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Y así había sido. Gracias a sus amores con Chloe Trías y también a su eterna pasión por los sones latinos, a los pocos meses de estar en España, Karel hablaba con toda soltura un español muy moderno en el que se mezclaban expresiones actuales con otras sacadas de viejos boleros y congas.

Menos sencillo, en cambio, le había resultado aprender los secretos códigos del amor en Occidente. Muy pronto había podido comprobar cómo Chloe (y antes que ella otras chicas) irrumpían en su vida como un meteorito. En concreto, este dato no tenía nada de particular: también muchachas checas se habían instalado en su vida sin que él tuviera tiempo de decir este cuerpo es mío, pues en lo que se refiere a los prolegómenos de una conquista, las cosas en España eran muy parecidas a como eran en su vieja Checoslovaquia. Siempre iguaclass="underline" vas a una disco, se te acerca una chica, ¿bailas?, ella te invita a una copa, tú aceptas y cuando quieres darte cuenta ya estás metido en una cama ajena, llena de ositos de peluche o almohadoncitos rosa que afirman «tendrás que besar a muchas ranas antes de encontrar a un príncipe azul», mientras Brad Pitt, o alguno de esos actores capitalistas, te espía desde un póster en la pared como si quisieran asegurarse de que cumples como todo un hombre. Sin embargo, había otros detalles del amor en Occidente, otros protocolos, que resultaron más complicados de comprender para un recién llegado. Por ejemplo, qué clase de besos son los que marcan de modo inconfundible la frontera entre una aventura y un enamoramiento.

– K, tío, ni se te ocurra moverte ahora, porque este hoyuelo tuyo a lo Michael Douglas es muy sexy, pero afeitarlo tiene su coña, aguanta un pelo.

Chloe había empezado a llamarle K la primera vez que consintió en darle un beso de amor, y a Karel le había emocionado ese aparente homenaje que lo remitía a uno de sus compatriotas más famosos. Tuvieron que pasar muchas semanas hasta descubrir que K no significaba para Chloe un recuerdo a Kafka, sino a un betún de zapatos de dudoso parecido con su nombre de pila. Pero para entonces el amor había crecido hasta hacerse adulto. Se habían conocido meses antes, y rápidamente superaron las primeras entregas, las divinas exploraciones sobre el cuerpo del otro, todo ello sin que sus bocas se juntaran jamás; porque en Occidente, se admiraba Karel, uno puede abrazar muchos cuerpos, lamerlos y besarlos o follarlos por distintos orificios, sin que ni una sola vez se plantee la posibilidad de un beso en la boca.

– No, hermano, no. No es que aquí las cosas sean diferentes que en tu país -le explicó un día un joven borracho filosófico en un bar, en una de esas confesiones muy íntimas que los hombres hacen sólo a las personas que no conocen de nada-. Lo que pasa es que las tías jóvenes, las yogurcitas, que así las llaman, ¿te enteras?, se han vuelto cantidad de raras. Sexo conseguirás todo el que quieras, pero para que acepten darte un beso de tornillo, casi tienes que pasar por la vicaría. Majaras perdidas, te lo digo yo. Para mí que se rayaron todas en masa al ver esa chorrada en Pretty woman; ahora resulta que un chumendo en la boca significa «te quiero para siempre jamás, amén», hay que joderse.

Tal vez por eso para cuando Chloe le había dicho «Bésame, K», ella y su novio ya habían puesto en práctica el Kama-sutra completo.

– Cuidado, tío, que esta navaja está afiladísima, a ver si se me va la mano.

La mano no, pero sí la lengua -en el más literal sentido de la palabra- se le había escapado a Chloe una noche que Karel Pligh recordaba a menudo. Desde que se habían conocido una mañana en un supermercado mientras él compraba nuez moscada para una emergencia culinaria de Néstor y ella una bolsa de ganchitos al queso con dos coca-colas classic para el desayuno, la chica le había confesado muchas cosas de su vida que resultaron ciertas. Que vivía realquilada con dos amigos marroquíes en una buhardilla sin luz eléctrica desde hacía unas semanas; que le gustaba la música de Led Zeppelin, también la de Pearl Jam y moderadamente los AC DC (qué pena tener gustos tan dispares); que odiaba a sus padres, que despreciaba el dinero, y que jamás en la vida se subía a una moto. Pero otra noche inolvidable, poco después de conocerse, cuando Karel ya se había hecho amigo de los colegas de Chloe (Anuar y Hassem, a la sazón de ramadán), habría de descubrir algunos matices completamente desconcertantes sobre la vida de Chloe. Y todo se debió precisamente al ramadán… y a un beso.

