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Las habitaciones de aquellos que han muerto jóvenes son el santuario de su ausencia, pero también el reducto de la cobardía de los vivos. Son pocos los que se atreven a convivir con los recuerdos y asimilarlos al presente. Solamente los más fuertes son capaces de mantener la foto de un hijo muerto en el salón de su casa exponiéndose a las preguntas de los desconocidos y al peso de esa sonrisa infantil siempre idéntica que ignora el transcurso del tiempo. Todos envejecemos mientras que ellos, por comparación, rejuvenecen, haciéndonos sentir culpables por no haber apurado hasta el último segundo su fugaz presencia, por no haber adivinado que alguna vez se irían, dejándolo todo a medias. Dejando inconclusa no sólo su vida y sus ilusiones, sino, lo que es aún más doloroso, sin resolver lo ocurrido el día de su muerte, quizá una tonta discusión por cualquier cosa de la que sólo recordamos unas palabras desabridas que ya nunca encontrarán consuelo: «si yo no le hubiera dicho… si yo no le hubiera hecho…». Sin embargo, nada puede resucitar a los muertos ni completar su destino.

Por eso, muchas personas optan por olvidar a los que se han ido, sin traicionarlos del todo, y así, los borran de su vida cotidiana, aunque manteniéndolos presentes en algún lugar de la casa: un pequeño santuario culpable y a la vez tranquilizador, como lo es la habitación de Eddie Trías en casa de sus padres.

Igual que una herida muy profunda cicatriza, formando un cordón de carne dura e insensible, así cicatrizan las ausencias de los hijos -las de los muertos y también las de los que han desertado-; ellos no están, por tanto no existen. Mientras que de toda la casa han ido desapareciendo poco a poco las fotos, los libros y todas las pertenencias de Eddie y también las de Chloe, en cambio, sus habitaciones se conservan intactas, con las camas hechas y la ropa en los armarios, como si ellos aún fueran niños y estuvieran a punto de regresar del colegio: ausencia y a la vez presencia. Un buen método. Hay que continuar viviendo.

Chloe ha pasado de puntillas por delante de la puerta del salón para no tener que saludar a nadie. Sabe exactamente lo que está sucediendo detrás de la hoja de madera: es el día sagrado de la canasta en casa de los Trías. Habrá dos mesas de juego con tapetes verdes, una a cada lado de la ventana. La más ruidosa presidida por su madre y la otra por su padre -«la pareja ideal, de spot publicitario», como los había descrito Karel Pligh un día-. Y eso es precisamente lo que parecen: la perfecta imitación de un matrimonio de éxito: guapa ella, guapo él, moderadamente infieles los dos, moderadamente infelices y también moderadamente insomnes.

Al subir la escalera a escondidas, Chloe no puede evitar detenerse unos instantes frente a uno de los barrotes de madera, concretamente el quinto, que es más oscuro que los demás. Se trata de un rito de la infancia: cuando era pequeña lograba ver en el veteado de aquel barrote la cara de un gnomo, y era imprescindible descifrar si el duende mostraba una sonrisa o si estaba ceñudo para saber cómo iba a ser el día; hoy ríe, muy bien, eso quiere decir que aprobaré matemáticas; hoy está enfadado, mejor no tentar la suerte… Sin embargo, esta vez Chloe se da cuenta de que ya no sabe leer en las vetas de la madera: ha crecido demasiado, y al pasar, desliza un dedo a lo largo de ese viejo amigo como si fuera un talismán que ha perdido su eficacia, pero que ella acaricia sólo por cábala. Un escalón más, dos, tres y Chloe ha recorrido con éxito toda la escalera sin que la delate ni un crujido de las viejas maderas; llega al descansillo, pasa por delante de la habitación de sus padres sin detenerse, continúa, aún le falta un trecho para llegar a la suya y piensa en la ropa que quiere llevarse a casa de los Teldi: sólo necesita un biquini y un par de camisetas; dentro de unos minutos se habrá hecho con todo y estará fuera de la casa. Es fácil, cada cosa estará en su lugar correspondiente, limpia y planchada, porque su bella mamá de anuncio publicitario no permitiría que fuera de otro modo: «Ésta es la habitación de Chloe, éstos son los ositos de peluche de Chloe, aquélla la bonita ropa de Chloe, todo sigue igual, aquí no pasa nada.»

Antes de acercarse a la puerta de su cuarto, la niña duda. Desde el salón suben las voces de los jugadores de canasta amplificadas por el hueco de la escalera. Se trata de un murmullo uniforme del que a veces se escapa una voz especialmente aguda, pues siempre hay un pájaro más chillón que los otros entre la gallinería.

– Joder, qué tropa -dice-, menos mal que no tengo que verles los caretos.

