Carlos se había dejado envolver en esa aventura sin mirar atrás. Al contrario que la mujer de Lot, en el amor jamás hay que detenerse a volver la cabeza, pues uno corre peligro de convertirse en estatua de sal. Sal estéril o impotente, sal demasiado sensata que se pregunta: ¿qué demonios pinto yo aquí tres tardes seguidas con esta mujer que podría ser mi madre? ¿La he mirado bien?
No. Carlos no la ha mirado bien, pues en el microcosmos de la habitación 505 no hay perspectiva suficiente. Resulta imposible apreciar algo tan extenso como la curva de un cuello, por ejemplo, o el lóbulo de una oreja; porque mientras se vive un amor químicamente puro, una pasión total, sólo se alcanza a ver milímetros de piel electrizada por el deseo, caminos siempre nuevos por donde se aventura Carlos sin brújula. «De tus caderas a tus pies quiero hacer un largo viaje…» Él no es lector de poesía, no le interesa especialmente Neruda, y sin embargo, los recorridos del amor son idénticos, tanto para poetas como para camareros. Unos y otros alguna vez han sorteado todos los accidentes geográficos de un viaje amoroso: dedos-penínsulas, rodillas-montículos, ingles-hondonadas, el camino es largo y la exploración lleva su tiempo hasta llegar al pubis, donde la lengua de Carlos se pierde y tiene ideas propias, por primera vez en su vida tiene ideas propias.
Con otras mujeres él había recorrido senderos similares, pero siempre lo había hecho representando un papel. «A las mujeres les gusta esto… lo otro… luego una exploración más médica que amorosa pero siempre eficaz…», y se consideraba un actor consumado, porque hasta llegar a la habitación 505, sus experiencias amatorias (además de ser una búsqueda de la mujer del cuadro) habían sido siempre como un examen de ingreso. Ingreso en el club de los amantes infalibles o incansables. En el de los amantes tiernos que abrazan a las chicas cuando lo que quieren es acabar de una vez por todas; está bien, está bien, la mimaré un poco antes de largarme, un besito aquí, un te adoro allá, todo medido… ojo no te pases, ellas se alarman en cuanto te sales del guión.
En la 505, en cambio, no hay guión ni hay brújula, como tampoco hay necesidad de excitarse imaginando en la curva de un cuello desconocido aquel otro perfecto que descubriera de niño dentro de un armario. Con las demás mujeres había sido fácil y a la vez tramposo: cerraba los ojos y ya está: Lola, Laura, Marta, Mirtha, Nilda, Norma… y así hasta acabar con su agenda tan ordenada como completa: todas ellas tenían el cuello de la mujer del cuadro.
Aquella piel en cambio, la de… Adela (Carlos apenas se atreve a decir su nombre, por un miedo supersticioso, como supersticioso es evitar mirar atrás: la estatua de sal), la piel de Adela no tenía más extensión que el microscópico sendero que marcan los besos. Y son tan diminutos los ojos del amor que jamás se detienen ante una arruga o una imperfección, son tan miopes que serían capaces de adorar una peca sólo porque es de ella.
Ella no es miope. Adela hace años que ha renunciado a pertenecer al club de los amantes complacientes, que en las mujeres tiene otros estatutos que en los clubes masculinos. Para las chicas, las reglas de oro son los jadeos fingidos y las palabras procaces inteligentemente utilizadas con el fin de aumentar la temperatura amorosa en el momento adecuado. El lenguaje de la pasión está siempre haciendo equilibrios en el alambre: mencionar el coño vale; chocho, nunca; polla, ok; picha, antes muerta… reglas infalibles; fingimientos más certeros que las verdades, pero hay que saber hacerlo, cuándo decirlos, cómo modular la voz o impostarla, pues en las obscenidades, como en los alimentos, hay afrodisíacos, pero también vomitivos.
Adela lo sabe todo, aunque hace tiempo que no usa estas artes, ni con amores pasajeros, y menos aún con el muchacho. Sin embargo, a pesar de que ella se considera una actriz tan veterana que se puede permitir el lujo de concentrarse en el placer de sentir sin preocuparse de fingimientos, los caminos que recorren sus besos sobre el cuerpo de Carlos no le parecen nuevos. Es como si sus manos hubieran explorado antes, hace muchos años, ese mismo territorio; qué tontería, qué sensación absurda, pero por primera vez en mucho tiempo, siente que no controla lo que le está sucediendo. ¿Cómo es posible que le ocurra semejante cosa a ella, que es experta en amantes, en amores pasajeros de todo tipo para matar la soledad?
El nombre de su hermana, Soledad, se ha deslizado de forma tan imprevista en sus pensamientos que Adela se sobresalta.
– ¿Qué te pasa, estás bien?
– Claro, ven, bésame de nuevo.
Pero ya ni los besos logran difuminar del todo ese nombre ligado a una historia que ella pretende olvidar. Y ahora, abrazándolo con fuerza, Adela intenta usar con Carlos el mismo método que durante años le ha resultado tan útil. Lo ha probado con éxito desde aquel día desgraciado en que murió su hermana: la mejor manera de olvidar unas caricias culpables es ahogarlas en miles de otras caricias, porque para olvidar un pecado, lo mejor es despojarlo de todo contenido, cometiéndolo mil veces. Y eso es lo que Adela ha hecho durante estos años, amar a muchos cuerpos para olvidar a uno solo.
Por un momento la treta vuelve a funcionar. Adela sonríe: una vez más ha conjurado el peligro, y se siente una mujer muy sabia hasta que la acomete esa extraña y conocida sensación en los pulgares.
Por el picor de mis dedos sé que se avecina algo perverso -piensa de pronto-. Todo esto lo he vivido ya, conozco este cuerpo, estoy segura de haber amado antes esta piel… Vamos, Adela -se reprocha-. Lo único perverso de toda esta historia es que te estás enamorando de un muchacho de veintiún años. No lo hagas. Disfruta y calla, podrás amarlo mañana, también el viernes y quizá una tercera o cuarta vez, pero no pienses más allá; lo sabes de sobra, querida: los sueños existen, sí, pero sólo a condición de que no se intente convertirlos en realidad. La habitación 505 es perfecta mientras dure, dos, tres, cuatro días, incluso muchos más, piénsalo bien; podrías disfrutar de meses de amor siempre y cuando…
Siempre y cuando -se ordena a sí misma- seas inteligente y, sin perder un minuto, en el momento en que este muchacho se marche, llames a La Morera y el Muérdago para que cancelen irrevocablemente la organización de la fiesta; jura que lo harás.
Adela besa, Adela se deja abrazar por las manos, el cuerpo y, lo que es aún más delicioso, se deja abrazar por el olor dulce de esa joven piel.
En cuanto Carlos se vaya cogerás el teléfono para cambiar todos los planes. Pretender pasar un fin de semana en una casa llena de invitados con él es completamente estúpido, a quién se le ocurre; sólo una mujer ilusa intentaría vivir la pasión fuera de estas cuatro paredes, carpe diem, besa y no pienses, ama y olvida, Adela; los sueños se disuelven en contacto con la realidad. Disfruta ahora y paga luego renunciando a verle fuera de aquí, llama a ese cocinero sin falta.
Y tal como lo había planeado, dos horas más tarde, cuando la habitación del hotel Fénix se queda vacía, cuando el amor da paso a la sensatez, Adela se sienta sobre la cama aún deshecha para marcar el número.