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– Coño, no merece la pena.

A Karel le había intrigado qué podría ser eso que pensó enseñarle, posiblemente la foto de un viejo amor; las chicas siempre guardan retratos de lo que más aman, incluso cuando todo ha muerto. Pero al final no se había atrevido a hacer preguntas. Ahora, frente al espejo, con Chloe como barbero tampoco había intentado inquirir si de veras a ella le parecía tan dabuten ese felpudo bajo el labio inferior y esas patillas finas como una hilera de hormigas en la que se había convertido su pobre barba. «Al país donde fueres, haz lo que vieres», habría pensado Karel de conocer el refrán castellano. Como no lo conocía, sólo pensó que le faltaba mucho para entender cómo eran las cosas en el mundo occidental. Pero hasta aclimatarse del todo, su ilusión era ayudar a Chloe en lo que ella le pidiese; si quería trabajar en La Morera y el Muérdago sin cobrar, no sería difícil convencer a su jefe. Le diré a Néstor que necesito ayuda con los repartos y que no le costará nada; él lo comprenderá, es un buen tipo.

– ¿Sabes montar en moto, Chloe?

– En moto irá tu puta madre, tío -había dicho Chloe, pero en seguida, con esa facilidad que tenía para pasar sin escalas de la ira al amor, añadió-: Bésame, K, bésame mucho.

Y así lo hizo Karel Pligh, no sólo porque aquello sonaba como un bolero, sino porque, para entonces, ya se había acostumbrado al sabor dulce de su boca.

DÍA TERCERO

PEQUEÑAS INFAMIAS

Segunda entrega: Los postres al huevo

para hacer una tortilla no hay más

remedio que romper los huevos.

(Dicho popular)

(Nota para enviar a mi querido amigo Antonio Reig, junto con las recetas.)

Esta noche estoy cansado, querido Reig; no he hecho demasiados progresos, es tarde y no tengo ganas de escribir. El caso es que hoy se me ha ocurrido la peregrina idea de visitar a una pitonisa, y aunque no creo en pamplinas, te confieso que ha logrado perturbarme. ¿Tú crees que todos llevamos nuestro destino y nuestra muerte escritos en la cara? Parece un disparate, pero… en fin, que para olvidar las cosas del más allá, esta vez me limitaré a mandarte solamente una receta que se me vino a la cabeza mientras observaba a los clientes de madame Longstaffe, y en concreto a uno de ellos. (Longstaffe, como habrás adivinado, es la pitonisa en cuestión.) Creo que llamaré a esta delicia Oeufs Intactes, ¿qué te parece? Claro, claro que suena ambiguo, lo sé de sobra. Pero eso mismo es lo que pretendo, hay por ahí tantos huevos intactos… En fin, allá va la receta:

Oeufs Intactes:

Tómense dos huevos muy, muy frescos y…

HUEVOS INTACTOS, O SERAFÍN TOUS SE COMPRA UN PIANO

Aquel día, después de abandonar la consulta de madame Longstaffe, Serafín Tous decidió volver a casa dando un paseo. Eran las seis de la tarde, aún temprano; podía haber llamado a un amigo o amiga por teléfono y preguntarles si tenían planes para cenar, alguien de confianza con quien no tuviera que ser simpático, ni siquiera cortés e interesarse por su salud, como manda la buena educación: no tenía ganas de hacer esfuerzos. Sabía que Ernesto y Adela Teldi estaban en la ciudad; él le resultaba un tipo poco simpático, pero con Adela había compartido tantos años y tantas confidencias a lo largo de su vida, que sería fácil encontrar esa soledad acompañada que a veces requieren los estados de ánimo más desconcertantes. Serafín Tous podía haber recurrido a ella sin peligro: Adela no iba a interrogarlo sobre nada que él no estuviera dispuesto a contar. Llevaba un teléfono portátil en el bolsillo, no tenía más que elegir uno de los números de la memoria, el guardado en tercer lugar para ser precisos, y… ¿Tienes la noche libre para aguantar uno de mis silencios, Adela? Pero en vez de marcar número alguno, Serafín desconectó el teléfono como quien hace una declaración de intenciones: aguántatelo solo, como un hombre, se dijo, y continuó caminando calle arriba.