Es un careto harto conocido para ella el que asoma ahora por la puerta, allá abajo en el vestíbulo. Chloe puede verla a través de los barrotes. Se trata de Amalia Rossi, la vieja italiana amiga de su madre que debe de haber bebido más de lo habitual, porque ahora la oye decir:

– Déjame, Teresa, sabes que soy como de la familia, ¿qué más te da que suba? Si tu Carosposo hace una hora que se ha metido en el pipí room, no pretenderás que me haga pis en la alfombra, digo yo; vamos no seas tonta, conozco el camino: en un momentito llego hasta el cuarto de Clo-clo y ya está.

Y sube, la tía sube, joder; puede oír sus pisadas en la escalera, pasa por delante del gnomo silente, continúa, y Chloe se ve obligada a retroceder por el pasillo hasta la puerta del fondo, en la que nunca entra (tampoco ella es valiente con los recuerdos), y se ve intentando ocultarse en el vano de la puerta. Así, aplastada contra la madera, quizá logre pasar inadvertida; pero el refugio es estrecho, Carosposo tendría que estar muy borracha para no ver cómo sobresalen los hombros de Chloe. Por eso, cuando la pesada respiración se acerca demasiado, a la niña no le queda más remedio que abrir la puerta. Dios mío, joder, es la antigua habitación de Eddie, estúpida Carosposo, ¿y ahora? Bueno, qué otra cosa puede hacer, ya está dentro, cierra la puerta, enciende la luz… cuánto tiempo, coño, cuánto tiempo.

¿Es posible que el olor de alguien perdure siete años después de que haya muerto su dueño? Sí lo es. Por mucho tiempo que haya transcurrido, las habitaciones-santuario no huelen a encierro ni a naftalina; es mentira que el moho se adueñe de los rincones más inaccesibles, como tampoco se siente la vaharada del olvido, al menos no en la de Eddie. Quienquiera que se ocupe de mantener la ficción de que ésta es una estancia habitada, debe de ser un magnífico escenógrafo. Y Chloe avanza atraída por la sensación de vida que fingen las cortinas y la colcha de la cama en la que una mancha de tinta parece decir: pasen y vean, señores, aquí todo sigue igual, huelan, toquen, miren, sólo se necesita un mínimo de esfuerzo para imaginar que esta habitación pertenece a un muchacho que acaba de salir a tomar una cerveza con los amigos. No obstante, en un segundo vistazo, superada la impresión inicial, la rigidez de la muerte se delata en ciertos detalles, especialmente en un orden escénico demasiado perfecto. En este cuarto todo está en su sitio. La biblioteca de Eddie, de la que él solía leerle tantas bellas historias. Su colección de coches en miniatura, que se alinea con mortuoria perfección en los estantes; a su lado una bufanda rodea unos trofeos de deporte. Y también es demasiado escenográfico el despliegue de objetos que pueden verse sobre la que fuera la mesa de trabajo de Eddie, con sus papeles y carpetas escrupulosamente apiladas, mientras que una pluma y un lápiz dejados fuera de su lugar por una mano romántica no llegan a neutralizar el efecto de decorado teatral. Aun así, no es ninguno de estos dos efectos, ni el falso olor a vida ni el orden exagerado, lo que realmente fascina a Chloe. A ella, lo que la ha impresionado al entrar en el cuarto de su hermano es el tamaño de las cosas. Han pasado los años, y el tiempo se ha detenido de tal modo en la habitación de Eddie, que la niña descubre con asombro que cada uno de los enseres que hay allí ha menguado: la cama, la mesilla de noche, también un sofá en el que solía tumbarse Eddie con los pies sobre el respaldo; todo es mucho más pequeño de como ella lo recuerda. Y como una sorprendida Alicia en el País de las Maravillas, Chloe acaba descubriendo que en las habitaciones que no se frecuentan desde la infancia, se producen los mismos prodigios que en los cuentos en los que las niñas comen bizcochos misteriosos que ordenan en inglés: eat me. Ella debe de haber crecido en demasía, seguramente se ha vuelto enorme, porque antes las cosas eran de otro modo. Antes, su hermano era grande y ella pequeña; ahora, en cambio, la habitación entera parece hecha a su medida, y así lo comprueba Chloe sentándose en la que solía ser su silla cuando visitaba a Eddie, una silla diminuta. Y un paso más en la audacia hace que inicie otras exploraciones: abre un armario y allí está la ropa de Eddie, sus camisas pequeñas y sus zapatos pequeños, todo aún más reducido por contraste con lo que su imaginación ha sobredimensionado a lo largo de estos años. El orden de la muerte campea sobre la ropa perfectamente doblada bajo unos plásticos, pero aparte de este detalle, nada está inerte, pequeño sí, pero no muerto, pues ahí, atrapado en el envés de las telas, pervive el olor a Eddie de un modo tan real que la niña se ve impelida de pronto a retroceder, atónita, silenciosa, hasta chocar con la vieja mesa de estudio de su hermano.