lo cual evita que el merengu
no es lo mismo que chocolate heladc
sino limón frappé
Pobre Néstor, pobre, pobre amigo, pensó Karel, al que impresionaba comprobar cómo a la muerte le gusta irrumpir en la vida de los más abnegados cuando están en el ejercicio de su amada vocación. Hasta el último aliento, todo un chef -se dijo, mientras lo despojaba del papel-. Ya continuación, hizo otro tanto con el trapo de cocina que llevaba colgado de la cintura: pequeños detalles personales que la muerte convertía en más personales aún. Lo más respetuoso, pensó, era procurar que estos objetos también tuvieran un merecido descanso ahora que su dueño dormía el sueño eterno. Así, con gran cariño (y también con cierta dificultad), Karel Pligh logró doblar el congelado paño. En cuanto a la lista de postres que llevaba el difunto en la mano, consideró que lo correcto sería guardarla en un libro de cocina. Muy bien, allí sobre la encimera de mármol podía verse la Fisiología del gusto, de Brillat-Savarin, la biblia de Néstor Chaffino, que lo había acompañado a lo largo de treinta sólidos años de profesión. Karel introdujo el papel entre las páginas del Savarin, luego puso el trapo de cocina doblado sobre el libro y lo dejó todo en una ordenada pila. Sólo entonces Karel se acercó otra vez a la puerta de la cámara frigorífica.
Con la ayuda de la luz exterior, inmediatamente pudo descubrir el botón de alarma que tanto había buscado Néstor. Lo pulsó. Ni un ring. Habría que recurrir a otro método para alertar al resto de la casa. Tocar el timbre de la puerta de servicio, por ejemplo, pero Karel ya no confiaba en los sonidos eléctricos. Un buen grito sería mucho más eficaz. Y eso hizo Karel Pligh: gritar, y gritó tan fuerte como se lo permitieron sus bien entrenados pulmones.
3
Cinco personas oyeron el grito de Karel Pligh tan temprano en la mañana de aquel 29 de marzo.
Serafín Tous, un amigo de la familia
Un grito viril, cuando uno no ha logrado pegar ojo hasta las claras del día, puede tener un efecto estrafalario: Serafín Tous lo confundió con la sirena de una usina y, siendo como era un respetable magistrado independiente sin relación alguna con la industria, dio media vuelta en la cama e intentó volver a atrapar el tardío sueño que una noche de insomnio salvaje le limosneaba.
Había pasado horas de angustia pensando en ¿Néstor? Así se llamaba aquel tipo, según su amiga Adela; el nombre no le sonaba en absoluto, pero sus bigotes eran inconfundibles, aunque sólo los hubiera visto, y muy brevemente, en dos ocasiones: la peor de todas (hacía unas tres semanas) en un club llamado Nuevo Bachelino. Y como siempre que recordaba aquel discreto local -que descubriera al pasar, por pura casualidad, sin buscarlo en absoluto, Dios lo sabía muy bien-, Serafín Tous dirigió todos sus pensamientos hacia su esposa muerta. Nora -se dijo, e incluso pronunció el nombre en voz alta, pues el sonido de esas cuatro letras solía tener para él un efecto sedante-. Nora, querida, por qué tuviste que dejarme tan pronto.
Mil veces a lo largo de toda esa noche terrible en casa de los Teldi, que ahora estaba a punto de terminar, Serafín Tous había vuelto a repetirse lo mismo: que, de no haber muerto Nora, él jamás habría soñado siquiera con entrar en un establecimiento de las características del Nuevo Bachelino. Entonces nunca habría visto asomar por la puerta de la cocina los bigotes de ese cocinero chismoso; tampoco habría llegado a escuchar su conversación con el dueño del local (se comportaban como dos antiguos compañeros en el negocio de bares y restaurantes). Y si no se hubieran visto y él no hubiera reparado en esos bigotes, ahora podría estar durmiendo tranquilamente en vez de sufrir los efectos de este terrible insomnio.
