Néstor se acerca con curiosidad para ver sus facciones, ésta no puede ser otra que la muchacha de la que tanto ha oído hablar, la dama del armario… Sin embargo, la precaria economía de Carlos no permite más que una bombilla en toda la estancia; la luz es tan escasa, que el cocinero se ve obligado a abrir la puerta de par en par para que la claridad del corredor entre hasta el fondo e ilumine el retrato.
– A Bigbagofshit le va a fascinar este vestíbulo color púrpura, ¿porque este tono es púrpura, verdad chico? En tu casa no se ve un carajo -se le oye decir a Solís desde el vestíbulo.
Y es cierto. A pesar de la ayuda de la luz del corredor, Néstor tampoco ve un carajo. Busca entre sus ropas. Un cocinero, aunque no sea fumador, a veces lleva encima un mechero, o al menos cerillas; y Néstor, en efecto, encuentra en el bolsillo de su chaleco una cajita con el nombre de La Morera y el Muérdago decorada con un motivo entre floral y mágico. Un motivo muy acorde con su significado: la morera es el árbol de los gusanos de seda, y el muérdago, el talismán para encontrar tesoros escondidos. Cualquiera habría hecho un paralelismo entre estos datos y lo que está a punto de suceder, cualquiera menos Néstor, que inocentemente enciende una cerilla.
– Mi cliente querrá saber cuántos muebles se venden con la casa, chico, ten en cuenta que Bigbagofshit lo compra todo. Casi tiene tu misma edad, sabes, pero a él le salen los millones por las orejas. ¿Has oído su último éxito: Kill me with the lawnmower, chico? Es fantástico.
Solís llama a Carlos «chico» con una insistencia que se cuela una y otra vez por la puerta del saloncito amarillo. Néstor puede oír cada una de sus palabras, y son como un extraño contrapunto para lo que sucede dentro. A la luz de la cerilla, con la incierta precisión de quien no intuye que está a punto de hacer un extraño descubrimiento, el cocinero pasea la llama arriba y abajo por delante del cuadro. Así, el halo de luz ilumina primero una frente femenina, luego su pelo rubio metálico, a continuación se detiene demasiado en los azules ojos del retrato, y por eso, al reanudar su camino, la luz declina. Néstor intenta aprovechar el último fulgor para iluminar algún otro rasgo de la muchacha, llegar al menos hasta la boca, pero la llama languidece y muere, como si quisiera preservar un secreto. No hay secreto. Ya no hay ningún secreto. Mientras Néstor busca otra cerilla, juraría que esos labios burlones aprovechan la semipenumbra para modular, con una voz muy lejana en el recuerdo: «… Ah, Néstor, pero cómo, ¿usted por aquí?», o más escuetamente: «… Buenas noches, Néstor.»
La llama de la segunda cerilla rasga la oscuridad del cuarto amarillo y entonces la voz enmudece inmediatamente, igual que todos los encantamientos cuando se enfrentan con la luz. Pero al acercarse, a Néstor se le antoja que los labios aún permanecen entreabiertos, como si acabaran de hablar.
– ¿Qué hay en el cuarto de allá, ese de la puerta abierta, chico?
Es la voz de Solís, el adelantado, el descubridor de tierras ignotas, pero un ruego de Carlos lo detiene.
– Espere, señor. Dejemos esa habitación para el final. Mire, antes quiero enseñarle esta de la derecha: es un vestidor, tal vez le pueda servir de gimnasio a su cliente; creo que incluso tiene una antigua mesa de masajes.
– Perfecto, tienes suerte porque Bigbagofshit lo compra todo. Todo. Echémosle un vistazo.
Y aún una tregua para que Néstor termine de asegurarse de lo que ya está seguro: de que la muchacha rubia del retrato es Adela Teldi, la misma que él conoció con treinta y tantos años allá en Buenos Aires, la misma que protagonizó aquella pequeña infamia que él, tan imprudente, había relatado una tarde a sus ayudantes para que no le hicieran preguntas sobre el contenido de su libreta de hule llena de secretos culinarios. Néstor no necesita más datos, pero la tercera cerilla, como un notario minucioso, constata que, ocultos por la juventud, suavizados por su falta de experiencia, ahí están todos los rasgos de Adela. Su aire algo ajeno y esos mismos ojos azules que Néstor vio desmesurarse en Buenos Aires ante el cuerpo sin vida de su hermana Soledad. Incluso ahora, a la fantasiosa luz del fósforo, a Néstor le parece descubrir en ellos una mirada incrédula, idéntica a la que aquel día se cruzó con la suya después de que se descubriera el cuerpo sin vida contra las baldosas del patío. En casa de los Teldi, tres pisos en dirección al infierno, estrellada contra el suelo, Néstor, Adela y todos los allí presentes pudieron ver la cabeza de Soledad, diminuta y negra como un punto ortográfico, mientras que su cuerpo contorsionado dibujaba un estúpido signo de interrogación. Es la hermana, es la hermana menor de la señora, certificaban todos los ojos, mientras que el signo de interrogación, allá abajo, dejaba escapar una mancha oscura, primer indicio de su larga venganza sobre dos de los presentes: sobre Adela y sobre el marido infiel. Es obstinada la sangre de los suicidas, no se olvida nunca.
