En la misma postura que antes, pero aún sin la energía suficiente como para separarse del teléfono o alejarse del piano, Serafín piensa que no sabe el porqué de su encono. Todo el mundo admira a Ernesto Teldi, y sin embargo él recuerda situaciones en las que su comportamiento no le ha parecido del todo correcto. Quizá le tenga envidia -piensa-, todo el mundo envidia a Teldi, y por eso yo no debería ser tan inflexible en mis juicios cuando el Destino me acaba de regalar un cable salvador justo cuando las circunstancias eran más desesperadas.
Que Dios bendiga a Adela, que la bendiga y la preserve, como hasta ahora, de su horrible marido.
El odio o, mejor dicho, el desprecio son neutralizadores potentes de toda pasión. Por un momento, y ante su sorpresa, Serafín se da cuenta de que los escasos minutos que su mente lleva ocupada en pensar en Teldi son los únicos en los que se ha sentido bien. Mira la caja de pizza y piensa: «Tengo que poner orden.» Acaricia el piano, incluso lo abre, y la visión del teclado, por una vez, no se asocia con su visita al club Nuevo Bachelino, ni a la irrupción en su vida de aquel muchachito angelical. Qué extraño, qué poderoso remedio este de los pensamientos mezquinos para apagar el deseo; y como para comprobar su eficacia, Serafín decide ahondar en ellos. Se incorpora sobre su improvisado asiento, deja bascular aún más las piernas y se recrea pensando en el estirado marido de Adela. Y nuevamente, oh, prodigio, logra olvidar su anterior estado de ánimo, hasta tal punto que su mano, muy serena, se posa sobre las teclas del piano sin que el contacto le provoque un escalofrío como tantas otras veces. Ya está. El descenso a los infiernos se ha detenido y, como para demostrarlo, sus dedos se deslizan sobre el teclado, componiendo unos acordes inconexos pero completamente inofensivos que no lo transportan a ningún pasado vergonzoso, sino que, deliciosamente, se dedican a anticipar el futuro. Es posible que los días que va a pasar en casa de los Teldi sean muy aburridos, pero cuan bienvenido es el aburrimiento en algunas ocasiones. Casi sin darse cuenta, sus dedos corren por el teclado con mucha más precisión, improvisando una música convencional y más bien monótona, como se imagina que será la fiesta de Ernesto Teldi. Desde luego lo que no habrá son muchachos, sólo un grupo de pesadísimos especialistas hablando todo el rato de cuadros y obras de arte. Perfecto, perfecto, se dice, aunque (el pianista se detiene), según había creído entender de la apresurada explicación de Adela al teléfono, esta vez posiblemente los invitados fueran más originales que en otras fiestas: «coleccionistas excéntricos», ésa había sido la expresión que usó, antes de añadir que también eran futuros clientes de Teldi. «Futuras víctimas de sus embaucamientos -piensa Serafín-, viejo tramposo de colmillo retorcido», y los dedos sobre las teclas ejecutan ahora unos compases muy acordes con la idea que Serafín tiene de Ernesto Teldi: su piano imita exactamente un trío de trompas; está interpretando a Prokofiev, Pedro y el lobo; son las pisadas del lobo sobre la nieve. La música brota inconscientemente, mientras Serafín piensa en Teldi y sólo en Teldi.
La tregua duró diez minutos, diez largos minutos sin acordarse de aquel muchacho de pelo cortado al cepillo. Y esto era mucho más de lo que había disfrutado desde el día en que se le ocurrió entrar en el Nuevo Bachelino. Al cabo de un rato, la punzada volvió, pero para entonces, Serafín ya había comprobado las virtudes del desprecio como antídoto pasajero pero también eficaz contra una mala pasión. Hay que ver, este método incluso resulta más eficaz que visitar adivinas -se dice-. Madame Longstaffe, la famosa vidente, le había prometido estudiar su caso y ofrecerle ayuda, pero no había vuelto a tener noticias suyas. Vieja farsante -se dice Serafín-, ¿dónde estarás ahora?