05.31, clic… 05.32, clic… Mientras Serafín padecía, su reloj despertador -un modelo bastante antiguo- marcaba la hora con números cuadrados y fosforescentes que caían como las hojas de un calendario. Minuto a minuto. Igual que la gota de agua en un refinado martirio chino.
¡Cuarenta y tres años! Cuarenta y tres largos años, si no exactamente de felicidad, sí al menos de paz. Eso es lo que Nora le había regalado: más de media vida juntos, sin hijos con los que compartir afectos, sin niños alrededor, sin sobrinos, ni adolescentes. Una larguísima tregua de vida perfectamente adulta, que se extendía desde sus lejanos años de estudiante, cuando, para pagarse los estudios de Derecho, había ejercido de profesor de piano en el colegio de los padres Escolapios, hasta la tarde en que Néstor lo había sorprendido en el Nuevo Bachelino. En otras palabras, cuarenta y tres años de perfecta respetabilidad que lo redimían de cualquier mal paso, pues se estiraban desde la última vez que vio los ojos azules y el pelo cortado al cepillo de aquel niño inolvidable (¿dónde estaría?, ¿en qué se habría convertido su cuerpecito demasiado menudo para sus catorce años, y aquellas rodillas de vello tan rubio?) hasta el mismo momento, maldito fuera, en el que la puerta del club secreto cedió.
La sala en la que le hicieron entrar después de una breve bienvenida y algunas preguntas por parte del dueño del local olía a goma de borrar y a polvo de tiza. Tal vez existieran en el Nuevo Bachelino otras estancias equipadas de diferente manera. Serafín, de reojo, había creído distinguir una a su izquierda, decorada con una gramola americana y una fuente de soda, pero la habitación a la que lo acompañaron se parecía más a una aula de colegio, y de veras que olía a tiza y a goma de borrar, también a virutas de lápices de colores. Además -y esto era lo peor-, había allí un piano apoyado contra la pared más alejada de la puerta. No pudo evitarlo. Se acercó al instrumento e incluso cometió la temeridad de levantar la tapa para acariciar sus teclas, tan suaves, como si alguien las hubiera estado tocando ininterrumpidamente durante los últimos cuarenta y tres años. Dios mío, tantos mundos dormidos que creía muertos para siempre, pero no muertos del todo, pues ahí se encontraba él ahora, en una salita del Bachelino, acariciando un piano mientras se miraban las caras con el dueño del local que, para colmo, tenía todo el aspecto de un profesor de arte y manualidades.
– Venga, venga por aquí, señor. Creo que antes que nada debería echar un vistazo a nuestros álbumes de fotos. Los chicos han trabajado muy duro este año para confeccionarlos, ya verá qué bonitos han quedado.
… el aula escolar que olía a lápices de colores… el piano… y el hombre aquel que hablaba y hablaba con dos grandes volúmenes de cuero rojo en la mano.
– Estamos orgullosos de nuestros chicos, mire esto, se lo ruego y sin reparos, ¿eh?, nada de preocupaciones. Aquí todo es legal, todos nuestros muchachos son mayores de edad. Se lo aseguro.
Dentro de los álbumes, colocadas como si fueran antiguas fotos de estudiantes aplicados, Serafín Tous pudo admirar una amplia colección de caras adolescentes: chicos rubios, mulatos, jovencitos de sonrisa ancha y aparato en los dientes para fingir menos edad de la que realmente tenían.
– Tómese su tiempo, señor -decía el profesor de arte y manualidades-, todo el que necesite, los chicos y yo no tenemos prisa.
Más fotos de muchachotes vivaces, algunos con pantalón a media rodilla, como los que usaban los escolares cuando él daba sus clases de piano, muchas décadas atrás, poco antes de refugiarse para siempre en los amores (y los dineros) de Nora.
– ¿Qué le parece, señor? ¿Prefiere quedarse solo unos momentos? Se piensa mejor en silencio. Yo aprovecharé mientras tanto para hablar unos minutos con un amigo, un colega que ha venido hoy de visita, y vuelvo en seguida.