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Y una vez metidos en ambiente, cada uno con su bebida en la mano (caipirinha para madame, daiquiri para Karel), sentados a los extremos de la barra, ambos se preparan para pasar una velada deliciosa. Están solos en el local y, como ocurre en estas circunstancias, la fraternidad entre clientes y empleados se hace más evidente. Tres caipirinhas más tarde, René ya había salido de detrás de la barra para venir a sentarse junto a madame Longstaffe, mientras que Gladys y Karel improvisaban en la pista un dúo. La canción elegida fue una de Bola de Nieve que, en la versión instrumental de los hermanos Gutiérrez, tenía un aire entre cadencioso y santiaguero que encantó a la vidente. Después de esta interpretación, madame Longstaffe le preguntó a Karel su nombre y éste se lo dijo; también lo invitó a unirse a ella para saborear un licor de su tierra brasilera.

Se llama cachaça; pruébalo, es magnífico para mejorar la interpretación melódica.

Y en efecto, Karel comprobó su eficacia: minutos más tarde madame Longstaffe y él eran el centro de atención de los empleados del Juanita Banana. Madame estaba sentada en una alta banqueta mientras que Karel, a su lado carraspeaba, preparando la voz para interpretar con sentimiento.

Si Néstor Chaffino hubiera tenido oportunidad de observar esta escena, sin duda habría podido añadir un argumento más a su teoría de que las casualidades no se vuelven coincidencias a menos que un testigo las ponga de manifiesto. Karel y madame Longstaffe pasaron una velada estupenda, cantando a dúo Aurora; Yo tenía que perder, En eso llegó Fidel, e incluso Garota de Ipanema en brasilero; pero como no se conocían de nada, ni uno ni otro pudieron imaginar que los unían amistades comunes. Ni siquiera los potentísimos poderes paranormales de madame hicieron la conexión. Con sus conocidos dones para la clarividencia, podía muy bien haber alertado a Karel sobre todos los acontecimientos que iban a sucederse al día siguiente en casa de los Teldi. Como sus antepasadas las brujas del sombrío bosque de Birnam, Longstaffe bien podía haber advertido a Karel sobre la inminente muerte de Néstor. También podría haberle avisado sobre las curiosas circunstancias en las que iba a producirse la muerte y, sobre todo, podría haber repetido el vaticinio que ya había hecho para Néstor y Carlos aquella tarde en que fueron a visitarla: Nada ha de temer Néstor Chaffino hasta que se confabulen contra él cuatro tes. En efecto, todo esto podía haberle confiado madame a Karel Pligh al tiempo que le explicaba cómo, en el éter, se preparaba una conjunción de extrañas fuerzas y de pequeñas infamias. Pero madame Longstaffe no dijo una sola palabra: tal vez porque estaba demasiado ocupada en enseñar al chico una bonita canción de Paquita la del Barrio, muy apropiada para cantar a dos voces.

Claro que, conociendo el talento de madame Longstaffe y su peculiar sentido del humor, tal vez estuviera intentando decirle algo al muchacho. En todo caso, la duda quedará flotando para siempre en el aire del Juanita Banana, como flota también hasta el día de hoy la letra de la canción, no cubana ni brasilera sino mexicana, que ambos cantaron a coro y abrazados con la voz rota de cachaca. Porque, acompañada por los hermanos Gutiérrez, uno a la guitarra y otro al piano, Marlene Longstaffe hizo repetir a Karel, hasta tres veces, el estribillo de esa famosa ranchera cantada por Paquita la del Barrio, que dice así:

Tres veces te engañé, tres veces te engañé, tres veces te engañé,

y después de esas tres veces, y después de esas tres veces,

no quiero volverte a ver…

5 ERNESTO Y ADELA EN EL ASCENSOR

La noche antes de salir hacia su casa de Las Lilas, Ernesto y Adela Teldi repasaban algunos detalles de la fiesta.

– Contando a los Stephanopoulos, somos treinta y tres en total, y esa cifra nunca me ha gustado -dijo Ernesto Teldi.

– ¿Porque a esa edad murieron Cristo… y Alejandro Magno… y también Evita Perón? -inquirió Adela-. No creo que deba preocuparte, pensé que eran otras tus supersticiones.

La conversación se desarrollaba por teléfono. El matrimonio Teldi ocupaba habitaciones contiguas en el hotel Palace, comunicadas por una puerta, pero ni uno ni otro atravesaba jamás esa vía discreta, coartada perfecta de tantos amoríos; bendita puerta, que sin duda se había ocupado de preservar las apariencias de muchas parejas clandestinas que, después de una tarde de amor, abandonaban el escenario cada uno por su lado y sin temores. En este caso, en cambio, la puerta servía para todo lo contrario: parecía unir, pero no se abría nunca, ya que los Teldi llevaban vidas paralelas. Las suyas eran como dos líneas viajando en el Tiempo, una al lado de la otra, que sólo habrían de juntarse en el infinito… o quizá un poco más cerca: las convenciones sociales los unirían seguramente en la misma sepultura, porque ése es el indeclinable final para todo matrimonio bien avenido. Y también para aquellas parejas que se son completamente indiferentes.

– ¿Te he explicado ya el problema del señor Algobranghini, Adela? Detesta a Stephanopoulos; creo que tuvieron una pelea por una cimitarra persa; arréglatelas para que dos coleccionistas tan quisquillosos no coincidan en la misma mesa y nos estropeen la noche.

Estos dos extraños apellidos, junto a otras tres decenas igualmente desconocidos, figuraban en la lista de invitados que Adela consultaba ahora al hablar con su marido. Y al lado de cada nombre, con la caligrafía sobria de Ernesto Teldi, se precisaba su especialidad: había dos coleccionistas de armas blancas, tres «fetichistas de todo lo relacionado con Dickens» (así rezaba la explicación), además de tres entusiastas de los iconos griegos -pero sólo aquellos en los que figurara san Jorge-; un «amante de las figuritas Rapanui» (qué sería aquello, se pregunta Adela antes de continuar), y la lista se completaba con coleccionistas menos exóticos, como los que se especializan en cartas de amor de grandes personajes, en soldaditos de plomo, en libros de fantasmas o en huevos de Fabergé. Adela repasa la lista por si conoce a alguien, pero no figura ninguno de los nombres famosos en el mundo del arte, y Adela, con una sonrisa, se pregunta cuál de los presentes será el objetivo de Ernesto Teldi. ¿Algobranghini, el coleccionista de armas blancas?, ¿la señorita Liau Chi, especialista en libros de fantasmas? O tal vez el elegido sea el único de los nombres que no viene acompañado de anotación alguna, un tal monsieur Pitou. Adela se encoge de hombros, lleva tantos años viendo cómo su marido se dedica con afinada intuición al juego de comprar a buen precio valiosos objetos para su venta posterior, que la caza ha llegado a parecerle divertida. Sobre todo últimamente, ahora que Teldi, ya muy rico, a veces persigue algún objeto especial, no de gran valor pero sí raro: hacerse con piezas únicas y extravagancias era la culminación de toda una vida dedicada al arte. Es evidente que una fiesta con esos invitados debe de tener como objetivo la captura de una pieza que esté en posesión de algún excéntrico al que su marido agasajará y adulará hasta rendirlo con su encanto.

– No quiero que haya lugares prefijados en las mesas, Adela. Todo tiene que parecer casual; pero de todos modos, confío en ti para que Stephanopoulos y monsieur Pitou se sienten con nosotros: Pitou a mi derecha y Stephanopoulos a la tuya.