4 KAREL YMADAME LONGSTAFFE CANTAN RANCHERAS
En la calle Corderitos, 29, muy cerca de Malasaña, existe un pequeño local llamado Juanita Banana al que acuden los amantes de los ritmos calientes. En horario de tarde-noche, puede verse allí un público neófito, admiradores poco exigentes de la música latina, además de bailarines de merengues y congas que han pasado por alguna academia de las muchas que abundan. En este primer turno, que dura hasta las tres de la madrugada, las banquetas del Juanita Banana están provistas de mullidos almohadones rojos, muy apropiados para los arrullos del amor. Los camareros son muchachas y muchachos latinos de bellos cuerpos, pero con poca experiencia hostelera, y la música que puede oírse es excelente, pero comercial y facilona. Abundan, por ejemplo, las canciones de Juan Luis Guerra, las rancheras de Ana Gabriel, vallenatos a cargo de Carlos Vives y los sones Américo-cubanos de Gloria Estefan, que todo el mundo corea con gran bulla. Al tiempo que bailan o charlan con los amigos, los clientes, muy animados, beben innumerables mojitos de ron Bacardí o tragos de tequila con sal al grito de «dele no-más», lo que, según los asiduos, confiere al local un aire de autenticidad inmejorable del que salen felices y contentos: qué bonita es la música de la América caliente y qué bien nos lo pasamos.
Sin embargo, al perderse calle abajo los últimos de estos latinólogos neófitos cantando a coro:
vacilón, qué rico vacilón,
cha-cha-cha, qué rico cha-cha-cha
y al apagarse sus voces y borrarse sus siluetas del vano de la puerta, surge, como por ensalmo, otro club Juanita Banana muy distinto: uno secreto, al que sólo tienen acceso ciertas personas iniciadas. De pronto, el Juanita Banana parece replegarse sobre sí mismo. Desaparecen de las banquetas los almohadones rojos, para dejar a la vista la madera pelada. En un santiamén el ambiente se llena de bruma, como si alguien desde detrás de las cortinas se dedicara a insuflar el humo de grandes cantidades de cigarros puros, mientras que los camareros jóvenes y guapos son sustituidos por los siguientes personajes: el primero en entrar es René, un cubano de cara negra y ancha en la que se le aplasta una nariz muy ñata. René es el barman, campeón de los daiquirís y también el artífice de algunas extraordinarias pócimas congo realizadas con plantas como kolelé batama pimpí (ajonjolí para los profanos), ingrediente que, como todo el mundo sabe, mezclado con café actúa como afrodisíaco, además de ser muy eficaz para aliviar el asma.
El segundo de los personajes digno de mencionarse en este nuevo e iniciático ambiente es Gladys, la encargada de atender las mesas con toda la celeridad que sus noventa y siete kilos de carnes suaves y colombianas le permiten (aunque hay que verla bailando los sones del maestro Escalona, porque entonces Gladys se transforma en una ágil muchacha). El tercer miembro del personal -terceros, habría que decir- son los gemelos Gutiérrez, idénticos e inseparables, músicos virtuosísimos que, entre los dos, dominan todos los instrumentos, desde el cajón y los bongos cubanos al acordeón guajiro, pasando, naturalmente, por la guitarra, las trompetas mexicanas y hasta la quena, instrumento éste muy poco útil en el Juanita Banana, que se especializa en ritmos afroamericanos.
Y hasta este extraordinario local, esa noche se habían acercado dos personajes muy entendidos en música latina, deseosos de olvidar los tedios del día y relajarse cantando acompañados por los hermanos Gutiérrez.
Ya avanzan cada uno por su lado. Uno por la acera de la izquierda con las manos en los bolsillos, silbando una tonadilla como quien anticipa un gran placer. El otro se acerca por la acera de la derecha, envuelto en un manto que lo cubre, preservándolo de la curiosidad ajena. Coinciden ambos en la puerta… Pase usted primero. No, por favor, señora, pase usted, faltaría más. Entra madame Longstaffe. Entra Karel Pligh, dispuesto a pasar en vela la última noche antes de partir hacia casa de los Teldi. Y ambos se saludan con la cordialidad fría y obsequiosa de quienes no se conocen de nada, pero que tienen en común el pertenecer a alguna cofradía o logia.