Por cierto, tal vez te divierta saber que la jovencita Chloe de la que te hablo, al final no se conformó con palabras y se puso tan pesada que tuve que contarle una pequeña infamia. La cosa se desarrolló del siguiente modo: como ya estaba pensando en ti y en nuestras épocas de Buenos Aires, se me ocurrió relatar una pequeña vileza que tú conoces de sobra: la historia de la señora Teldi. Te juro, Antonio, que me sentía como Oliveira da Figueira, ese personaje de Tintín que reúne a su alrededor a muchos y atónitos oyentes y les cuenta un viejo y olvidado chismorreo para alejar su atención de otros datos que le interesa mantener ocultos. Allí estaba tu amigo Néstor hablando con énfasis de la señora Teldi o Seldi o como demonios se llamara. Tenía delante a Chloe, con los ojos muy abiertos, y a Carlos García, mi hombre de confianza, y también a Karel Pligh, el checo que me ayuda con los repartos a domicilio. Y durante un buen rato (tenemos tan poco trabajo estos días, desgraciadamente) evoqué con un realismo del que me siento orgulloso, te confieso, el… accidente que tuvo lugar en aquella casa allá por el año 82: la visita de la hermana menor de la señora Teldi con su marido. No mencioné ni un nombre; ya sabes que siempre he preferido pasarme de discreto que de lo contrario, pero sí les conté con detalle la llegada de unos cuñados de los dueños de casa venidos de España, y primero hice una descripción somera de ambos: ella era hermosa, dije, pero con un aire melancólico, sí, ésa fue la palabra que me vino a la cabeza, triste casi, y su marido -les conté a los chicos- me pareció uno de esos raros ejemplares de hombres bellos que ni siquiera saben que lo son.
Luego pasé a hablar del coqueteo que todos notamos que se traía la señora Teldi con su cuñado. ¡Pero los adulterios se llevaban tan bien en Argentina en aquellas épocas! Resultaba algo habitual y nadie le dio mucha importancia: ni nosotros, ni el marido, nadie… salvo la hermana traicionada, claro está. «Porque debéis saber, queridos míos», les dije a mis ayudantes, «que, por fin, un día ella los sorprendió en una de las habitaciones altas de la casa, allí donde nadie subía jamás pues eran cuartos que ya no se usaban…».
Todo esto se lo conté a los chicos, que me miraban con ojos como platos. Es curioso, Antonio, pero los relatos de adulterios siguen fascinando incluso hasta a los jóvenes de hoy en día; ¡a ellos!, que casi todos han vivido ya cantidad de amoríos convencionales, homosexuales, quién sabe si también incestuosos; pero es que los amores lejanos, esos que huelen a secreto y a naftalina, siguen siendo irresistibles. Además, te confieso que yo estaba inspiradísimo esa tarde, como cuando expliqué con todo lujo de detalles cómo pocas horas más tarde encontramos muerta a la hermana menor de la señora Teldi, «estrellada contra las baldosas del patio trasero de la casa, como si la pobrecilla se hubiera dejado caer silenciosamente, muy silenciosamente, desde esa habitación que presenció su derrota». Después añadí: «Todos pudimos verla con la cara destrozada por el golpe y, sin embargo, en los ojos, nítido aún, el dolor de lo que nunca hubieran querido presenciar. Las historias entre hermanos siempre son complicadas, muchachos, no sé si vosotros sois hijos únicos o no, pero la relación fraternal es algo aparte, convergen tantas y tan viejas cuentas no saldadas: "Esto es mío… tú siempre lo quisiste… no, nunca fue tuyo…" El hermano fuerte y el débil. Siempre es igual, hasta que uno de los dos sale ganando… De todos modos, en esta historia queda claro que la hermana fuerte llevará para siempre el peso de una pequeña infamia, porque una infidelidad pasajera, un tonto devaneo como hay tantos, no habría tenido la menor trascendencia si su hermana no hubiera abierto la puerta de una de las habitaciones altas; pero la muerte tiene la virtud de sobredimensionar hasta el más insignificante de los deslices: pequeñas infamias. Y desde entonces, el cuñado y la hermana sobreviviente habrán tenido que convivir ya para siempre con la imagen de esos ojos acusadores que los miran desde el fondo del patio, la cabeza rota contra las baldosas, y la falda obscenamente arremangada sobre unas piernas tan blancas, tan inocentes, que nunca debieron subir hasta aquella parte de la casa.»
¡Pero qué digo, Antonio!, no me explico por qué me he alargado tanto reproduciendo esta historia que conoces de sobra y que, en ningún caso, tiene que ver con lo que ahora me interesa, ni puede impresionarte de modo alguno, como hizo con mis muchachos cuando terminé el relato. Y los impresionó, te lo aseguro. Carlos se quedó mirándome fijo, Karel Pligh no dijo nada, mientras que Chloe era la única empeñada en conocer más detalles: «¿Y cómo se llamaba la hermana muerta?» «¿Y no sería que ella sospechaba que la otra y el cuñado se la pegaban desde hace siglos, desde antes de casarse, Néstor?» «¿Y el otro marido, el cornudo?, parece que la historia no le importó un coño, pero claro, a lo mejor, cada uno buscaría rollos por su lado, como mis amados viejos.»
«Basta, Chloe», tuve que decirle, «se acabó la charla por hoy», y ella torció la boca, cosa que en otra persona no tendría la menor importancia, pero que en esta chica, que lleva dos aretes de metal, uno de ellos en el labio inferior y el otro en la lengua, que asoma cuando sonríe (me dicen que son la moda; un horror), la hizo adquirir un aspecto inquietante. «No es más que una vieja historia que a nadie afecta, y sólo la he contado para entretener estos ratos muertos», dije, pero ella no contestó. Se quedó mirando mi libreta de hule, como si allí se encerrara un gran tesoro. Una chica rara, te lo juro Antonio, y si yo estuviera en realidad escribiendo un libro sobre infamias ajenas, tarde o temprano tendría que incluirla. No es que piense que ella haya podido cometer ya su primera pequeña canallada, es demasiado joven aún, pero soy viejo y puedo intuir cuál puede ser el destino de ciertas personas… En fin, no quiero alargar innecesariamente esta carta ya de por sí kilométrica. Si tuviera tiempo y ganas te contaría lo que sé de Chloe Trías, pero no vale la pena. Es el más tópico ejemplo de oveja negra de familia rica que te puedas imaginar, en este caso punk, pasota y con novio culturista checo, nada muy original, en realidad, y a ti y a mí no nos interesa la vida del prójimo, ¿verdad, querido Reig?, hemos sido testigos de tantas… En cambio -y volviendo a lo verdaderamente importante- aquí va algo que sé que te va a encantar, mi truco número tres, que habla de la mousse de chocolate. Por cierto, ahora que lo pienso: las personas son como los postres, ¿no crees?, qué curiosa asociación de ideas. Si alguien me pidiera una descripción de esta muchachita, Chloe, diría que es precisamente eso: una mousse de menta con chocolate… con chocolate muy amargo y menta demasiado picante. Sí, creo que escribiré esta reflexión en mi libreta de hule, me parece de lo más acertada.
DÍA SEGUNDO
– Tiene que quedarte completamente rectangular, tío, así, tú déjame la navaja a mí; cuidado tío, no te muevas, que puedo rebanarte la yugular, y ni se te ocurra mirarte al espejo, ¿eh? Cualquiera diría que te estoy esquilando como a una oveja; vas a quedar dabuten, tío, no me rayes.
Karel Pligh reclinó la cabeza en la silla, se dedicó a contar las veces por minuto que Chloe repetía la palabra «tío» en la conversación y así entretuvo el miedo de ver pasar una y otra vez cerca de su labio inferior tan afilada cuchilla. Según pudo comprobar ese día, transformar una barba clásica como la que lucía desde su llegada de Praga en un diminuto felpudo que ocupe el rectángulo de carne que hay entre el labio inferior y la barbilla, es una operación delicada que lleva su tiempo, veinticinco minutos por lo menos: sesenta y tres «tíos» contabilizados en total, treinta «dabuten» y varios «coños». Afortunadamente, el español es un idioma muy pobre, pensó Karel Pligh, antes de responder él también «dabuten» a una pregunta intrascendente de Chloe. A este paso, se felicitó, en dos o tres meses hablaré castellano como un nativo.