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Qué pregunta más estúpida, pensó Adela, aquélla era la calle de Miguel Ángel, muy lejos incluso de Rubén Darío, y además, nadie se baja de un taxi sin saber dónde se encuentra; por eso, sin responderle, sólo murmuró con una sonrisa cortés:

– ¿Me permite?

Estaba decidida a meterse en el taxi cuanto antes.

– No vaya, señora -dijo la voz de la babucha-.

Vuelva otro día, quizá mañana. Sí, eso es. Lo que tenga que hacer hoy, déjelo para mañana por la tarde. Empieza a llover, ¿no se da cuenta?

Ya está lloviendo, vieja chiflada, pensó Adela, pero no le dio tiempo a decir nada porque aquella babucha extranjera añadió:

– Además, ¿sabe usted bien lo que hace? ¿Sabe usted por dónde tiene que pasar para llegar a la calle de Ayala?

– Normal -intervino en ese momento el taxista, callado hasta entonces, pero sin duda aburrido de la cháchara de sus dos clientas-. Lo más corto desde donde estamos sería atravesar la plaza de Rubén Darío, salir a la calle de Almagro y luego…

– Va a llover, vuelva otro día y por otro camino -insistió la mujer de la babucha-. No querrá que se le estropee el tapado de piel, ¿verdad?… es tan bunito.

Eso dijo: «bunito»; lo mismo que pronunciaba «va a chover» o «vuelva otro gía». Pero por fin se bajó del taxi para permitir que Adela pudiera hacerse con el vehículo libre. Era una escena absurda.

Sin embargo, una vez dentro, Adela no volvió la cabeza. Nunca sabría qué aspecto presentaba la mujer aquella desde lejos, tampoco sabría si la lluvia se ocupó de aplastar la masa de pelo rubio inmediatamente, ni si, para cruzar los charcos que se iban formando, tuvo que recogerse la falda verde de modo que asomaran bien sus babuchas de seda. Cuando Adela se instaló por fin en el taxi y aun antes de arrancar, ya había decidido cuál sería su camino.

– ¿A la calle de Ayala, entonces? -preguntó el taxista.

Ella negó con la cabeza (sin mirar atrás, siempre sin mirar atrás).

– No. Lléveme al hotel Palace -dijo, y luego añadió-: Dígame: para llegar allí no es necesario pasar por la calle de Almagro, ¿verdad que no?

A lo que el taxista, que era locuaz y le gustaba la precisión, dijo otra vez:

– Normal -por lo visto, para él todo era normal-, desde aquí, si prefiere, podemos bajar directamente a la Castellana, atravesar Colón y luego todo tieso hasta llegar al hotel.

Entonces Adela añadió de modo completamente innecesario:

– Perfecto, porque me espera mi marido, ¿sabe?

Ya no volvió a mirar por la ventana hasta llegar a la fuente de Neptuno. Tenía razón la extravagante mujer del taxi, bien podía acercarse a La Morera y el Muérdago mañana y, sobre todo, hacerlo desde otro punto muy distinto de Madrid. Llovía demasiado.

Porque aunque a Adela Teldi siempre le gustaba regresar a Madrid, ciudad en la que había nacido, existían algunas calles que esquivaba cuidadosamente. Como la calle de Almagro, por ejemplo, con sus plátanos de hojas cubiertas de una fina pelusa que hacía estornudar y con aceras aún demasiado parecidas a como eran durante su infancia; tanto, que si alguna vez se aventurara por ella (cosa harto improbable), difícilmente podría refrenar ese infantil impulso que a veces obliga a reemprender algún tonto juego como caminar sin pisar línea o imaginarse mentalmente saltando a la rayuela. Pero Adela no necesitaba acercarse a esa zona de Madrid para nada. La ciudad se ha movido hacia otros barrios, y las tiendas, las peluquerías y los restaurantes, incluso las casas de los amigos, ya no estaban cerca de esa manzana antaño tan familiar. Afortunadamente. Por eso, al día siguiente, hacia las cuatro de la tarde y esta vez desde el hotel Palace, Adela no tuvo mayor dificultad en acercarse hasta la calle de Ayala, que era donde se encontraba la empresa de comidas a domicilio. Una vez allí, un chico la hizo pasar a una agradable salita de espera.

– En seguida estoy con usted, señora -le había dicho el muchacho-. Mi jefe no está. Es pura casualidad o mala suerte que haya tenido que salir, rara vez lo hace; pero no se preocupe, yo sabré atenderla, voy a buscar algo con que apuntar. ¿Señora…?

