliminal, presagiaba las excelencias que podían salir de ese agradable lugar. Porque si la cocina de La Morera y el Muérdago estaba perfectamente impoluta, la recepción resultaba encantadora. Si la trastienda olía a una suave mezcla de jarabe de frambuesa combinada con algún refinado detergente de esos que tienen nombre de hada en inglés, en la entrada reinaba el aroma de las ceras más caras y los mejores limpiametales, cosa comprensible dada la calidad de los muebles. Objetos y recuerdos de viajes a lugares remotos decoraban el lugar: aquí una barquichuela con un Sole mio grabado en la popa; allá un poncho olvidado con un descuido muy estético sobre el sofá destinado a las visitas; a la izquierda una colección de pisapapeles de Murano, a la derecha una colección de conchas marinas, cajitas e imágenes de santos. Y sobre todos estos enseres, riendo o reinando desde las paredes, podía apreciarse un buen número de fotos con dedicatorias manuscritas de personajes más o menos famosos, más o menos caídos en el olvido, más o menos muertos, pero que tenían en común el haber disfrutado alguna vez de los deleites de la cocina de Néstor Chaffino.
Las caras fotografiadas en la recepción de La Morera y el Muérdago miran risueñas desde las paredes a los clientes que entran a contratar sus servicios (si es que entraran, cosa que, de momento, no sucede). Allí está el retrato de Aristóteles Onassis con su dedicatoria: «Efjaristó mil veces, amigo Néstor, qué espléndido invento el sorbete a la Churchill.» Y también una de Ray Ventura: «Ah, ton bavarois, mon cher, ça vaut bien mieux que d'attraper la scarlatine, dis donc!», y de María Callas: «¡Bravo, Néstor, bravo!» Oh, ella sí que sabía apreciar mi chocolate fondant, solía recordar Néstor, en esas tardes solo en el local, cuando sus ayudantes ya se han marchado y él, al repasar las cuentas, descubre que el mes de febrero ha sido aún más flojo que el de enero. Guarda la calculadora en su estuche, suspira, ojalá llegue pronto el buen tiempo y con él las primeras comuniones, las fiestas al aire libre y también la época de los huevos de Pascua (que eran la sorpresa preferida de la Callas y una de tus mejores especialidades, mi pobre Néstor), pero… aún falta mucho para Pascua. Porca miseria una vez más.
Y así debió de ocurrírsele, entre el aburrimiento de la inactividad profesional de los meses fríos y la nostalgia de tantos buenos clientes, famosos o no, la idea de escribir un pequeño compendio de secretos culinarios en una libreta con tapas de hule. Una libreta cuya existencia, de momento, todo el mundo ignora, salvo sus más cercanos colaboradores, y cuya redacción (letra diminuta e impecable, tres secretos por página y algunos diagramas indispensables) comenzaba de la siguiente manera:
PEQUEÑAS INFAMIAS
(un libro de secretos culinarios)