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En la calle del Arenal existe una tienda de trajes de novia con modelos en raso brillante y muchas florecillas de tela para los tocados. Nora jamás habría elegido uno de aquellos vestidos para su boda; el suyo había sido un maravilloso y sencillo vestido de seda salvaje que la hacía parecer más alta, casi guapa incluso, con esa serenidad de las mujeres que saben hacer felices a sus maridos. Hay muy pocas mujeres así, y él había tenido la suerte de topar con una justo a tiempo. Nora inteligente, Nora compañera, enamorada de su hombre, adivinándolo todo y sin decir nunca nada, que Dios la bendiga. Usted no parece comprenderlo, madame Longstaffe, ella era perfecta, perfecta para mí, ¿entiende?

Pero hace rato que Serafín Tous ha abandonado la casa de la adivina y no es madame Longstaffe sino la marea humana que lo arrastra calle del Arenal arriba la que contesta: «Déjate llevar, muchacho, no te frenes, asume lo que eres por una vez en la vida.»

¿Pero qué tontería es ésa? Él ya no es un muchacho y no quiere dejarse arrastrar a parte alguna, por eso había ido a consultar a madame, y ella se había quedado mirándolo con la cabeza ladeada, con su pelo rubio cayéndole sobre el hombro izquierdo. Por todos los diablos, qué situación, incluso madame Longstaffe a veces parecía tener cara masculina, era la viva estampa de un actor de cine, uno cuyo nombre Serafín no recuerda. No me mire así, señora, ayúdeme, algún remedio habrá para que después de tantos años no vuelva a molestarme la sombra de alguien que nunca quise ser, nunca, y encima ahora a mis años, imagínese, un viejo bujarrón, un posible pervertidor de menores, quién sabe… Gracias al cielo, los escaparates de las tiendas de la calle Mayor le echan, en ese momento, un cabo como un cable salvavidas a un náufrago: «Artículos religiosos», así dice el letrero de la próxima tienda, y lo expuesto en la vitrina le resulta tranquilizador: pequeñas figuras en escayola de diversos santos, Antonio de Padua, un santo tan milagrero; el Cristo de Medinaceli, otro campeón de las causas perdidas; Judas Tadeo, patrono de los imposibles. De los imposibles.

– Es muy interesante el problema del señor -le había dicho madame Longstaffe, con un tono en el que Serafín creyó adivinar un rayo de esperanza; pero luego la vieja añadió-: Permítame que hoy no le recete nada; necesito más tiempo para estudiar un caso tan extraordinario. No se preocupe, muy pronto lo llamaré por teléfono para concertar otra cita.

– Pero madame, venir otra vez aquí, yo no soy hombre que frecuente adivinas; soy magistrado, ¿sabe?, una profesión muy delicada, que tiene poco en común con sus… artes adivinatorias (magníficas artes, no me cabe la menor duda), pero compréndalo, alguien podría reconocerme y pensar… Arriesgo mucho viniendo aquí.

– ¡Cállese!, cállese, meu branco, y espere mi llamada -lo había interrumpido madame Longstaffe, cambiando la respetuosa tercera persona por quién sabe qué familiaridades bahianas del todo fuera de lugar. Y luego, aún más irrespetuosamente, había añadido-: Deje ya de meter bronca, vai, vai, vai.

A ritmo de samba o de bossa-nova, otras veces de vals y tango, así se camina por la calle del Arenal antes de llegar a la plaza de la Ópera. Una ventana abierta sobre la acera regala a los viandantes todas las notas de una academia de baile de salón acompasadas por los un-dos-tres, un-dos-tres del maestro de baile.

«Usted no puede dejarme ir así, madame, sin prestarme ayuda. Debe de ser relativamente sencillo recetarme algún filtro o frasquito de esos que la han hecho tan famosa. Después de todo, lo único que yo busco es olvido, señora, busco no pensar en unas manos jóvenes sobre un piano, dedos infantiles que vuelan sobre las teclas», recuerda Serafín, mientras sus pasos se aceleran a ritmo de bossa. Afortunadamente, las sonatas que antaño le enseñaba a Pedrito Martínez en la calle de Apodaca no se parecen en nada a la canción de Vinicius de Moraes que escapa de la academia de baile, y otra vez Serafín sigue el camino que sus pasos y sus pensamientos le marcan, alejándose de todo recuerdo musical. Un poco más allá hay una tienda de pijamas, luego un Pans &: Co.; a continuación el antiguo y hermoso Café del Real; más lejos, un bar desde donde el sonido inconfundible de Pajaritos anuncia que una máquina tragaperras acaba de dar un premio. Voy bien, se dice Serafín Tous, voy muy bien. La marea de viandantes me aleja por fin de la música, me empuja hacia el olvido, podré sobrellevarlo, al menos hasta que repita mi consulta con madame Longstaffe. Tranquilo, dentro de unos segundos toda esta confusión se hundirá en ese no pienses-no sientas-no hables, Serafín, que ha marcado tu vida durante tantos años. Ya está, pronto no quedará nada del recuerdo del club Nuevo Bachelino, ni del muchacho con el pelo cortado al cepillo de los ojos tristes y dedos nerviosos; nada de Pedrito Martínez en aquel triste refugio de la calle de Apodaca, del que lo rescató su muy querida Nora con años de amor y paz. Y la marea de viandantes que ahora lo arrastra acelera su paso, porque la calle del Arenal de pronto se estrecha, hasta desaparecer en una recién construida zona peatonal. Pero allí en un escaparate, mudo, sin emitir sonido, hay un piano.

Cuando dos días más tarde dos jóvenes muy bien parecidos instalan el instrumento en el salón de su casa, cerca de la chimenea del salón, Serafín se dirige a la foto de Nora que, por pura ironía, alguien ha ido a colocar sobre la cubierta del nuevo piano como si siempre hubiera estado allí.

No pienses mal, Nora querida, no es lo que te imaginas -le dice el marido a la imagen de la esposa-. Fueron mis pasos y mis pensamientos los que me llevaron al Real Musical, yo no quería, pero… Además, se trata sólo de un préstamo, tesoro, ahora hasta los pianos de cola te los dejan a prueba. Estará en casa dos o tres días, es una especie de exorcismo, te lo juro, sólo eso, ten fe.

– ¿Me firma la nota de entrega, jefe?

El muchacho aquel viste un mono azul sin mangas, sus brazos y manos no son de pianista, pero Serafín igual se queda mirándolos mientras le extienden una tablilla de pedidos: los músculos se tensan bajo la piel joven, los antebrazos suaves aparecen cubiertos de un vello rubio e infantil.

– Toma, mil duros, por las molestias -dice Serafín. Y al meterle el billete en el bolsillo superior del mono, añade dos palmaditas, como quien encierra allí un pajarito que teme que pueda escapar volando en cualquier momento-. Habéis sido tan amables…

DÍA CUARTO

I. COMIENZAN UNA HISTORIA DE AMOR, Y UN CHANTAJE

Don Antonio Reig

Pensión Los Tres Boquerones

Sant Feliu de Guíxols

Madrid, 14 de marzo de…

Queridísimo Antonio: