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Por Néstor Chaffino, jefe de repostería

Prólogo

Todos los chefs del mundo le dirán a usted que no sirve de nada dar recetas, que el secreto de un postre excelente reside en el talento del cocinero, en eso que llaman «buena mano para la cocina» y que cuando se habla de una pizca de jengibre o de vainilla, esto viene a ser lo mismo que una brizna o un pellizco. Permítanme que les cuente la verdad: todos los reposteros, igual que todos los jefes de cocina, se reservan siempre un minúsculo pero significativo secreto que marca toda la diferencia en el resultado, una pequeña trampa o Infamia que yo ahora me propongo revelar al mundo.

PEQUEÑAS INFAMIAS

Primera entrega: Los postres fríos

Trucos que tratan de las particularidades de los postres

fríos y también de los errores más frecuentes cometidos

por los reposteros legos.

Dense cuenta de que, por ejemplo, para hacer una perfecta lela flotante es absolutamente fundamental que los huevos sean frescos. La batidora puede ser de varillas o eléctrica; el truco para montar las claras puede incluir o no una pizca de sal, pero la fórmula infalible es un grano de café. Procédase de la siguiente forma…

Sin embargo, llegado a este punto, la redacción de libro tan interesante se vio interrumpida para que Néstor escribiera una carta a un viejo amigo.

Don Antonio Reig

Pensión Los Tres Boquerones

Sant Feliu de Guíxols

Madrid, 1 de marzo de…

Te parecerá raro, querido Antonio, recibir estas líneas después de tantos años y más aún cuando te confiese que al recibirlas yo ya estaré muerto… o casi.

Néstor muerde el capuchón de su muy antigua pluma estilográfica, una Parker 1954 de baquelita azul y metal dorado, adquirida, casualmente, en un pequeño puesto de la feria de San Telmo, con Antonio Reig, su amigo y colega, durante aquellos años en los que ambos vivían y trabajaban en Buenos Aires. No le resulta fácil escribir una carta de estas características, pero hace semanas que piensa en hacerlo. «Cuando la recibas yo ya estaré muerto… o casi…

Qué novelesco suena aquello, sobre todo el «casi», pero un cáncer de pulmón no tiene nada de novelesco y lo mejor es ir preparándolo todo. Por eso, porque cada uno tiene su particular forma de hacer testamento, de un tiempo a esta parte Néstor ocupa sus ratos libres en escribir un singular libro de cocina, algo que podría considerarse como alta traición hacia una de las logias más herméticas que existen, la de los chefs y, muy especialmente, la de los reposteros, que jamás dan la receta exacta de sus manjares. Y porque se trataba de una traición, y porque sonaba de lo más literario, había pensado en llamar a su compendio Pequeñas infamias. En él iba a contar los trucos mejor guardados, la pequeña nadería que separa un suflé voluminoso de uno chato, el secreto y la trampa nunca confesada que convierte en arte los placeres de la repostería.