A medida que empiezan a encajar las casualidades, Néstor piensa en Soledad, la joven madre de Carlos, una mujer que no tiene rostro en el recuerdo del hijo. Y comprende que todo cobra sentido: la casa de Almagro 38, que un día se cerró para el padre de Carlos, la actitud distante de la abuela, los silencios de unos y otros… mientras que ese retrato, el mismo que ahora tiene delante de sus ojos, fue a parar al fondo de un armario, seguramente para que Abuela Teresa pudiera olvidar a sus dos hijas. A las dos por iguaclass="underline" a la muerta, para que no doliera tanto, a la viva, para no odiarla. Otra cerilla que se apaga. Néstor busca una cuarta, baja por los hombros del retrato, llega hasta las manos… ¿qué es esa esfera verde que sostienen sus dedos? Parece una joya, quizá un camafeo… Sin embargo no se detiene en su inspección, vuelve a subir la luz hasta los ojos de la mujer, y es con el último destello con el que acaba de ordenar los pocos datos inconexos que aún le faltan. Le sorprende sobre todo la ceguera de Carlos. En el cuadro, Adela no puede tener más de dieciséis o diecisiete años, Néstor la ha reconocido inmediatamente, pero es cierto que tiene sobre Carlos la ventaja de haberla visto en su juventud. En cambio, el muchacho, que atendió a Adela Teldi el otro día cuando él no estaba en la tienda, ignora quién es. Parece casi increíble que Carlos García, que la busca en todas partes, que cree adivinar sus ojos en los ojos de todas las mujeres, su cuello en tantos otros, que conoce cada rasgo y cada centímetro de su rostro, no la haya reconocido. «…Las personas son para mí solo trozos de personas, Néstor -le había dicho apenas unos días atrás, en casa de madame Longstaffe-. Sólo me fijo en pequeños detalles de sus cuerpos, que los identifican inequívocamente…» Igual que un hombre en la oscuridad alumbrándose con una diminuta cerilla -piensa Néstor, sin reparar en que eso precisamente es lo que ha hecho él para descubrir a Adela.
…Quien sólo ve segmentos de la realidad, no alcanzará a ver el cuadro completo.
– Por cierto, chico, no sé si sabes que además de Kill me with the lawnmower, mi cliente también es autor de la famosísima Eyeless in Caca. ¿Cómo? Tú no vives en este mundo, chico, aterriza. ¿De veras que no la conoces? Ha vendido dos millones de copias. Y ahora piensa, piensa en que su próximo éxito lo escribirá aquí mismo -dice la voz de Solís-. Tu casa va a ser suya, con todo lo que hay dentro.
Sí. Ojalá ese Bigbagofshit se lo lleve todo; sería lo mejor. Y Néstor, al pensarlo, se entretiene en pasar la mano por el marco del cuadro que, a diferencia de los demás objetos de la habitación, parece no juntar polvo. Que se venda de una vez la casa -se dice- con todo lo que hay dentro, porque existen espacios perversos en los que se concentran demasiadas casualidades. El piso de Almagro 38. De él habría salido, presumiblemente, el cadáver repatriado de Soledad para ocupar una tumba que Carlos nunca visitaba. De él quedó prohibida la presencia del padre de Carlos, cerrándole sus puertas; pero en cambio, Almagro 38 acaba de abrirse para que Néstor descubra otras cosas inesperadas: una historia de adulterio entre cuñados, el triste fin de Soledad, la hermana de Adela… Ya eran bastantes muecas del destino para una sola vida, y sin embargo, veinte años después, la suerte se encargaba de añadir más ironías: un muchacho que no recuerda la cara de su madre acaba enamorándose del retrato de aquella que fue la causante de su muerte. Luego la mujer aparece en su vida (sin que él la reconozca, es cierto), pero… ¿qué otras coincidencias podrían producirse? -se dice-, realmente, ya no caben más.