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Si yo pudiera saber cosas de ti, Ernesto Teldi -piensa Ramos-, estaría dispuesta a olvidarme del mercenario Mecenas, también de las entrevistas incisivas y de todas esas informaciones turbias que gente desaprensiva se dedica a inventar sobre ti, y no son más que calumnias que se vierten sobre las personas verdaderamente formidables, si yo pudiera, si yo supiera… Todo esto piensa Ramos, aunque un prurito profesional hace que, al menos por fuera, mantenga aún el aspecto de una periodista inaccesible. Resiste, Agustina -se dice, como si sus reparos fueran las murallas de Zaragoza en 1808-; resiste siempre. Pero esta Agustina tiene la pólvora húmeda.

– Mira, estoy organizando una pequeña reunión para dentro de unos días, y tienes que venir -le pide entonces Teldi, como si la idea se le hubiera ocurrido de pronto y no se tratara de un método para neutralizar a un loro, o más bien cacatúa, llena de ínfulas artísticas y peligrosas preguntas sobre su pasado argentino-. Yo soy del pueblo y me gusta volver al pueblo. Verás, te explico: se me ha ocurrido reunir en mi casa de campo a un grupo de coleccionistas. Pero no de grandes coleccionistas, nada de acaparadores de Picassos y ricos estúpidos que coleccionan primeras ediciones de Hamlet sin haber pasado de la primera página, aunque eso sí, citan con mucha frecuencia To be or not to be sin conocer como tú y como yo ese maravilloso párrafo que dice: «¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa…?» etcétera…, en fin, tú ya me entiendes, gentes que no aman el arte sino la posesión; todo lo contrario que mis invitados.

Entonces Ernesto Teldi pasó a seducir a la señorita Ramos (o, lo que es lo mismo, a los 350 000 ejemplares de su revista que van a parar a las manos de toda la gente más interesada en el negocio de los cuadros) con una de sus originales ideas.

– Una idea que, por supuesto, no quiero ver reproducida en Mecenas. Para esos mercenarios del arte sólo reservaremos la parte políticamente correcta de mi personalidad, ya sabes, tú les cuentas cómo desarrollo mi trabajo de mecenazgo, mis esfuerzos para que el arte llegue al mayor número de personas, mis becas para jóvenes talentos, y nada más; total, ellos no tienen sensibilidad y no se merecen otra cosa más profunda. Tú y yo, en cambio, somos distintos.

Y como para ilustrar a qué se refería, pasó inmediatamente a explicarle que le haría muchísima ilusión si se unía a ellos el fin de semana siguiente, para conocer a coleccionistas originalísimos: amantes de los soldaditos de plomo; rastreadores de los más exóticos puñales, dagas y cuchillos; amén de enamorados de las jarras de cerveza o de animales disecados o especialistas en muñecas de porcelana y en libros de fantasmas o peroles de cocina. Personas -concluyó- que realmente veneramos los objetos por encima de todo, divinos cachivaches que son el paradigma de lo que yo llamo el auténtico amor al arte.

Con prudencia, Ernesto Teldi eludió explicar que, entre tan extravagante fauna (y con la ayuda que le proporcionaban los alcoholes de su bodega), a menudo lograba adquirir, a muy buen precio, piezas rarísimas que pocas veces salían al mercado; pero la señorita no tenía por qué conocer estos insignificantes detalles. Lo que una persona de la sensibilidad plástica de la señorita no dejaría de reconocer, era su generosa iniciativa de reunir a verdaderos entendidos, a gentes de lo más dispar en el más artístico y sensible ambiente, muy lejos de todo esnobismo y afán mercantilista.

– Y tú podrías venir si te apetece -le insiste.

Y la señorita Agustina piensa que la vida es muy injusta. Aún hundida en el sofá color lacre, la envolvente tibieza de aquellos almohadones hace que imagine, por un segundo, cómo sería una reunión en compañía tan interesante. Lejos de pintores consagrados pero insoportables, de ricachones incultos que no saben distinguir un Monet de un Manet y de toda esa plebe que forma el ambiente del Mecenas de las Artes. La sensibilidad artística en estado puro -piensa-, mientras admira las bellas manos de Ernesto Teldi, que otra vez se han aventurado hasta el brazo del sofá; su dueño la mira esperando una respuesta.

– ¿Ybien, Agustina? ¿Y bien, querida señorita Ramos?

La vida es en verdad injusta. Agustina, la querida señorita Ramos, daría cualquier cosa por decir que sí, pero para su desgracia, en esas fechas tiene que estar en la otra punta del mundo entrevistando a un coleccionista japonés dueño de un Van Gogh que muchos sospechan que puede ser falso. Ya vería ese tramposo las preguntas que pensaba hacerle, las peores que se le ocurrieran. Una aburrida cita en Japón en vez de una fiesta en casa de Teldi; nunca he sido una mujer afortunada -piensa-, nunca lo he sido.

– Cuánto, pero cuánto lo siento -dice Teldi, que ha elegido este momento psicológico para dar por terminada la entrevista-. La echaré de menos, pero no se olvide, querida, ni una palabra de nuestro secreto. La gente es tan pequeña -añade-, parece mentira, sólo les interesa saber cuánto dinero doy a los jóvenes talentos y cuánto me gasto en mis labores de mecenazgo. Mercantilismo, nada más que mercantilismo, pero démosles lo que piden, ¿no crees, querida?

Agustina se despide. Él le besa la mano, la misma que escribirá para el Mecenas de las Artes un aburridísimo pero elogioso y convencional perfil de Ernesto Teldi, el hombre que, en pocos años, ha llegado a convertirse en un filántropo de reconocimiento internacional.

– Es usted un ser humano extraordinario, señor Teldi -le dice, mientras él, con un guiño acariciador que casi parece un beso, la despide.

– Adiós, Agustina, nos volveremos a ver.

Y mientras el cerebro de la señorita Ramos, camino de la puerta, grita ¡¿cuándo?!, ¡cuándo!, y mientras Ernesto Teldi vuelve a sentarse con un suspiro de alivio como quien recupera el aliento tras una carrera de obstáculos, ocurren dos hechos casi simultáneos.

– Ya me acuerdo de quién es ese tipo. Es el actor que hacía de caníbal en El silencio de los corderos -exclama la señora del sofá vecino-. ¿Tú crees, Alfredo, que le importará si le pido un autógrafo?

– Señor Teldi -dice un botones salido de quién sabe dónde, con el sigilo propio de su oficio-: ha llegado una carta para usted, acaban de traerla.

La señora de Alfredo se va acercando a Teldi; muy pronto podrá oír su voz. También su marido podrá oírla.

– ¡Carajo! -exclama Teldi, y se levanta demasiado bruscamente al ver el sobre que le tiende el botones: es la segunda carta de estas características que recibe en veinticuatro horas. Ambas escritas con letra difícil y en tinta verde, de modo que las líneas parecen una hilera de cotorras sobre un alambre.

– ¿Has oído lo que ha dicho, Matilde? -dice el caballero llamado Alfredo a su mujer.

– ¿Ves? Ya te advertí que éste no podía ser un actor de Hollywood.

Ernesto Teldi no logra descifrar la firma que hay al pie de la carta, pero una parte del texto, escrito en mayúsculas, es lo suficientemente claro como para identificar cinco palabras que ya figuraban en la carta anterior: «Teniente Minelli…» «Aeropuerto de Don Torcuata», y luego, garabateado en una letra burda que casi parece una carcajada, puede leerse: «¿Recuerdas, Teldi?»