Dobló la primera esquina, abandonando la plaza de Celenque, en la que vivía madame Longstaffe; luego enfiló la calle del Arenal en dirección oeste hacia el Palacio Real, todo ello sin saber adónde lo conducirían sus pasos y sus pensamientos. Porque últimamente tanto unos como otros tenían ideas propias, lo cual era muy turbador. Pasos y pensamientos lo habían llevado hasta la puerta del club Nuevo Bachelino, pocas semanas atrás, y del mismo modo inconsciente, hoy lo habían traído hasta la casa de madame Longstaffe, aunque esta vez se alegraba de que lo hubieran hecho.

– Hemos venido -le dijo a la bruja, como si él, sus pasos y sus pensamientos fueran tres extraños colegas- en busca de su ayuda, señora.

Y a continuación le contó su desazonante visita a aquel club de muchachos, para acabar suplicando:

– Debe de haber, tiene que haber alguna manera de que yo vuelva a ser la misma persona sensata que era antes de la muerte de mi esposa. Hágase cargo: no es justo que de pronto uno vuelva a sentir ciertas inclinaciones… Dígame que se trató sólo de un espejismo, dígame que es normal que cuando uno encuentra, de pronto, la foto de un chaval que se parece mucho a alguien que uno ha conocido en la juventud se le revuelvan en su interior ciertas pasiones inconvenientes y en todo caso pretéritas, madame, y le juro por lo más sagrado que completamente olvidadas. Dígamelo usted. Asegúreme que esta fiebre que me quema desde el día en que visité ese horrible club pasará. Debe de existir algo que usted pueda darme para que yo vuelva a ser como Nora deseaba. Nora era mi esposa, ¿sabe?, murió hace apenas unos meses, una gran pérdida…

La calle del Arenal transcurre ruidosa con su marea de viandantes, que arrastra incluso a los peatones más pensativos, como si fueran corchos a merced de la corriente. Allá van todos a una: turistas con sandalias que consultan mapas, artistoides apresurados camino de un café, carteristas, paseantes, pasantes, charlatanes y mendigos, moviéndose como una masa humana líquida que se encauza entre la calzada y los muros de las casas y que a veces deriva hacia los escaparates de comercios tan dispares como una tienda de pelucas o un Seven Eleven.

– ¿Y por qué quiere usted olvidarse de ese muchacho? -le había preguntado madame Longstaffe, sin esperar el final de su súplica-. ¿Por qué? Pero si el señor incluso mantiene sus dedos bellos y jóvenes como de pianista… el señor es un hombre respetable… el señor es un caballero.

Las pitonisas bahianas, maldita sea, a veces se dirigen a sus interlocutores en tercera persona, con la deferencia que se reserva a los grandes señores, pero eso no cambia nada. Serafín Tous no se tiene por un caballero, ni siquiera por un hombre respetable; si lo fuese, obviamente no sentiría esa punzada al recordar a un muchacho del Nuevo Bachelino. Había sido como verse frente al pasado: mírate, Serafín, sigues siendo el de entonces -piensa ahora-, no has cambiado realmente, aquí estás, vuelves a sentir lo mismo que cuando conociste a Pedrito Martínez. Dieciocho años mal contados tenías en aquella época y te pasaste un año entero tocando sonatas y otras cosas a escondidas en una entreplanta de la calle de Apodaca. Martínez, tu jovencísimo alumno de piano. Pedrito Martínez, recuerda, un nombre tan común el suyo, pero qué bello cuerpo… Tanto remordimiento como éxtasis, Serafín, reconócelo, también hubo éxtasis y pasión y… no. No es lo que querías para tu vida, una existencia sórdida, siempre temiendo ser descubierto: Martínez… casi un niño. ¿Qué habrían dicho tus queridos padres si hubieran llegado a enterarse?, ¿qué habrían dicho tus amigos? Lo sabes de sobra: sarasa, puto, culero, jula, parguelas, porculeado, recogepelotas, maricón, maricón, maricón.