Ahora es un sonido exterior el que logra que Néstor se yerga. Juraría haber oído un ruido al otro lado de la puerta. Para alguien acostumbrado a todos los sonidos de una cocina no cabe duda: se trata del chorro de un sifón de seltz, sólo que hace años que en ninguna casa hay una botella de sifón y, de todos modos, un sonido tan quedo jamás atravesaría la puerta blindada de una cámara frigorífica. Santa Gemma Galgani, beata María todopoderosa -suplica- no permitas que el frío enturbie mi pensamiento, nada de disparates ni alucinaciones, necesito estar sereno para encontrar el dichoso timbre que ha de salvarme; si ésta no fuese una casa de veraneo fuera de temporada, seguro que habría luz dentro de esta maldita cámara y nada de todo esto estaría pasándome.
Pero ya se sabe, una bombilla fundida no preocupa a nadie cuando, a lo largo de todo el año, sólo habitan la casa una pareja de viejos guardeses que se limitan a comprobar con desgana que no han entrado ladrones. La gente es cada vez más descuidada e ineficaz en su trabajo, una verdadera irresponsabilidad, piensa Néstor. Pero, vamos, él no puede permitir que el frío ni el pánico enturbien sus pensamientos. Tiene que seguir tanteando, a ciegas; el timbre no puede estar muy lejos, eso es seguro; la existencia del botón salvador ya no depende de la desidia de unos guardeses perezosos, sino de la moderna técnica americana, que jamás se permitiría fabricar una cámara en la que uno pudiera morir congelado como un sorbete… Y otra vez el sonido de sifón que Néstor descarta de inmediato pues le parece totalmente imposible, aunque a la vez le trae el recuerdo de un local de Madrid en el que aún hoy funcionan estos artilugios, así como muchos otros juguetitos: autómatas que expenden bolitas de chicle, viejas máquinas registradoras, gramolas que emiten canciones juveniles de los años cincuenta o sesenta… Entretenimientos antiguos al servicio de adultos caprichosos y muchachos guapísimos -porque todos los jóvenes que hay en esos bares son criaturas hermosas- acompañados siempre de caballeros complacientes, encantados de ofrecerles refrescos de frutas con sifón… Pero todas esas cosas es mejor callarlas, el silencio y la discreción han sido siempre su política. Refrescos de frutas con sifón -piensa Néstor-, la bebida favorita de Serafín Tous, ese caballero viudo tan respetable que casi derrama toda la copa de jerez en sus pantalones al encontrarse cara a cara con Néstor. No, no, nadie tiene por qué saber lo que él ha descubierto. Mucho menos Adela o Ernesto Teldi: los amigos íntimos invariablemente desconocen lo más importante con respecto a sus amistades, ésa es la verdad. No como tú, mi viejo -piensa entonces-, que conoces tantos detalles ocultos sobre Serafín y sobre casi todo el mundo -añade-; pero es natural, después de treinta años de profesión y en lugares tan distintos, uno oye cosas. El saber es poder, cree Néstor, pero sólo si jamás llega a utilizarse. Mejor aún: siempre que uno se mantenga en la sombra escuchando y callando, algo que resulta muy fácil para él, pues nadie presta atención al servicio doméstico, y menos a un profesional de la cocina que aborrece los chismorreos. Sin embargo, las noticias igual continúan llegando hasta los fogones, se mezclan con los merengues y son densas como guirlaches.
Serafín… qué nombre de pila tan bien escogido el suyo -piensa Néstor, recordando de pronto cuando conoció al señor Tous y luego su segundo encuentro, y ambas situaciones le hacen sonreír, aunque vaya momento para pensar en bobadas, pero lo cierto es que no puede evitarlo: la providencia tiene un extraño sentido del humor, Se-ra-fín nada menos… es como si el destino hubiera previsto que este caballero de aspecto inofensivo acabaría sus días rodeado de querubines.
