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E igual que ocurre con el resto de sus pertenencias, ahora la mesa en la que tantas veces había visto escribir a Eddie ya no le parece formidable, sino perfecta para ella. La niña Alicia se sienta en la silla, los pies le llegan cómodamente al suelo, del mismo modo que su mano alcanza a tocar los cuadernos de Eddie, esos que él nunca le permitía leer. Chloe abre uno, mira y hojea por primera vez sus muchos borradores de escritura, una veintena de páginas escritas con letra apretada e infantil a las que siguen otras líneas con tachaduras y correcciones que lo hacen todo ilegible. Aquello tan difícil de leer debe de ser su cuaderno secreto. Son, seguramente, las mismas páginas que él no había querido enseñarle antes de morir. «Por favor, por favor, Eddie -le había pedido tantas veces-, cuéntame qué estás escribiendo. ¿Se trata de una historia de aventuras y de amores y también de crímenes, verdad…?» Pero su hermano respondía siempre lo mismo: «No mires, Clo, espera. Algún día te dejaré leer lo que escriba, te lo prometo, esto no es nada, nada importante.» Y en efecto, cuando ahora intenta leer los cuadernos de su hermano, Chloe logra descifrar apenas un puñado de ideas desordenadas, esbozos de tramas y muchas frases inconexas o inconclusas que carecen de sentido. «Bah, esto es basura, Clo-clo, supongo que antes de escribir una buena historia primero tendré que quemar muchas experiencias, emborracharme, tirarme a mil tías, cometer un asesinato, qué sé yo…» Yal escuchar la voz de su hermano en el recuerdo, la niña intenta neutralizar su influjo, pues no quiere acordarse de cómo había sido la despedida antes de que él partiera para no volver más. No, no, no quiero recordarlo, joder. Coño, Eddie, si no te hubiera dado esa rayadura de irte a buscar historias en una moto a doscientos por hora, ahora estarías conmigo; te odio, Eddie, no tenías ningún derecho a irte así… Chloe extiende una mano hacia la biblioteca de su hermano y luego hacia las carpetas. Como una niña caprichosa y contrariada, desbarata de un manotazo los papeles hasta hacerlos caer al suelo, desordenando los escritos de su hermano Eddie, sus intentos por juntar hermosas palabras y sus notas deshilvanadas llenas de frases torpes… todos esos esfuerzos inútiles que, según Chloe, le costaron la vida.

– Oye, Teresita -dice a lo lejos una voz imprudente que se cuela por las rendijas de las puertas y entra hasta en los santuarios de los muertos-. No me lo puedo creer, es realmente un prodigio, casi me muero del susto al verla…

A continuación un murmullo, alguien interrumpe a la voz lejana con una pregunta que Chloe no alcanza a escuchar. Y luego:

– Sí, querida, me refiero a esa foto de tu hija Clo-cloque acabo de ver en su habitación: una que hay sobre la mesa, una foto divina, y reciente además, ¿no? Bueno, pues me he quedado asombrada, hay que ver qué increíble es la genética, tesoro; si no lo veo no lo creo, Chloe se ha convertido en el vivo retrato de su hermano Eddie. Sí hija, no mires con esa cara. Los ojos son distintos, es cierto, Eddie los tenía muy negros, pero salvo ese detalle, te lo juro: a pesar de la pinta de hare-krishna famélica que tiene, si Chloe se quitara todas esas argollas que se empeña en clavarse en los labios, estaría igualita a tu hijo, poveretto mio, que en paz descanse.

– Que en paz descanse -insiste la voz temeraria de Carosposo desde quién sabe qué remoto lugar de la escalera, abajo, y muy lejos de donde está Chloe.

