No sabes cuánto lamento lo que me cuentas en tu carta. Un chef de tu talla arruinado, ¡proscrito! y condenado a cocinarse cualquier cosa en un infiernillo en el lavabo de una mala pensión; resulta verdaderamente terrible. Me hablas de tus problemas con la artrosis: desde luego es una maldición que acecha a los que cultivan nuestro arte. Por suerte, en mi caso, la fortuna ha decidido dispensarme al menos de esa lacra, algo es algo.
Desgraciadamente, yo no puedo ofrecerte trabajo, Antonio. Mi empresita apenas da para cubrir gastos, sobre todo en estas fechas, pero no te preocupes, ya encontraremos algo. Me pides en tu carta (por cierto, la artrosis se nota especialmente en tu forma de escribir, pobre amigo mío, cuánto dolor hay en esas líneas torcidas y en esa letra infantil que tú adornas con coquetería escribiendo en tinta verde) que te ayude a encontrar la dirección del matrimonio Teldi, del que tanto te hablé en la mía. ¿Para qué la quieres? Imagino que será para solicitarles ayuda en este trance. De momento no sé dónde buscarlos, pero fíjate lo que son las casualidades: hace dos o tres días los vi fotografiados en una de esas revistas exquisitas y extranjeras. ¿Te acuerdas del aspecto que tenía el gallego Teldi, allá por los años setenta, cuando empezaba a crecer su fortuna? Debo decir que, al menos de físico, no ha cambiado mucho, sigue conservando un aire distinguido y con cierta retranca, como dicen por allá. ¿Por qué te interesa tanto? Hablas mucho de él en tu carta y no sé qué decirte. Es verdad que era un tipo extraño Ernesto Teldi; aunque ya por entonces la buena sociedad lo consideraba un personaje de lo más respetable, tú siempre insistías en que había algo dudoso detrás de tanta suavidad y buenos modales. En realidad, si le descubriste algún cadáver en el armario, nunca me lo comentaste y, en todo caso, a estas alturas debe de ser un esqueleto muy viejo y sin importancia; los pecados de los ricos se olvidan tan fácilmente… ¿verdad? Peccata minuta, amigo Reig. De todos modos, a ver si te sirve alguno de estos datos: según la revista, ahora es un famoso marchante de arte; además se ha convertido en una especie de generosísimo mecenas que vive a caballo entre Argentina, España y, sobre todo, Francia. De hecho, en la foto que te menciono, aparece luciendo en la solapa la Legión de Honor; muy propio, ¿no crees? Le debe de haber ido bien con ese negocio de compraventa de cuadros que comenzó allá en Argentina cuando tú cocinabas para él y yo te iba a visitar de vez en cuando para charlar y tomar mate. Pero el tema central de esta carta no es hablar del pasado como otras veces, sino darte ánimo y ayudarte a encontrar a Teldi, si ése es tu deseo. De momento no tengo ni idea de dónde buscarlo, pero por eso mismo estoy seguro de que lo vamos a encontrar. Te parecerá raro lo que voy a decirte, Antonio, pero el caso es que, de un tiempo a esta parte, tengo la sensación de que mi vida corre por extraños pero inevitables raíles, tanto la mía como la de los que me rodean: es como si cada cosa que sucede o que está a punto de suceder, formara parte de un puzzle de piezas muy dispares que poco a poco se van acercando y amenazan con ensamblarse. No sé cómo expresarlo mejor. Pero creo que todo está relacionado con la visita que le hice a la vieja madame Longstaffe, de la que te hablaba en mi última carta. ¿Te conté entonces por qué se me ocurrió ir? En realidad no fue más que para acompañar a uno de mis muchachos, a Carlos García. Él estaba empeñado en que la bruja le proporcionara un filtro mágico para encontrar, en carne y hueso, a la mujer de sus sueños. Ya, ya. Yo también pienso que todas esas cosas son pamplinas, pero la verdad del asunto es que, desde ese día, tengo la sensación de que el Destino -mi destino, por lo menos- se divierte creando extrañas coincidencias. Te explico: de pronto veo a un caballero totalmente desconocido en una situación comprometida, y a los pocos