– Vamonos de aquí -le había dicho Chloe esa tarde en su buhardilla-; los chicos se ponen pesadísimos con el ayuno religioso.

Y fue así cómo Karel descubrió la otra verdad de su amiga Chloe. Anochecía, y un taxi (porque Chloe se empeñó en ir en taxi, teniendo él su moto a la puerta) los dejó frente a una casa de esas que Karel imaginaba que sólo existían en las películas de Hollywood de los años cuarenta. Antes de que pudieran llamar a la puerta, apareció un criado que se hizo cargo del taxi, mientras Chloe le preguntaba por encima del hombro si los viejos estaban en casa.

Los viejos deben de ser sus ancianos padres, interpretó Karel, y así lo siguió pensando hasta el día en que conoció a los viejos: ella, con cuarenta y algunos años, se parecía a Kim Bassinger y él era la encarnación de un anuncio de Marlboro Light. He aquí otra lección que se aprende al llegar a Occidente -pensó entonces Karel-: los padres de las niñas ricas y rebeldes ya no son padres, sino spots publicitarios.

La razón de por qué Chloe, teniendo una casa más grande que la Sportovní Skola en Praga, prefería vivir en una sucia buhardilla con la frecuente compañía de cucarachas, con papeles de periódico por alfombra o lebdas algo mugrientas que se desplegaban varias veces al día en dirección a La Meca, y de por qué se alimentaba sólo a base de ganchitos al queso con coca-cola, debía de ser otro insondable misterio del mundo capitalista. Pero esa noche, la primera que Karel pasaría con Chloe en casa de sus viejos, aún le quedaba por superar una prueba iniciática mucho más difíciclass="underline" aquel primer beso de amor largamente retrasado. Y ahora, al recordarlo, ahí -ante la forzada inactividad a la que le sometía su chica con ánimo «de ponerte un poco presentable, tío, ¿dónde vas con esta barba jurásica?, siéntate aquí que te voy a dejar nuevo, dabuten, te lo juro»-, Karel miró hacia el espejo y, sin fijarse en su nueva pilosidad sublabial, ni tampoco en unas finas y larguísimas patillas que Chloe empezaba a dibujar sobre sus mandíbulas con la navaja, pensó en aquel primer beso.

Recordó el tacto húmedo de su tierna boca y luego un sabor metálico, mezcla de cobre con estaño quizá. ¿Iré bien?, pensaba Karel. Veamos, más profunda la lengua, tanto que por un momento creyó que iba a rozarle la campanilla. Sin embargo, corrigió el rumbo justo a tiempo, prefiriendo pasar la punta sobre los perfectos dientes de Chloe: molares, premolares, caninos, incisivos; un beso demasiado detergente, se dijo, minucioso en extremo y de una precisión poco romántica, pero ¿cómo demonios se besa a una chica que lleva un piercingen la lengua y otro en el labio inferior?

Tal como era de prever, la cama de Chloe estaba llena de ositos de peluche. Faltaba en cambio el almohadón con las instrucciones sobre cómo besar ranas, y en vez de Brad Pitt, era todo el grupo Nirvana el que, desde las paredes, vigilaba con ojo crítico el comportamiento sexual de Karel en este momento estelar.

La puerta se cerró. Estaban de colados en casa de sus padres y Chloe acababa de darle su primer beso de amor. Te quiero, K -le dijo entonces-, quiero que estemos siempre juntos, siempre, siempre; no quiero volver más a esta casa, ni de visita, joder. Eres lo único que tengo en el mundo. ¿Me llevarás a vivir contigo?, ¿podré trabajar en donde tú trabajas? Yo sé cocinar, también servir la mesa, y gratis; no me importa el dinero, sólo estar contigo. ¿Me aceptará tu jefe en La Morera y el Muérdago? Dime que sí. Mira, para que veas que te quiero de verdad, voy a enseñarte algo, es un secreto, sabes, no se lo he contado a nadie, continuó atropelladamente, y de pronto comenzó a sacar de su mochila un estuche rojo algo estropeado por el uso; sin embargo, de súbito debió de cambiar de idea, pues sólo extrajo un par de compacts de Pearl Jam.