Una risa. Al otro lado de la puerta se oye nítida una risa. Imposible. Se está engañando, se trata sólo del frío que ahora se le cuela por los oídos, la boca, la nariz, y la sensación se parece demasiado a un taladro finísimo que intenta penetrar cada uno de los orificios del cuerpo, trepanar su cerebro para dormirle una a una todas las neuronas. Y lo que menos necesita Néstor en estos momentos son neuronas narcotizadas por el frío, así se muere la gente en la montaña: sedada por las bajas temperaturas, con una sonrisa estúpida en la cara… -piensa-. No, tonto, no se trata de una sonrisa, sino de una mueca, eso lo sabe todo el mundo. Pero qué más da, dentro de poco en vez de razonar con cordura, comenzará a disparatar de modo irremediable.
Basta. Pensemos otra vez con un poco de método: ¿quién más hay en la casa que pueda auxiliarme? Está mi ayudante, Carlos García, un chico realmente fuera de lo común; y luego Karel o Karol, como rayos se llame, ah, y también Chloe, su novia, que se empeñó en acompañarnos por si hacía falta más personal. Cualquiera de ellos serviría, alguien tiene que aparecer dentro de muy pocos minutos, porque Néstor cree -está seguro- que, con tanto golpe, en algún momento ha tenido que presionar el botón de alarma, que Dios bendiga la técnica Westinghouse. Sí, en uno de sus tantos manotazos contra la pared ha debido de acertar con el timbre salvador, sólo es cuestión de tiempo y la puerta se abrirá; pero mientras tanto, algo tendrá que hacer para que no se le congelen las neuronas y cometa una locura. Uno hace verdaderas cretinadas cuando no puede pensar correctamente. Néstor lo ha visto en un documental por televisión: se da el caso de exploradores que en el mismísimo Polo se desprenden de todas sus ropas y salen corriendo igual que Dios los trajo al mundo como orates en el desierto. Ojo, ojo con las tonterías, Néstor, nada de desnudarte, menos aún alejarte de la puerta; es imprescindible que permanezcas golpeando y desgañitándote junto a ella; no puedes distanciarte ni unos centímetros, pues la oscuridad es traicionera, se desorienta uno con toda facilidad y ya no sabe dónde está la salida y dónde el fondo de esta cámara negra; ni una tregua, ni un milímetro, Néstor. Pero el problema es el frío que le entra por la boca y por la nariz, también por los oídos… Eso es lo que lo matará, se volverá loco, santa Madonna de Alejandría. Mira el reloj. La esfera luminosa marca las cuatro y cuarto. Qué lento, pero qué lento pasa el tiempo. Entonces es cuando se le ocurre taponarse los orificios del cuerpo, todos… bueno, la nariz no, claro, eso no es posible, pero sí los oídos, por ejemplo. ¿Con qué? Con lo único que tiene a mano: con papel, ¿de tu libreta negra, Néstor? Naturalmente que de la libreta negra, cazzo imbécil. ¿Y destrozar así tan irrepetible colección de postres variados, postres de todos los países, de las casas más importantes de Europa y, lo que es aún peor, destruir tan prolija (y secreta) relación de…? Ésa es la mejor señal de que se te están congelando las neuronas, viejo imbécil, ¿qué carajo importa todo eso ahora? Y Néstor extrae del bolsillo interior de su chaquetilla blanca una gruesa libreta con cubierta de hule: taponar el frío, aguantar un poco más y todo saldrá bien, es una intuición, y a él jamás le han fallado las intuiciones. Un ruido al otro lado de la puerta y otro más, ¡es el timbre Westinghouse que ha funcionado!, por fin alguien lo ha oído y pronto abrirá, está salvado. Vaya pendejada quedarse solo en la cocina hasta tan tarde; vaya pendejada no tomar precauciones cuando uno entra en una vieja cámara frigorífica y en casa ajena. Pero ya está, ya está, la puerta está a punto de abrirse… clac. Otra vez clac.