días me lo vuelvo a encontrar en otro sitio inverosímil, de tal modo que con dos o tres datos conozco sus secretos más íntimos, ¿ entiendes? Todo es raro. Y luego están las predicciones que madame Longstaffe se permitió hacer (sin permiso, claro) sobre mi estado de salud. Tal vez no me creas, pero eso también se está cumpliendo. Ella dijo que no tenía que preocuparme en absoluto por este cangrejo que me come las entrañas, y lo cierto es que desde ese día, para sorpresa de los médicos, he mejorado mucho, tanto, que alguien menos escéptico que yo pensaría que me estoy curando. Ahora sólo falta que Garlitos encuentre a la mujer de su infancia y que yo me tropiece con Ernesto Teldi en plena calle. Pero en realidad todo esto no pueden ser más que espejismos; tú, que eres una persona racional di: ¿crees realmente que al Destino le gusta jugar a las cajas chinas con la vida de las personas, juntar piezas extrañas de modo que todo apunte a un raro e inverosímil rompecabezas? No, yo tampoco lo creo. Figuraciones mías, sin duda, de ahí que, a pesar de mi anterior discurso, lo cierto es que sigo comportándome como si mi vida estuviera cerca de su fin: un cáncer no es pequeña cosa, por eso continúo trabajando en mi proyecto secreto. En esta ocasión, como me he extendido tanto, no voy a mandarte ninguna receta, tiempo habrá, amigo Reig; mi libreta de pequeñas infamias engorda cada día, y ahora discúlpame, suena el teléfono.
– La Morera y el Muérdago, dígame… ¿Dígame?… Allô?… Pronto?… ¿Cómo que el número marcado no existe? Pero si yo no he marcado ningún número, porca miseria, en todo caso alguien me llamaba a mí. No sé qué pasa con los teléfonos últimamente. Porca miseria -repite Néstor con impaciencia-, porco teléfono, porco governo, seguro que se trataba de un cliente importante.
Adela colgó el teléfono. Era la tercera vez que marcaba el número y la tercera que una señorita metálica le contestaba que ese número no existía, aunque ella sabía muy bien que no era así; la amiga que le recomendó los servicios de La Morera y el Muérdago (lo mejor de lo mejor, querida, yo no daría ni un paso sin consultar con mi viejo amigo Néstor, es un genio organizando fiestas, él se ocupará de todo) le había repetido dos veces los datos para que no hubiera lugar a errores. Pero la señorita metálica era implacable: el número marcado no existe.
Por un momento Adela pensó en acercarse hasta el local. Al fin y al cabo, la dirección que figuraba en la tarjeta, Ayala casi esquina Serrano, no estaba tan lejos de donde ella se encontraba en ese momento, en plena calle de Miguel Ángel. Miró otra vez la tarjeta como si necesitara asegurarse, sí, sí, podía haber hecho el recorrido andando o tomar un taxi, y dejar solucionado el problema en pocos minutos. Es lo mejor realmente -se dijo-, en estas cosas lo más aconsejable siempre es el contacto directo con la gente. Y de pronto, como adivinando sus intenciones, un taxi se detuvo a pocos metros para dejar a una pasajera. Comenzaba a llover. Bien, eso lo resolvía todo, en cuanto se desocupe el taxi, nos vamos, se dijo. Primero pasaría por La Morera y el Muérdago, le pediría al conductor que la esperara y, una vez solucionados todos los detalles de la fiesta que pensaba organizar en su casa de campo, aún le daría tiempo de regresar al hotel Palace y de reunirse con su marido antes de las tres: Madrid se convierte en una ciudad antipática cuando llueve. Ahora sólo debía esperar a que la persona que en esos momentos ocupaba el taxi se apeara.
Una enorme masa de cabellos rubios emergió de las profundidades, y luego un pie enfundado en una babucha de seda. Extraño calzado para esta época del año, pensó Adela, pero no dijo nada, la vida le había enseñado a ser indiferente a toda extravagancia.
– Permiso -dijo entonces la voz de la pasajera y, por un momento, las dos quedaron mirándose-. Perdone que le pregunte, señora, pero ¿puede usted decirme si es ésta la calle de Almagro?