Y como en una película antigua, Carlos interrumpió la frase para que Adela rellenara los puntos suspensivos.

– Señora Teldi, con te de Teresa -respondió-. ¿Y tú cómo te llamas?

– Carlos García, para servirla. Ya verá cómo le gusta nuestro establecimiento. Vuelvo ahora mismo.

Mientras entraba en la trastienda en busca de la lista de menús, y mientras escogía los álbumes con las fotos de bufets y mesas más hermosamente decorados a base de racimos de uvas y flores o bodegones, Carlos pudo ver a través de las cortinas cómo la señora Teldi se paseaba por la recepción de La Morera y el Muérdago mirando los retratos que colgaban de la pared. La vio sonreír ante los personajes allí fotografiados como si conociera a alguno de ellos y luego ladear la cabeza para leer mejor esta o aquella dedicatoria. Casi todo el mundo hace lo mismo mientras espera. Algunos encienden un cigarrillo, otros se dedican a dar paseos arriba y abajo como midiendo el terreno para hacerlo suyo. Y son muchos los que deciden ponerse cómodos, quitarse prendas de abrigo, desabrochar botones.

Un álbum más -piensa Carlos-. Que no se me olvide enseñarle a la señora las fotos de decorados con frutas, y mira algo culpable hacia Adela: no es bueno hacer esperar a las dientas. Pero ella se ha sentado cómodamente en el sofá, apartando para hacerlo un poncho criollo que le molesta, como también debía de molestarle su abrigo, aunque no hace excesivo calor. Con un gesto impaciente, la desconocida decide quitarse primero el abrigo y luego el pañuelo que le cubre la garganta. Y lo hace tan rápido que, durante una fracción de segundo, la señora Teldi deja todo su escote al descubierto, un cuello blanquísimo y quebradizo que se hunde levemente al llegar a la línea del hombro.

Qué pena, hace unos años ése debió de ser un cuello especialmente inolvidable -se dijo Carlos, antes de volver a entrar en la recepción con los papeles y los álbumes.

Dos o tres días más tarde, cuando la puerta de la habitación 505 del hotel Fénix se cerraba, no existía otro mundo para Carlos y Adela. El hilo musical lo mismo podía entonar Lave me tender o una canción de El Fari. Los recesos amorosos podían acompañarse de una Fanta limón o de un Bailey's pegajoso y sin hielo. Quizá fuera de día o tal vez no. Que hiciera frío o el más sofocante de los calores, todo daba iguaclass="underline" sólo sentían amor. Había sido el típico encuentro no buscado entre una mujer madura y un jovencito que comenzó con una charla profesional sobre cómo organizarían una fiesta, continuó luego comiendo sándwiches en Embassy y siguió más tarde con borrachera en el bar del hotel Fénix, hasta acabar en la cama. Todo casual, incluso previsible. Pero se habían vuelto a ver al día siguiente y también al otro y al otro, y una vez que la puerta de la habitación se cerraba, caían al suelo camisas con la insignia de La Morera y el Muérdago, faldas de Armani, corbatas de pajarita rojas y blusas azul pálido, todo en silencio, pues eran los besos los encargados de abrir camino hacia la carne desnuda. Y, siempre sin palabras, la iban descubriendo centímetro a centímetro con amorosa minuciosidad: «ya no queda un lugar que no te haya besado», canta Wilfrido Vargas en el hilo musical, pero ninguno de los dos se interesa por lo que entra por sus oídos: Carlos y Adela oyen, ven, huelen y sienten por la piel «ningún rincón sagrado me falta por andar», y para Adela es una fiesta recorrer con sus dedos dotados de los cinco sentidos esa piel tan joven que, un beso tras otro, más que deseo, evoca ternura. Qué suerte, qué suerte tienes, Adela -se dice-, bésalo mientras dure, sin preguntas, sin pasado, sin futuro, como aman los náufragos y los desahuciados, como sólo pueden hacerlo las viejas como tú. Pasea tus manos por los muslos, enrédate en su pelo y apura el sabor único de tantos rincones bellos mientras puedas; eres una mujer afortunada. ¿Y él? ¿qué pensará?… Es una bendición que la naturaleza no nos haya concedido el don de leer los pensamientos ajenos. Por eso añade: besa, lame y ama, Adela, y más tarde, olvida. Pero no te olvides de olvidar, por amor del cielo; es fundamental el olvido, pues el mundo se acaba más allá de la puerta 505.