Pero Chloe puede oírla perfectamente desde esa habitación cerrada y muerta que parece haber encogido hasta adecuarse a su tamaño. «¿…Y qué pasaría si no te apetece emborracharte, Eddie… y si no puedes tirarte a mil tías y tampoco te atreves a cometer un asesinato?» Es ahora el recuerdo de la última conversación que mantuvieron el que apaga los comentarios de Carosposo. Chloe puede oír su propia voz infantil interpelando al hermano, y, como en una respuesta inesperada, como si el conjuro de ese cuarto a su medida tuviera la virtud de trasladar al papel la contestación que Eddie le había dado a aquella pregunta, Chloe ve en una de las hojas emborronadas la letra inconfundible de su hermano que, entre mil tachaduras, ha escrito una frase de catorce palabras: «Entonces Clo-clo, no tendré más remedio que matar a alguien, o robar una historia.»

– Igualita a su hermano -cree oír Chloe, pero ya no distingue entre las voces que suben de la escalera y las que se forman al conjuro de esa habitación que fue de él.

– Chloe va a cumplir veintidós años dentro de muy poco, la misma edad que tenía Eddie, ¿verdad? Mira, Teresa, no sé qué piensas tú, pero esta chica, dondequiera que esté y aunque se haya vuelto punkie y grunge y gilipollas y adicta al piercing, es la viva encarnación de su hermano, que Dios tenga en su gloria.

3 SERAFÍN TOUS Y LA PIZZA

La noche antes de partir hacia casa de los Teldi, dos de los personajes de esta historia se sentían solos. Uno era Karel Pligh, a quien Chloe había dejado en un bar, prometiéndole no tardar más de unos minutos, pero ya no había vuelto a aparecer.

El otro era Serafín Tous.

Es una suerte que nadie vea el comportamiento de las personas cuando están solas en la más estricta intimidad, porque, si así fuera, hasta las más cuerdas parecerían locas. Si un limpiador de fachadas, por ejemplo, o un vecino indiscreto hubieran mirado a través de las ventanas de la casa de Serafín Tous, habrían visto a un caballero de mediana edad, con barba de tres días, ataviado sólo con una chaquetilla de pijama muy sucia y unos zapatos con los cordones desatados, sentado ante un piano de cola y mirando fijamente a un teléfono, como si llevara meses en esa postura. En una inspección más minuciosa, el limpiador de fachadas o el vecino indiscreto repararían en que el hombre no estaba tan desnudo como podía parecer a primera vista. De tanto en tanto, sobre todo cuando, llevada por una inaudible música, su pierna basculaba arriba y abajo, podía verse asomar bajo la mugrienta chaqueta del pijama unos redentores calzoncillos a rayas. Pero en este segundo vistazo descubrirían también que el caballero no estaba sentado sobre una banqueta, sino en equilibrio sobre una incómoda pila de libros de arte; que tenía los codos sobre el piano y que abrazaba la caja de una pizza de ahumados a medio consumir que había sobre la tapa del instrumento. Todo esto añadía a la escena una nota de grasienta sordidez. Los ojos vidriosos del personaje, su pelo sudado y los hombros escurridos completaban una visión desoladora. En pocas palabras, Serafín Tous, con las manos locas y la mirada fija en el teléfono, era la viva estampa de alguien dominado por la inquietud y aquejado por un maldito insomnio. Y su aspecto se correspondía exactamente con la realidad: eran las nueve de la noche, llevaba tres días sin dormir y todo presagiaba que éste iba a ser el cuarto. Una persona observadora sabe que existen dos maneras apremiantes de mirar a un teléfono. Una es la esperanzada-desesperada manera de quien anhela que suene, de quien desea con vehemencia que al otro lado surja por fin una voz amada o, quizá, una propuesta de trabajo tanto tiempo prometida. La segunda forma de mirar un teléfono la practicaba en esos momentos Serafín Tous: igual que si fuera un aparato maléfico, un imán maldito que atrae a quien no desea hacer uso de él, vade retro, Satanás o, lo que es lo mismo, Dios mío, aparta de mí este cáliz de perdición.