…Como ignoro hasta dónde podré llegar, dado mi estado de salud, me gustaría, Antonio, irte mandando este breve testamento culinario poco a poco. De momento lo estoy escribiendo a ratos perdidos, en una libreta, pero en cada carta pienso enviarte diez o doce trucos. Te agradecería que los fueras juntando para una publicación póstuma. ¿No te parece una deliciosa venganza sobre todos esos colegas tan famosos y distinguidos que se dedican a coleccionar estrellas en la Guía Michelin mientras que cicatean al público los más elementales secretos que tú y yo sabemos? Pequeñas infamias… me parece un título magnífico. El otro día comenté la idea con mis ayudantes y los pobres pensaron que se trataba de otra cosa. «¿Vas a descubrir las pequeñas infamias de toda esa gente tan importante que has conocido antes de instalarte por tu cuenta?» Eso me preguntó Chloe, una muchachito que trabaja para mí; y yo le dejé creer que así era. Comprenderás que, considerando lo delicado del tema que nos ocupa, prefiero que todos ignoren lo que estoy haciendo, que es algo mucho más trascendental (inmortal, casi me atrevo a decir y eso me encanta) que cotorrear sobre las miserias ajenas. ¿Te imaginas si tú y yo escribiéramos contando lo que hemos visto y oído en todos estos años de profesión? Sería un escándalo, ¿no crees? ¿Te acuerdas, por ejemplo, de nuestras épocas en Buenos Aires? ¿Cómo se llamaba aquel matrimonio para el que trabajabas entonces?: ¿Seldi?, ¿Teldi? Me pregunto qué habrá sido de ellos. Ahora que los menciono, fíjate qué curioso: ayer mismo me acordé de ellos, no porque hoy pensara escribirte, sino porque en su casa se hacía un magnífico budín del cielo. Tú debes de tener copia de la receta, ¿te importaría mandármela exacta?, a mí me faltan ingredientes. Por cierto, ahí estaba yo intentando hacer memoria cuando de pronto, esta chica Chloe de la que te hablo vino a interrumpirme: «Vamos, Néstor, cuéntanos qué estás escribiendo, cuéntanos alguno de esos infames secretos.» Entonces yo, recordando lo que nosotros presenciamos por casualidad aquel día en casa de los… ¿Seldi? se me ocurrió decirle: «Claro, querida, claro, mis Pequeñas infamias es un libro que trata de los pecados de la gente, pero no te creas que voy a hablar de gente famosa, no, no, nada de eso. Cuando seas un poco mayor descubrirás que las personas que tú y yo llamamos normales tienen historias más horribles que muchos de esos personajes que ves en las fotos: resulta sorprendente adentrarse en sus secretos.»

Tú te preguntarás, Antonio, por qué le mentí de ese modo a la chica diciéndole que estaba escribiendo un libro de escándalos y chismes ajenos cuando yo nunca he pensado hacer tal cosa; pues lo hice simplemente para desviar su atención de mi verdadero propósito: los jóvenes son tan indiscretos… Pero el caso es que una vez que me había puesto a contar una mentira tan alejada de la realidad, continué adornándola y adornándola: no lo puedo evitar, es la deformación profesional; empiezas cualquier cosa, incluso la narración de un embuste, y al cabo de un rato, te sorprendes decorándolo lo más artísticamente posible, como si se tratara de un gran pastel de bodas: un poco de caramelo picado por aquí… un coulis de frambuesa por allá. Por eso mirando fijamente a Chloe, que estaba tan interesada en mis palabras, añadí: «Tú eres aún muy joven, pero ya te irás dando cuenta de que existen en este mundo muchas personas que han cometido en su vida una pequeña villanía; a ver si me explico bien: un adulterio sin mayor importancia, por ejemplo… una traición… un pequeño robo… quizá incluso algún desliz homosexual muy contrario a las tendencias habituales de esa persona. En otras palabras, un acto del que ellos se avergüenzan pero que es, en realidad, perfectamente perdonable… Lo malo es que muchas veces, más adelante, tal vez años y años más tarde, para que no se descubra esa pequeña infamia, se ven obligados a cometer otra mucho mayor, una gran infamia, ¿me comprendes, querida? Oh, te sorprendería ver lo frecuente que es: yo conozco varios casos así.» No te imaginas la cara que puso la chica, la dejé totalmente convencida de que esta pobre libreta mía está llena, no de postres, sino de pecados suculentos, pero qué importa. El caso es que desde entonces no intenta husmear en mi verdadero propósito, y yo la entretengo prometiendo contarle alguna vieja y escandalosa historia de esas que ya no interesan a nadie y que seguramente morirán cuando yo muera.

En cambio los secretos de un perfecto chocolate fondant, ¡ahí, eso no merece irse conmigo a la tumba. ¿Verdad, amigo Reig? ¿Aceptas mi oferta, entonces? Si estás de acuerdo empezaré a mandarte recetas en mi próxima carta.